Un domingo
En una novela de Daniel Guebel leo un epígrafe atribuido a Confucio: “Un hijo no debe vivir bajo el mismo cielo que el asesino de su padre”. Pero sucede que, al menos desde hace varias décadas, todos somos asesinos de nuestros padres. La venganza hamletiana hoy no solo carece de pretexto, sino que, de cierto modo, resulta insustancial en tanto todos somos Claudio y el Príncipe Hamlet a la vez.
Quizás por eso hoy no podemos, o no deberíamos, vivir bajo el mismo cielo que nosotros mismos.
Quizás por eso cada vez que nos vemos al espejo pensamos en Sartre.
Los lacanianos lo entendieron mejor que nadie: el padre evaporado regresa de forma furiosa. Regresa como rabia nostálgica. No regresa como un condensado. O sea, no regresa como lluvia o rocío. Regresa, más bien, como sublimación regresiva, como deposición: los fascismos, aún los fascismos de los antifascistas, son un buen ejemplo de ello.
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Es tarde domingo y salgo a caminar por Cartago. La ciudad donde crecí. La ciudad donde, para bien y para mal, he asumido lo más próximo a un sentido de mundo.
Cartago como mi Misiones.
Cartago como mi Edimburgo.
Cartago como mi nostalgia áspera.
Camino y las fachadas de los comercios están cubiertas por cortinas metálicas. No es una observación particularmente original: cualquiera que camine un domingo en la tarde por una ciudad occidental, aún una tan marginalmente satelital como Cartago, se enfrentará al paroxismo de esas pestañas de la ausencia.
The Crystal Palace era un vivero inmenso que albergó un auténtico himno al futuro. Un himno a la máquina. Un himno a lo moderno. Todo era de vidrio. Vidrio encuadrado en metal meticuloso. Transparencia que abolía la división visual entre el interior y el exterior.
Así funcionaron nuestras ciudades durante muchos años: inspiradas por la soberbia babélica de Hyde Park. En domingos como estos, pero de hace unos treinta años, solía ir con mi papá a un restaurante que estaba donde estaba el Salón París. Era un sitio pueril y entrañablemente pretencioso: en medio de la ruina neoclasicista de esa esquina emblemática, aparecían unos exhibidores con comida falsa, con comida fake. Camarones estilizadísimos. Sánguches prolijos. Ensaladas sospechosamente frescas.
Dentro, saloneros vestidos como saloneros, con bigotes y modales minuciosos, llevaban platos de arroz con mariscos y mano de piedra en salsa de hongos.
Afuera, señores mustios que pedían plata o se pasaban las horas ante el asfalto hecho distancia.
Mi papá y yo salíamos de ese restaurante que, inexplicablemente se llamaba Autoservicio 88, y comprábamos nieves de limón en la Pops y luego recorríamos la Avenida del Comercio.
Íbamos a ver ventanas.
Hoy sucede todo lo contrario: los escaparates no están concebidos para quienes caminan por las ciudades. Cada cortina metálica reivindica la diferencia entre lo interno y lo externo, entre lo privado y lo público, entre lo exclusivo y lo residual.
Preservar el presente supone hacerlo más feo. Los ajustes que efectuamos sobre nuestra contextura temporal, indefectiblemente, implican una degradación. Las ventanas de la Avenida del Comercio, a fin de evitar la audacia y las fantasmagorías de los piedreros, quedan blindadas tras un articulado de escamas ominosas. Y la idea herida de nuestros padres, sí o sí, tiene algo de puñal esmerilado.
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En la esquina del Oriente, donde el doctor Luis Arrieta tuvo su primer consultorio, abrieron una pupusería. Un matrimonio de salvadoreños.
Él, de Chalatenango.
Ella, de San Salvador.
Casi todos los domingos, desde que me enteré de su existencia, voy a comprar pupusas para mi esposa. Desde la esquina del frente, donde hubo un taller de reparación de televisores, espero que dejen de pasar carros y veo el local con sus toscas mesas de madera. En cada mesa, una chilera y un servilletero. En cada mesa, una forma de vacío.
Los dos salvadoreños.
Un hombre diminuto y amable que bebe café todo el tiempo.
Una mujer, todavía más diminuta, con el pelo aprisionado en un pañuelo a cuadros que poco tiene que ver con el de póster de We Can Do It.
Suena el sutil bisbiseo de la plancha y la grasa y suena una canción de Los Cuatro Hermanos Silva. Concluyo que alguien ha sintonizado Radio Sinfonola y, entonces, recuerdo esos otros domingos, los de hace, más o menos, treinta años, cuando Carlos La Fuente transmitía su programa sobre Julio Jaramillo de seis a siete.
La luz entra como en ese cuento de Yolanda Oreamuno. El cuento de una Misa de ocho. Entra de forma juguetona, felina. Se sienta en las sillas y se pasea por el espacio. Entra, sí, como en el cuento de Yolanda Oreamuno, pero con cierto aire moribundo.
Pido dos de espinaca con queso y me indican que estarán listas en diez minutos. Me digo que la pupusería, perfectamente, podría ser una pintura de Hopper y caigo en cuenta de que siempre se corre el riesgo de estropearlo todo con lugares comunes. Expresiones formularias. Clichés.
La pintura de Hopper.
El cuento de Borges.
La peli de David Lynch
El adjetivo pomposo.
Los ejercicios nostálgicos.
El retorno del padre.
El salvadoreño me habla de Bukele. Que el país hoy es mucho más seguro. Que todo está más lindo. Que ya no hay pandillas. Le pregunto si piensa regresar y me dice que no, que le gusta Costa Rica. Le digo que regresar ya no es una posibilidad:
“Eso sería un crimen de lesa pupusa y mi esposa es capaz de pedir que te pongan medidas cautelares: impedimento de salida, secuestro del pasaporte”.
Debajo de su mascarilla intuyo una sonrisa. Lo sé por sus ojos, que se vuelven mínimos y dulces.
Intercambiamos unas palabras más sobre su país. Sobre café. Sobre fútbol. Él le va al FAS, pero, según dice, casi no sigue los partidos. Yo le hablo de Cartaginés y sus ojos, nuevamente, se miniaturizan.
Me voy y camino por la calle donde estaba mi casa.
Cartago, de nuevo, como mi centro.
Cartago, de nuevo, como mi Misiones.
Cartago, sobre todo, como un padre que regresa con cortinas metálicas como párpados.
FABIÁN COTO CHAVES
fabicocha@gmail.com