¿Sueñan los poetas con gatos eléctricos?
Tengo sueños eléctricos se inicia con un viaje y cuenta la historia de otro viaje: el de una adolescente llamada Eva, hacia el mundo complejo, tierno y violento, de su padre. Las primeras imágenes de la ópera prima de Valentina Maurel nos ubican en el interior de un automóvil que atraviesa un barrio josefino. En la radio se escucha 500 millas, en la versión de Los Rufos. En el asiento trasero viajan Eva y su hermana y en el delantero sus padres, que viven uno de esos momentos oscuros del mundo adulto, cargado de silencios incómodos y gestos territoriales.
Poco después aumenta la tensión y aparecen la violencia y la sangre. Ahora suena en la radio la música de Peppino di Capri, que canta: “…y a ti, te subió a la cabeza. A mí, nada me interesaba...” En medio de la ambigüedad producida por lo que vemos y oímos durante esa primera escena, surge la impresión de que la música que viene de lejos hace referencia a un relato que se ha contado muchas veces de formas diversas y que esa mirada sobre la violencia, desprovista de juicios y certezas, es una declaración de intenciones.
Viajes, música y paternidad
La música que se escucha en Tengo sueños eléctricos ha recorrido un largo camino. 500 millas fue escrita originalmente en inglés, a inicios de los sesenta, por Hedy West. En 1962 fue cantada en francés por Richard Anthony. Cinco años después, el grupo costarricense los Rufos compuso la versión en español que aparece en la película e interpreta Luis Enrique Mejía Godoy. Recientemente fue grabada por Justin Timberlake, Carey Mulligan y Stark Sands, como parte de la banda sonora de la película Inside Llewyn Davis (2013), dirigida por los hermanos Coen.
Existe un gato viajero y desorientado en Inside Llewyn Davis llamado, no por casualidad, Ulises. Existe también un gato desorientado en Tengo sueños eléctricos, llamado Kwesi en honor a Linton Kwesi Johnson: el músico jamaiquino conocido como el padre de la poesía dub. La relación entre paternidad y poesía es esencial en Tengo sueños eléctricos. El padre poeta de Eva es su principal aliado; su cómplice en la búsqueda de un lugar en el mundo. El padre de Valentina, César Maurel, es el autor del poema que ha dado lugar al título de la película.
Por otra parte, no es difícil encontrar ecos del protagonista de Tengo sueños eléctricos en otras películas, como el padre que le falla a su familia en el momento decisivo en Fuerza mayor (2014), o el progenitor que está siempre fuera de lugar en Toni Erdmann (2016). Sin embargo, las referencias más significativas del largometraje costarricense aparecen en textos tan alejados en el tiempo y el espacio como He nacido pero… (1932): el filme dirigido por Yasujiro Ozu en el que dos niños descubren que su padre no es el héroe que imaginaban.
Eva idolatra a su padre, a pesar de sus cambios de humor y de la violencia que atraviesa sus acciones. Lo idolatra, tal vez porque Jung tenía razón cuando afirmó que el enamoramiento de la hija hacia el padre es un paso necesario dentro del proceso de crecimiento. O porque debe acercarse a él hasta descubrir que los adultos están en el fondo tan extraviados como ella y que la adolescencia es un estado que no se abandona nunca. Quedan muchos tal vez flotando en el aire denso de la película y probablemente ese es uno de sus propósitos: señalar los vacíos, las zonas grises y la incertidumbre.
Elogio de la duda
Tengo sueños eléctricos es una máquina de fabricar preguntas. De todo tipo: las complejas, las que no presentan ninguna respuesta a la vista y las que surgen de la asociación libre de ideas. ¿De dónde viene la violencia? ¿Cómo se propaga? ¿Se contagia como un virus o crece como un hongo bajo nuestros pies? ¿Es un rasgo de nuestras sociedades patriarcales? ¿Es la poesía un antídoto contra la violencia? ¿Sueñan los poetas con gatos eléctricos?
Como puede suponerse, ninguna de esas preguntas se responde en el largometraje dirigido por Valentina Maurel. Dudar significa tomar distancia de los tópicos, los prejuicios y los lugares comunes. Significa también preparar el terreno antes de decidir. “Dudar es dar un paso atrás, distanciarse de uno mismo y no ceder a la espontaneidad del primer impulso. Es una actitud reflexiva y prudente. Es la regla del intelecto que busca la respuesta más justa en cada caso”, afirma la filósofa española Victoria Camps, en un ensayo titulado Elogio de la duda (2016).
Conforme aparecen en la pantalla los créditos finales de Tengo sueños eléctricos, es inevitable caer en la tentación de interpretar el nombre de Valentina como una premonición de valentía. Es valiente zambullirse en las aguas pantanosas de las relaciones impropias o de la masturbación femenina, por ejemplo, y tomar partido por la incertidumbre. Es valiente elegir la duda y diseñar un espacio en el que cabemos los espectadores, con nuestras limitaciones y posibilidades reflexivas.
Tengo sueños eléctricos es una película de inusual agudeza, que disecciona las capas de nuestra realidad y nos ofrece la posibilidad de abrazar las contradicciones que conforman eso que llamamos vida. Es un texto tan árido como poético, que renuncia a la postura fácil de convencer a los convencidos y nos ofrece en cambio la posibilidad de ser a la vez la hija adolescente y el padre violento. Así, cuando abandonamos la sala de cine, nos hemos convertido en los extremos de un vínculo misterioso y entrañable. Al final de ese viaje iniciático somos también un gato desorientado llamado Kwesi.
JURGEN UREÑA
@jurgenurena