La inutilidad de una mata de eneldo

En la feria de Churuca hay un señor que vende hortalizas. Es el único agricultor que vende eneldo y eso basta para que mi esposa sienta por él tanta devoción como la que siente, digamos, por Keanu Reeves. 

Un señor redondo, cholo, risueño y generoso como un palo de limón que echa frutos todo el año. 

Un señor de Cot. 

Yo le digo a mi esposa que él, en sí mismo, constituye una conspiración contra los titulares del tipo “Elon Musk plantea cobrar por usar Twitter”. Y basta un hecho para demostrarlo: un día llegamos y le preguntamos cómo se cultiva el eneldo y ya para la semana siguiente nos tenía un puñito de semillas para que las sembráramos en casa. 

Ya sabemos de sobra que la reivindicación de “lo inútil”, a lo largo de la era contemporánea y, especialmente, en el tardocapitalismo, es un acto de resistencia. 

Un acto antisistémico. 

Un acto, si se quiere, anticapitalista. 

Juntarse el domingo a almorzar con los amigos o la familia comporta una festividad  que poco o nada tiene que ver con las características funcionales de los alimentos. Sucede lo mismo con la danza en tanto interrumpe los movimientos útiles de la corporalidad. Sucede lo mismo con el amor romántico que contradice las dinámicas de organización de la temporalidad en función del capital. Y, por supuesto, sucede lo mismo con la literatura: interpela la categoría estrictamente comunicativa e informativa del lenguaje. 

Isabella Guanzini diría que, así, en la “inutilidad”, el acto se libera de su tensión para producir y de cualquier finalidad, y en su lugar, se concentra en sus cualidades intransitivas y en su poder creador. Pasa algo semejante con lo que mencionaba Walter Benjamin a propósito de los niños que visitan un taller o una fábrica: se sienten atraídos por los materiales de desecho, ya que en las sobras del trabajo reconocen el mundo del juego, de lo “inútil”. 

Día a día humanos de todo tipo se integran a sus labores de oficina y participan furiosamente en la lucha de clases por el control del termostato. Desayunan pinto. Complotan desde su rol de proletarios de escritorio. Atienden instrucciones. Chismean. Y al final, cerca de las cinco o las seis de la tarde, abandonan sus lugares de trabajo dejando tras de sí rumores de tuppers que se equilibran bajo los sobacos y presurosos restos de pasta de dientes olvidados en el lavatorio. 

Baudelaire decía que los niños travesean, manipulan y rompen los juguetes para ver lo que hay adentro. Y casi siempre, muy a pesar de sus padres, lo consiguen: el juguete se abre y muestra su misterioso contenido. En ese instante, los niños son como las muchedumbres precoces que asediaron las Tullerías. 

Pero ni en el corazón del juguete ni en el corazón de las oficinas ni en el corazón de las Tullerías hay algo siquiera parecido al alma. 

Solo vacío. 

Ese, justamente, es el momento en que comienzan el estupor y la tristeza creativa.

Ese, justamente, es el momento en que nos damos cuenta que otro mundo no solo es posible, sino necesario.

Como cuando una mata de eneldo no nos pega.

FABIÁN COTO CHAVES

@fabicocha