Los pingüinos sí vuelan

EDUARDO MONTOYA SOLANO

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El hermano mayor le revelaba a su hermanita, con cierto grado de crueldad, que los pingüinos que acababan de conocer en el viaje familiar al Polo Sur, aunque son aves: no vuelan.

La niña con sus ojos anegados y luego de buscar en Youtube el video correcto, corrió oronda de orgullo hacia su hermano a mostrarle que estaba equivocado, que los pingüinos sí vuelan y, seguidamente, le mostró un video en el que de forma ágil, grácil y estupenda, los pingüinos vuelvan hermosamente bajo el agua.

Sobre casi ningún tema se puede hablar de absolutos, todo depende de la perspectiva o, como decían los abuelos, “del cristal con que se mire”. En el video que se encuentra a continuación consta un claro ejemplo de ello, es sobre las vivencias de un maestro de primaria que hace miles de esfuerzos para enseñar a sus alumnos y, en el camino, devela una serie de experiencias que ese esfuerzo le han dejado:

A veces no es que los niños no entienden, sino que somos nosotros los que no entendemos o, al menos, no logramos ver su punto de vista. ¿Qué pasa?, debería ser algo fácil para nosotros entenderlos, pues también fuimos niños alguna vez, y ya que pasamos por esa etapa, deberíamos comprender completamente lo que dicen y hacen, pero la cruda realidad es que NO.

Con el tiempo los adultos vamos perdiendo muchas cosas, la magia de la ingenuidad, la capacidad de ser humildes, sencillos, honrados, honestos, y pasamos a formar las filas de los pragmáticos, de los literales, de estar atados al mundo de la razón, de la “realidad”, así entre comillas, porque hasta eso que llamamos realidad es una construcción particular; con el tiempo vamos perdiendo los sueños y, en el camino, queda una de las partes más lindas de la vida: ser niño.

Quizá por eso Jesucristo habló de ellos con tanto cariño en Marcos 10: 13 al 16 “Entonces la gente empezó a traerle niñitos para que los tocara; pero los discípulos corrigieron [a la gente]”. Al ver esto, Jesús se indignó y les dijo: “Dejen que los niñitos vengan a mí; no traten de detenerlos, porque el reino de Dios pertenece a los que son así. En verdad les digo: El que no reciba el reino de Dios como un niñito, de ninguna manera entrará en él. Y tomó a los niños en los brazos y empezó a bendecirlos, poniendo las manos sobre ellos.”

Recordamos con nostalgia ciertos relatos de cuentos que nos leían y personajes de historietas y de programas de televisión que creíamos reales, como Flash Gordon, Dick Tracy, Buck Rogers, el Avispón Verde y Kato, Patrulla Juvenil, Kung Fu, el hombre nuclear, Superman, Batman, Ultraman, Super Seven, Popeye y, por qué no, hasta el Chapulín Colorado.

Nos ilusiona acordarnos de ese tiempo en que todo, por simple que fuese, nos emocionaba cuando veíamos algo por primera vez, la televisión a color, un muñeco que hablaba, los trompos de Matel que bailaban por fricción, y tantas otras cosas.

En realidad, cuando somos pequeños logramos ser más felices, serlo nos cuesta mucho menos trabajo porque cuando somos pequeños nuestros problemas también son pequeños y encontramos soluciones más simples a las cuestiones de la vida: la cura perfecta era un beso de la madre cuando nos caíamos o un simple "perdón” acompañado de una carita sonriente cuando hacíamos algo malo aunque, claro, sabíamos que ello no nos libraría del chancletazo.

Aunque con el tiempo ganamos madurez, experiencia y conocimiento, perdemos mucha de esa inocencia y pureza de visión característica de la niñez. “Esto lleva a los adultos a ser más retraídos, más recelosos, menos generosos y hasta aburridos, nos hace incapaces de volver a ver con esa mirada luminosa con la que veíamos cuando éramos niños y por fin dejamos de ilusionarnos, de maravillarnos, de sorprendernos por los milagros de la naturaleza que suceden cada día a nuestro alrededor”.

En una película de ciencia ficción de 1982, que hoy día es de culto entre los amantes de ese género, cuyo nombre es Blade Runner, con un reparto de gala compuesto Harrison Ford, Rutger Hauer, Edward James Olmos y Daryl Hanna, entre otros, y dirigida por Ridley Scott, se trata el tema de humanos hechos perfectos genéticamente en un laboratorio.

El resultado es que son más fuertes, más hermosos y más inteligentes, pero con un pequeño defecto: una vida útil de 4 años. Esos humanos prefabricados fueron diseñados para trabajar en minas en otras galaxias, en un futuro imaginario, ficticio, en el que la humanidad, por haber dañado tanto la Tierra, debe buscar otras fuentes de donde extraer minerales y buscar nuevos lugares donde vivir.

Esos “humanos” viven y trabajan en estricta obediencia a sus creadores humanos, pero ante el descubrimiento de su efímera existencia deciden volver a la tierra contaminada y agonizante a buscar a sus diseñadores en busca de una solución, de una prórroga o extensión a su cortísima longevidad.

La respuesta de los científicos es que eso es imposible y que deben resignarse porque "La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo”. Como es de imaginar, la respuesta de los “creadores” no fue bien recibida por los afectados y tampoco muy pacífica y, por tanto, los creadores decidieron su erradicación.

Para ello designaron a un policía del futuro, una suerte de vaquero intergaláctico protagonizado por Harrison Ford para eliminarlos, objetivo que casi logra salvo por el último, el más fuerte, siendo que al final de la película el cuasi humano lo tiene a su merced, totalmente rendido y sin que el policía pudiera evitar que lo maten, y ahí llega la magia de la película, la reacción del humano adulto de 4 años que, quizá, nunca llegó a ser totalmente adulto, pero tampoco dejó de ser totalmente un niño y que lo llevó a pronunciar el diálogo final entre Roy Batty, el humano prefabricado artificialmente que le dice a su perseguidor y verdugo Rick Deckard, en una escena que se desarrolla bajo una intensa lluvia:

“He visto cosas que ustedes nunca imaginarían, naves de combate en llamas en el hombro de Orión, he visto relámpagos resplandeciendo en la oscuridad cerca de la entrada de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, igual que lágrimas en la lluvia. Llegó la hora de morir”

y, finalmente, falleció en ese momento, en una posición de cuclillas y liberando, simbólicamente, una blanca paloma que sostenía en su mano.

El policía o caza recompensas, concluyó que “quizá en esos últimos momentos él humanoide no lo mató porque amó la vida con más intensidad que nunca, no sólo su vida, la de cualquiera. Y lo único que quería eran las mismas respuestas que el resto de nosotros: ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿cuánto tiempo me queda? Todo lo que podía hacer era quedarme allí y ver morir a ese niño-hombre.”

Eduardo Montoya Solano

emontoya1@gmail.com