¿Tristes por diseño?

CARLOS CÁRDENAS GARCÍA

La crisis durará mil días y uno más. Con esto presente, se acentúan las introspecciones y el reparar sobre cosas que se van haciendo pesadas de admitir, también de lo que resulta embarazoso de reclamar: que sí, que la veda del contacto físico y del espacio público son tragedias equiparables a aquélla epidemiológica; que sí, que nunca una pantalla ha sido sucedáneo del tacto tibio o del soplo que acaricia.

Estas irritaciones íntimas que el virus parece provocarnos cada día con mayor escozor han somatizado lo que, imperturbables por las dinámicas posfordistas, dimos por sentado. Hoy, en arrebato colectivo, nos enteramos que nuestra predisposición gregaria no se anula por un gesto político; y que el tedio y aislamiento experimentado está renuente a entender sobre el interés público.

Asimismo, en el intento desesperado por reacomodar las fuerzas laborales al confinamiento doméstico, se ha evidenciado, con una claridad pasmosa, uno de los sarpullidos principales de la urticaria económica dominante: la privatización del estrés y la tristeza. 

Ante el cuestionamiento, el capitalismo ha insistido por años en el credo de la técnica (no precisamente en materia ecológica, sino en áreas como la industrial y médica), en el tanto repite, cual mantra, un ethos que aísla e individualiza las enfermedades mentales únicamente como fenómenos químicos (todo lo demás serán “errores honestos” del sistema). Las causas sociales y políticas del estrés son inexistentes, mientras que la culpa y el descontento de nuestros fracasos son individualizados e interiorizados: bue, ya sabés, que si no se triunfa solo hay una persona a quien responsabilizar (así como si estamos enfermos únicamente será por nuestra química cerebral). La solución nunca es cambiar la estructura, sino comprar una pastilla.

Este modus operandi ha sido efectivo para despistarnos de las pandemias que soportamos y normalizamos en la sociedad de la información, así como también ha logrado desorientarnos acerca del auge de las enfermedades mentales y su causalidad desde la instauración posfordista (un estudio que explora a profundidad el tema es The Selfish Capitalist de Oliver James, 2008). Ansiedad, estrés, desórdenes de atención, depresión, adicciones, suicidio: todas parte de nuestra epicrisis cotidiana. No es de extrañar que el Clonazepam sea hoy, más que un fármaco, un meme consumido por todas las edades.

La prestidigitación, asistida por los medios de comunicación masiva, desorienta de lo evidente: sí, claro, las patologías mentales tienen una instancia neurológica, pero eso no responde al qué las origina. El ardid consiste entonces en celar el trazo político en los asuntos de salud mental, invisibilizar la relación que hay de las afecciones mentales con la inmersión total en las dinámicas laborales aislantes del sujeto, donde la vida y el trabajo se vuelven inseparables, se diluyen en un solo concepto. 

Así, al trabajador precarizado se le “aconseja” la perpetua disponibilidad en la red, su absoluta transparencia, la esquizofrenia de estar presente sin siquiera saberlo y, recordando a Focault o a Arendt, actuar disciplinado como tal. Y es que no nos queda siquiera la automatización de un rito: aquello de dirigirse a un escritorio, encender un computador grotesco con el espacio, abrir un navegador grosero con el tiempo y, finalmente, contestar un email carente de urgencia. Hoy, sabemos, la pereza doméstica en efectuar este ritual fue realmente un intento noble de resistir, fue un último resabio de frontera que intentamos demandar.

Aboliéndose la frontera, esta flexibilidad presiona intolerablemente la vida familiar y privada, e impone, verbigracia, contestar “un Whatsapp” a cualquier hora y en cualquier lugar (porque el precario siempre se siente descartable, incluso si se muestra capaz de sacrificar cada una de sus esferas de autonomía en aras del éxito laboral). Implícitamente, las vacaciones no están completas si no vas donde haya conexión a internet, si no coordinás diariamente con quien te continúa el trabajo: sos indispensable, sin serlo. Good boy.

Por esto, hoy en día el periodo de trabajo no alterna con el ocio, sino con el desempleo. El teletrabajo es, sencillamente, su versión non plus ultra, lo obvio en esa fabricación aceptada tácitamente: que el internet volvió obsoleto precisar qué es desplazarse a un espacio de trabajo, porque mientras seamos empleados, siempre estamos disponibles/online. Inclusive, se ha llegado al cinismo de incorporar dentro de nuestro hogar, cual premio, estaciones de trabajo. Cuán generosos.

De estos apuntes, muchos concluyen que mañana no hay normalidad a la cual regresar, porque esa normalidad nos ha llevado a esta coyuntura de distanciamiento real. Optimistamente, considero, estamos frente a una oportunidad inmejorable de coordinar comunitariamente una réplica.

Especulaba el poeta Friedrich Hölderlin que “donde hay peligro, crece lo que nos salva”. La política del hoy para dar respuestas efectivas no debe ser reaccionaria, sino auténtica, que a partir de nuestro fastidio se pueda articular un manifiesto sobre temas como la renta mundial, el acceso a la salud pública, el internet, la privacidad y el neolaborismo. Categorías que ya no parecen tanto de agenda ideológica, sino de vida o muerte. 

Pronto, tras la bruma, nos abrazaremos.

CARLOS CÁRDENAS GARCÍA

Abogado