El arca de la tristeza
En La vida en Costa Rica los esposos Biesanz apuntan que tanto “los ticos de la ciudad como los del campo se quejan de que durante la estación lluviosa su país es “muy triste””. Eran los años 40 y nuestro periodo de lluvias, según los habitantes de la época, constituía una especie de monzón de baja intensidad, un diluvio en chiquitico.
No eran los barreales donde morían esos bueyes azotados por el rencor de los toscos campesinos de fines del siglo XIX. Tampoco las llanuras del Caribe donde los baldazos azuzaban la terquedad de Federico García. Ni mucho menos las laderas hostiles donde la violenta escorrentía hace brotar quebradas estacionales y cabezas de agua que nos arrebatan amigos y parientes.
Yo, más bien, imagino ese país triste como La larga lluvia de Bradbury:
"La lluvia continuaba. Era una lluvia dura, una lluvia constante, una lluvia minuciosa y opresiva (...) Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras lluvias".
En mis recuerdos de infancia, también, llueve muchísimo. Lluvias de todo el día que reducen la humanidad a arcilla derruida. Lluvias obcecadas de grandes goterones que, tras muchas horas, se convierten en pelillo de gato.
Supongamos que mis recuerdos de infancia abarcan el periodo que va de mis 5 a mis 11 años. Según el Instituto Metereológico, en ese lapso, solo en una ocasión hubo fenómeno de La Niña (lo que supone un aumento drástico de las lluvias): era el año 88 y yo por entonces tenía siete años. Recuerdo, además de las lluvias y los Acuerdos de Paz, las noticias sobre el Huracán Juana: la catástrofe asumida como una sensación de abrigo y dulce hacinamiento en el cuarto de mis papás, las equis de maskin tape en los ventanales del segundo piso, focos, baterías, enlatados y la voz de mi abuelo diciendo “Acá no pasa nada, si acaso un baldazo, porque estamos metidos entre montañas”.
Llovió mucho a fines del año 88. Y también hubo muchas tormentas eléctricas. O al menos eso recuerdo. Enormes insectos de nube que avanzaban por el mundo con sus patas eléctricas y sus gritos roncos. En la Corte había un pararrayos y mi casa quedaba a menos de una cuadra de distancia. Era como si el monstruo insistiera en hundir sus patas en mi barrio, justo en el mismo sitio donde los vecinos jugaban fútbol.
En su historia del mundo en diez capítulos y medio, Julian Barnes se refiere humorísticamente al episodio del arca de Noé. Se trataba, según dice, no de un arca sino de toda una flota de barcos que estaba al mando de un “viejo bribón histérico con un problema de alcoholismo”. Y en cuanto a la duración del diluvio menciona: “¿Qué llovió cuarenta días y cuarenta noches? Bueno, naturalmente que no, eso no habría sido más que un verano inglés normal”.
Verano inglés o época de lluvias en la Costa Rica de los años cuarenta o de 1988. Da igual.
La carcoma polizonte que protagoniza el relato de Barnes recuerda el diluvio como un periodo de lluvia permanente de más de un año. De hecho, asegura, las aguas no bajaron sino hasta después de cuatro años y medio. Pero, quizás, recordar no es más que agregarle lluvia a nuestro tiempo acumulado.
Nuestras representaciones sociales del clima, pese a la persistencia de las evidencias y “los datos”, se resisten a incorporar nociones de cambio. Más que lo experiencial, predomina lo nostálgico. Nos sigue sorprendiendo un diciembre caluroso, o una tarde ventosa en octubre o un aguacero en febrero. Decir futuro hoy es casi un abuso. Pero, a lo mejor, en el futuro recordaremos este 2020 como muy lluvioso y la cuarentena como un Arca dirigida por un Noé que, como en el relato de Barnes, no pasaba de ser el mejor de un pésimo grupo.
FABIÁN COTO CHAVES
@fabicocha