Una vida de paso
ALEJANDRO MARÍN
Los individuos modernos aseguran que se les ha negado una narrativa maestra que les permita desentrañar el mensaje que les es propio, y de ese modo, al no disponer de ella, su ansia de significado no llega a sosegarse nunca. Da la impresión de que siguen abrazando un concierto de discursos tan absurdos como letales, una mezcla de doctrinas tan obsoletas como desautorizadas. Ha llegado el momento de enfrentar la posibilidad de que la noción platónica del “yo interior” constituya la más grave ingenuidad desde que la humanidad existe. Tres milenios han sido testigos de una búsqueda incansable en el corazón del ser humano; una búsqueda que no ha reparado nada estable, nada perdurable, nada concluyente, nada sobre lo que se pueda establecer un consenso... porque no hay nada que encontrar en las profundidades de ese abismo.
El ser humano tiene conciencia de ser un producto del universo y de su historia, un individuo cuya existencia se genera y se sostiene de un modo que difícilmente llegue a comprender. Al carecer de todo sentido de trascendencia, ¿cómo puede incorporar el pleno reconocimiento de la relación que lo une con el universo en su conjunto? El deseo de mejorar el mundo es una idea o un ideal mucho más débil que el deseo de felicidad, plenitud, florecimiento, significado o trascendencia. Hace uso de un lenguaje menos sutil, lo que da pie a que las experiencias vividas sean asimismo menos sutiles.
Aun así, la vida humana ha sabido crear un código de trascendencia que atañe al significado y a lo que implica la vida buena. Con poquísimos recursos se ha agenciado la forma en que el individuo, sea cual sea, logra concebir un sentimiento de grandeza del cual brota una clase de culminación más elevada. Es la muerte provocada. Es el suicidio con significado.
El aficionado al suicidio sostiene que el florecimiento humano únicamente puede alcanzarse a través de la muerte. Sin ella, la vida consciente queda reducida a un proyecto inconcluso, un discurso tan insignificante como las palabras perdidas para siempre en una noche del mundo antiguo. La vida suicida, en cambio, constituye desde todo punto de vista una obra menoscabada a la que le fueron amputados algunos pasajes grávidos de sentido. En sus fragmentos ausentes, en su misterio, como en lo que pervive aún de Séneca o Sócrates, radica su valor y su fuerza.
En un sistema eficaz de ilusiones, de decepciones y de olvidos, desprovisto de todo apego trascendental al héroe o al patriotismo, donde la fe en la ciencia es una mala excusa y Dios ha sido enterrado, tener una conciencia suicida no es suficiente para alcanzar una muerte significativa. La proclividad hacia el escándalo del suicida y un cuerpo perfecto -que es el equivalente físico de esta proclividad- identifican la causa de la muerte provocada con el masoquismo o el narcisismo. Ambas interpretaciones, a veces ciertas, dejan siempre el trabajo incompleto. Por otra parte, no hay demasiados espacios ni ocasiones para que los individuos puedan concretar con éxito la muerte deseada. El orden hegemónico no solo incita rabiosamente a seguir el rebaño, a formar parte del consenso, a acatar las convenciones más primitivas, sino que también promulga que los sentimientos individuales son menos importantes que el bien común. Ante los ojos de la sociedad moderna el imparable arrebato del yo constituye un extrañamiento casi universal. De ahí que la mayoría de los intentos modernos son reducidos a trastorno psicológico o terrorismo por las convenciones dominantes, unas convenciones meramente terrenales que constituyen la base de una sociedad sin heroísmo.
Antes de acabar con su vida en 1837, el inspector de policía de la ciudad de Osaka concluyó que el éxito en la vida es menos importante que perpetuar un gesto heroico. Si Ōshio Heihachirō hubiera equiparado el éxito con el final de su vida, no habría seguido más que la moralidad tradicional y los ideales de la Antigüedad. Como buen suicida y filósofo, logró medir con justicia la dimensión de un gesto con miras más allá de la victoria y el fracaso.
Pero ni el suicidio expresa la realidad de lo que hay, ni revela el prestigio del que sería portador aquel que lo comete. Tampoco se reduce a un puro artificio despojado de toda eficacia. Es solo un pedazo de realidad dentro de la realidad. El peso que tienen los recuerdos, las lecturas de lo ordinario, las desesperadas reflexiones, la esperanza de madurez, el resumen de los amores, los amigos, los sueños, los impulsos, el tiempo perdido, los arrebatos de voluntad, las fábulas, lo imaginado para después... Completar el inventario del suicida resulta imposible. Una abstracción en la medida en que la originalidad de un suicidio, frente a otros suicidios, su diferencia, será siempre incierta, indiscernible. Un sacrificio del chivo expiatorio en que consiste el yo. Pathos del holocausto biográfico, es decir, catástrofe del epílogo. Impulso pero también contención: alacridad contenida. Este método de supervivencia es frecuente y dominante, narcisista y solitario. Es una especie de júbilo expectante. Se dice digno en tanto culminación gratificante de un proyecto de vida. Se dice digno siempre que se mantenga en suspenso. Su atribución es insensata; su interpretación, presuntuosa y ajena.
Todo suicidio es otro.
Si pretendiéramos conocer el origen del suicidio, deberíamos no haber nacido. Y si pretendiéramos fundar en la experiencia el conocimiento que podemos tener de él, morir sería inaceptable. Ninguna muerte puede ser sin contradicción del origen de su causa. Y ningún suicida puede, sin contradicción, participar en la experiencia que lo culmina. De ahí que el suicidio no pueda cometerse sin implicar inmediatamente un solecismo. El mensaje que expresa solo adquiere forma en el momento de su deformación. Su forma es silenciosa. Y lo silencioso carece de forma.
Nos hemos acostumbrado a darle forma de fábula a la muerte. Solo percibimos el silencio mortuorio en los demás. No estaremos ahí a la hora de la muerte. La incertidumbre y el silencio nos llena de especulación. Jugamos con la idea que tenemos de la muerte por muy falsa que sea. Nos tranquilizamos pensando en el carácter alegórico de esa figura que no sale sino hasta el último acto. Experta en mimetismo, cuando más alejada parece estar de nosotros está incluso en nuestro gozo. Está en nuestra juventud. En nuestro crecimiento. Es el silencio original que nos trabaja por dentro.
La muerte calla solo una vez. Es Virgilio guiando por el mundo de los vivos.
La muerte con significado sucede cuando la vida se cumple, se culmina y se excede a sí misma, como la manzana que, habiendo alcanzado en lo alto su máximo dulzor, se desprende del árbol y, madura por fin, se precipita.
Todavía ajenos a la experiencia soberana de la muerte, arrancados de la experiencia heroica, cuestionamos la forma en que la vida va cayendo como una manzana madura. Y si no retrocedemos hasta el momento original, se debe a que esa noche es imposible de concebir en términos reales.
El suicidio sucede detrás de bastidores.
Ponderar con vida el valor de la vida ha sido desde la antigüedad una empresa imposible.
Toda noche original nos ha sido vedada, solo es nuestra la pretensión de acceder a ella de forma indirecta. Tan inagotable es el examen de la propia autobiografía como estéril la exégesis de las cosas inacabadas.
Falta una luz capaz de aclarar lo que se reconoce solo en su ausencia.
Únicamente la muerte clausura y da sentido a los tiempos que la precedieron. Nada como el suicidio precede y da sentido a los actos de una existencia colmada. Póstumamente teje el hombre su significado con bienes que antes no lo tenían. La inspiración del suicidio puede confesarse y anticiparse desde el principio, pero los hechos de una vida suicida reclaman ser leídos a partir del último instante de voluntad. Su lectura, la lectura que impone, empieza en su conclusión, justo después de que la manzana toca el suelo.
El suicidio no es más que un ejercicio de ensoñación sobre lo que no se tiene, triunfo por no tenerlo. El suicidio es el primer fulgor del éxito; su significado, cuando lo tiene, nunca es parcial.
La ensoñación no significa una renuncia al suicidio, sino un aplazamiento.
Sacrificar el sacrificio intimida.
La conciencia suicida extrae precipitación a la medida del pánico que nace de lo irreversible, donde se manifiestan el sacrificio que no cesa y la oscuridad que se añade. De este modo el movimiento que conduce al suicidio es tanto más apremiante en cuanto está implícito, y tanto más significativo en cuanto está desprovisto de significación y pierde pie en lo que nombra.
Que una persona intente acabar con su vida cualquiera lo entiende, querer suicidarse o provocarse la muerte no es difícil; lo difícil es morir con significado. Arrastrado por locuras abrasantes un hombre puede escaparse muy lejos del mundo del significado, pues el suicidio abre su casa por igual a la significación y a la insignificancia.
Pero vos, qué lástima, en el fondo no sos más que un enamorado de la vida,
estás de parte del aburrimiento que cae sobre la arena.
Te demorás largo tiempo en el desierto que crece.
Convencido de lo irrisorio de la vida
te enamoraste de ella y de nada más,
nada te despierta pasión ni miedo.
Solitario, fuera de todo límite,
no te matarías para dominar el miedo,
ni para afrontar una prueba que te calificaría,
ni para responder al desafío de una experiencia.
Aunque lo inherente al suicidio corresponde más bien a una parada, a una especie de dique, la asimilación de esta conciencia se experimenta como un empujón hacia adelante. Este impulso es, de hecho, ilusorio; y sin embargo, el sentimiento fugaz de alegría debe mucho a este “falso orden”. Es como una solución protectora frente al caos que nos rodea, similar al chorro que escapa por una grieta.
A gotas o en torrentes el pesado privilegio de la consciencia suicida desemboca en una forma de existencia dotada de mayor intensidad, siendo este el único objetivo que puede tenerse en la vida, puesto que una muerte de carácter puramente natural equivale a asumir una ceguera parcial frente a la existencia. La muerte natural provoca una terrible sensación de monotonía, imbuida como está de la futilidad de lo ordinario. La fe en la muerte natural y ordinaria es lo que caracteriza la visión del vitalista; pero la tendencia de imponerse un motivo, de asimilar un falso orden propio, es compartida tanto por el suicida como por el vitalista, siempre que un significado preciso se adueñe de ellos.
La muerte provocada es la culminación gratificante de un proyecto de vida, un fin puntual pensado con detenimiento gracias a una sagacidad reflexiva que dirige el rumbo del significado postrero. El suicidio es condenable cuando troncha un destino en lugar de coronarlo.
La modernidad ha constatado que la filosofía, la ciencia y la religión han arrojado algo de luz sobre algunos problemas fundamentales como por qué no somos felices, o tan poco, o tan mal, o tan excepcionalmente. Consiguen resultados tan modestos porque se quedan cortas en su propósito original, que es es atender la necesidad de consuelo y procurar una sensación de certidumbre.
El suicidio tiene la pretensión de ir más allá de la felicidad, por eso la procura. La conciencia suicida ayuda a soportar la mortalidad y enseña a vivir, y si no acerca a la felicidad en vida, al menos ayuda a ser menos desgraciado. Si fuéramos infelices e inmortales, o simplemente mortales pero felices, nuestra situación sería más o menos aceptable. Pero ser a la vez mortal y desgraciado, o saberse destinado a la muerte sin considerarse feliz, es una razón de peso para considerar el suicidio la única, la verdadera, la máxima salvación.
Solo el que se da muerte se alegra para siempre.
Pero la búsqueda de la felicidad no es uno de los atributos del suicida.
Desde la infancia, la recurrente visión del suicidio veinticuatro horas al día invita a vivir intensamente con el fin de encontrar a cualquier costo el motivo que consuma la existencia. Nuestra actitud ética debería consistir en materializar esa conciencia pagando el mayor de los precios, el precio supremo con el que la vida corre el máximo peligro, dado que el suicidio individual o colectivo representa algo más allá de sí mismo y guarda un propósito más que el meramente utilitario.
No podemos vivir con un ideal heroico que nos sirva solo de consuelo en las situaciones adversas, hemos de vivir de un modo que nos permita salir de ellas. Qué arrebatamiento, qué fugaz placer matarse cuando se apetece, con la persona que se apetece, porque está ahí, se da maravillosamente, maravillosamente presente, maravillosamente disponible, maravillosamente ofrecida. La posibilidad de reflexionar sobre el suicidio (los motivos, los recursos, la disposición del lugar y del momento, el esbozo de significado que se pretende imprimir en la mente de los demás), poder vernos muertos anticipadamente, ayuda a replantear el tiempo que queda.
Si el suicidio te ha dolido pero no te ha colmado, regresá a la cuna de las palabras y equipará tu valor con aquellos que velan para descifrar el misterio de la vida. En este ocaso, solo las palabras están capacitadas para recomponer un tiempo y un lugar que se hicieron añicos, para dar nombre a unos sueños que, absortos en sus guerras de armas rudimentarias, nunca se adueñaron por completo de tu discurrir. Las palabras son el material básico para construir la casa-suicidio. Las palabras son el único sepulcro: el silencio. El suicidio, un malentendido entre la existencia y sus fronteras, es la nave que pone a prueba tanto la vanidad como el ingenio. No todo lo que aquí te enorgullece dejará de pertenecerte. Pero la poesía del suicidio no es lo que el suicidio expresa, sino lo que vos le decís a él frente a frente. Hacete de vos mismo. Y no olvidés darle las gracias al suicidio, sin reparos.
Te alabaré, oh Suicidio, donde el encomio mejor te describa.
Por ti elevaré cánticos mientras viva
y por tu mosto, que llenan mis venas,
allá, en el punto más alto del barranco,
al mediodía, junto a una enamorada,
de paso en una vida de paso.