Todos somos satanistas
La obra póstuma de Marc Bloch, Apología por la Historia, realiza una crítica fundamental al concepto del tiempo como elemento transversal del análisis histórico, advierte que la formación de la identidad histórica deviene de una observación introspectiva del pasado, basada en los códigos culturales del binomio inquisidor/acusado, que es tanto o más crudo que la disyuntiva misma entre el historiador y sus fuentes.
En ese sentido Carlo Ginzburg (2010, 374) acepta que “con algo de vergüenza descubrí, a parte de mi identificación emocional con las víctimas, una problemática identificación intelectual con los victimarios”, lo cual implica un juego fenoménico de identidades expresadas a través del lenguaje, en el que intervienen emociones y desencuentros marginalizantes, un anacronismo que exige secularidad pero que, más bien, se torna mundano y oprobioso.
La mutua exclusión a la luz de la riesgosa continuidad del universal subjetivo, plantea una verdad: todos somos satanistas, todos somos adversarios.
El dantesco infierno es ominoso, enorme, la Judecca caló hondo en la retórica fundamental de lo que consentimos como satánico, relacionándolo con lo reprochable y reprensible, dotándolo de un campo semántico que trasvierte la idea de lo grotesco e ilustra el concepto de “enemigo”; con ello asimilamos empáticamente un acervo axiológico y resistimos a todo lo que se erige como contrario. Lo contrario es lo injusto, lo proscrito de la posesión del Reino de Dios, un atrio cifrado que repulsa lo fornicario, lo idólatra, lo adúltero, lo homosexual (lo diferente) y que regurgita al ladrón, al avaro, al borracho y al licencioso.
Ideario que tuvo más de trescientos años para consolidarse en el imaginario colectivo y materializar la idea de Satanás monopólicamente, hasta la aparición de la obra miltoniana. El Paraíso Perdido, que repiensa la idea del enemigo, humaniza la oposición y dramatiza su historia hasta el punto de la identificación. Además dignifica la falibilidad a través de una negación del arrepentimiento, lo cual no es sino una expresión de la natural perfectibilidad humana.
Entender el número de hombre es una cuestión heurística, aún cuando concibamos la oposición como el enemigo u oposición como pluralidad, de ello depende la semántica política conflictual. Que la oposición sea el enemigo es una cuestión historiográfica o, como Marc Bloch diría, el problema de las fuentes: Satanás es el enemigo en la novela de la hegemonía.
Nuestra América Latina, tan aldeana, tan hipócrita, tan compradora de espejos, ha sabido reproducir de manera autosuficiente la condición de occidentalidad, sobre todo en cuanto a la apropiación de espacios vacíos. Es un hecho que la formación de lugares subversivos es resultado de la eterna pulsión pendular por la ostentación del poder, una dinámica que erosionó hondamente los alcances del Estado; acabamos sintiéndonos defraudados e ingenuos al confiar en nuestros gobiernos. Pero cómo no: ¡Maldito el hombre que confía en el hombre!
Esos espacios vacíos comenzaron a ser ocupados por una fe ciega ávida de poder: ahí donde el Estado no llega, llegan las iglesias. Donde las necesidades básicas no son satisfechas, ahí donde enviudaron los olvidados es más fácil creer en la promesa de que no se acabará la harina en la tinaja ni se agotará el aceite en la vasija. Weber tenía razón al predecir la capacidad reproductiva del protestantismo cuando estimó como su característica más importante su asociatividad mediante “afinidades colectivas” (Wahlverwandtschaften) o compatibilidad de caracteres.
El crecimiento y penetración del ideal evangélico es indiscutible, en la década de los 70 apenas un 4% de la población regional se identificaba como evangélica y ya para el año 2017 un 19% de la población adulta de la región se definía como protestante. Específicamente en Centroamérica, Honduras, Guatemala y Nicaragua, se muestran niveles superiores al 40% de identidad evangélica. Nuestras más recientes elecciones en Costa Rica se fraguaron en torno de cuestiones morales y no públicas y en Bolivia la autoproclamada presidenta es conocida por sus proximidades ultraconservadoras.
Tales afinidades colectivas, con su maquinaria de adoctrinamiento, son naturalmente efectivas, su agenda revela una portentosa facultad de representación de sectores muy disímiles, encontrando asidero en ella tanto quien tiene medios materiales como el que espera tenerlos, esto por cuanto es una distintiva señal de bendición la fruición material. Por el contrario el pobre sufre las consecuencias de sus reprochables decisiones vitales, las cuales lo condujeron hacia un estado de prosaica constricción económica solo explicable por un proceso de evolución y educación que proviene tácitamente de un dios-molino que se deleita en la alfarería.
Lo que Weber denomina el Espíritu del Capitalismo se diluyó, se tropicalizó transformándose en la doctrina de la prosperidad, según la cual quien no posee riquezas materiales, las adolece en virtud de un pretérita provocación a dios, que se pagará hasta tanto se entienda como tal. Y quien sí se encuentra bendecido tiene parte en la salvación. La “promesa” se constituye en una señal inequívoca de elección y predestinación, con el discriminante de que aún cuando se cumpla con las prerrogativas axiológicas de sus mandatos y no se consiga la riqueza material en esta tierra, habrá esperanza de mansiones en el cielo (una bofetada a la condición de pobreza).
Si bien la evolución histórica de las comunidades evangélicas en los distintos contextos nacionales y el origen de su incursión en la política son temas complejos, cabe preguntarse en qué medida podemos hablar de un protagonismo de “políticos evangélicos” o, más bien, de “evangélicos políticos”. De igual modo, es fundamental identificar las estrategias y políticas de los evangélicos en los distintos escenarios nacionales y aquellos temas que les han permitido consolidarse como una opción electoral relativamente exitosa.
Con independencia del devenir etiológico, es plausible afirmar que existe un franco peligro para la consolidación del ideal democrático, para la cohesión de nuestras sociedades y para la trascendencia de pluralidad y para la afirmación de los espacios de plena libertad para la otredad (cualquiera que ésta sea); esto por cuanto el prurito de poder (asociado irremediablemente a la idea de conquista, evangelización y toma de la “promesa”) no admite sino la posesión exclusiva de la verdad, no consiente la convivencia de una diversidad a menos que ésta acepte que, precisamente, su diversidad es patológica.
El camino de la apetencia de conquista, la exacerbación de la gran comisión, el bizarro sionismo y la fragua exegética monopolizante, conducen únicamente hacia el establecimiento de una seudo teocracia; no hay otra manera de salvar al mundo, de prepararlo para la parusía, que consagrar la vida pública para dios. Pero ¿quién es dios? Dios en este caso es una construcción antojadiza, un señor cínico que se encarga de juzgar de bien y mal todos los actos de quienes se le resisten, plutocrático y nepotista.
Tal propuesta no es ni siquiera compatible con el ideal de Jesús, el neopentecostalismo comete el error que ellos mismos reprocharan a los judíos (por no reconocer la categoría de Khristos, de Jesús), el cual es esperar un líder voluptuoso y espasmódico, más parecido a sus pretensiones separatistas. Aquellos prefirieron la violencia de un Barrabás violento, el “hombre fuerte” (tan conocido en América Latina), un sedicioso que nos invitara a la matanza del mundano imperio que nos oprime; antes que la pobreza y el selectivo e histriónico mutismo del hijo de una mujer de quien dudaban.
Resta entonces, como Milton, ser todos satanistas, los francos opositores de una pretensión teocrática confundida que culpa al pobre de su pobreza, que reproduce las exclusiones provocando una herida profunda en la urdimbre social latinoamericana y que justifica sus fallos so promesa de purgarlo todo en la otra vida o de perdonarlo todo en esta y olvidar.
LUIS CARLOS OLIVARES
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