Tau de ceniza

ALEJANDRO MARÍN

¿Por qué necesitamos llenar de signos irresistible e inoportunamente todo lo sólido del mundo igual que el cerealista esparce los granos por sus tierras? ¿Por qué usamos nuestros cuerpos como si fueran un libro? Nuestra piel, manchada recién salida del líquido amniótico, velluda desde la adolescencia, cicatrizada y arrugada en la vejez, es un palimpsesto; marcas queridas o involuntarias se graban sobre esa otra combinación alfabética, repetitiva y viviente que es el ADN. El abuelo de todo el continente se llamaba Cristóbal. Cruzó el Atlántico. Su nombre significa transportador de Cristo. Bajo la bandera real de la carabela desde donde divisó tierra el 12 de octubre de 1492 transportaba a Cristo. Esta aburrida y nueva y vieja provincia donde aprendimos a caminar y a leer es cubierta cada cierto tiempo por la ceniza de un volcán que nos desprecia. Nos despertamos y salimos; incorporamos nuestros significados a la súbita corriente de aire sin origen ni color que se expande a lo largo de la mañana soleada. Subimos las escaleras de la iglesia. Formamos una fila que avanza lentamente por el pasillo central en dirección al altar. No solo no bajamos la cabeza, sino que la levantamos. Nos enfrentamos al Cristo escarnecido con la frente en alto. El sacerdote nos marca con el pulgar una suave crucecita con ceniza tibia justo en el lugar del quiasma óptico. Mitad cruz, mitad imagen, mitad ji, mitad tau, es una carbonización, una estela, el pequeño relieve de un gesto destructor y devastador sobre la piel: garabato repetido cientos de veces al lado del cirio para recordarles a los hombres que el último de los dioses antiguos murió con los brazos abiertos y desmembrados, flanqueado por dos ladrones. Un comentario exegético del monje carolingio Haymon de Auxerre dice: “Marcad la frente de los que se lamentan con una tau de polvo. Les apaciguará la pena. Porque la letra tau forma una cruz y esa es la forma en la que Dios se dejó clavar cuando quiso morir para salvarnos. Aquellos marcados con la letra tau ya no tienen nada que temer de la letra theta. No deben temer los golpes del Arcángel”. La letra theta de los griegos abre la palabra thanatos, espantosa inicial, tatuaje de muerte. Esta letra theta, una vez grabada delante de un nombre en la lista de ostracismo en Atenas o de proscripción en Roma, suponía la eliminación inmediata del individuo anotado, allí donde estuviera escondido, sin peligro de represalias. Así es como el deleatur definió el signo que, colocado delante de otro signo, lo aboca a la muerte. Cayo Suetonio narra cuando el emperador Claudio, por ruego de un cortesano, borró la nota de infamia unida al nombre de un ciudadano que lo había ofendido. Los romanos de la época imperial empastaban con una fina capa de cera una tablilla de boj; una vez lisa y seca, practicaban incisiones escribiendo encima letras separadas unas de otras con ayuda de una punta de bronce o de hierro que recibía el nombre de stylus. Para borrar, daban vuelta al stylus y con la parte plana de la cuchilla metálica eliminaban la letra que no se quería más sobre la superficie mullida de la cera. Tiberio Claudio Druso cogió el registro, levantó el stylus y tachó con una raya la letra theta a un lado del condenado a muerte. Suetonio asegura que fue el momento en que el emperador dijo: Litura tamen extet! Quiero que el tachón permanezca. Durante todo el Miércoles de Ceniza está prohibido frotarse o quitarse la señal de muerte sobre las cejas.

ALEJANDRO MARÍN

Escritor y editor