¿Por qué leemos literatura japonesa?

ALEJANDRO MARÍN

Este pequeño país en el que vivimos no ha tenido una personalidad literaria a la altura de Osamu Dazai o Kamo no Chōmei, por no decir Yukio Mishima o Yasunari Kawabata. Aun suponiendo que haya muchas personas tan ricas en conocimiento y talento como ellos, ¿en qué época de nuestra historia podríamos encontrar una personalidad como las suyas? Nuestro arte cojea tanto precisamente por la falta de personalidad de nuestros autores. Donde esta carencia muestra su carácter más nocivo es en la poesía actual, en la medida en que los distintos individuos que escriben parecen no encontrar ningún tema fuera de su débil personalidad. En el mejor de los casos eligen un tema que les concierne o que agrada su subjetividad, pero la idea de tomar un tema porque tiene relevancia histórica o moral, o simplemente porque constituye un tema poético por sí mismo, incluso aunque desagrade al autor, es algo que les resulta impensable. Ignoran o parecen ignorar que es la personalidad la que fundamenta la importancia del autor frente al público, y que lo más elevado y difícil en el arte es la captación de lo individual. Lo que da tanto valor a una novela como El Pabellón de Oro no es lo que tiene de japonesa, sino lo que hay en ella de Mishima. La grandeza de su autor se percibe en todo momento, escriba lo que escriba y por más que trate de rebajarse.

En un día de lucidez extrema Goethe definió el talento mediocre como aquel que vive atrapado en su época. El más grande de los autores alemanes destacó la necesidad de superar los límites temporales porque es evidente que el talento no debe restringirse a la geografía. Los grandes maestros del arte han sabido aprovechar el legado de sus predecesores y han cosechado los frutos de los mayores logros conseguidos antes de que ellos aparecieran en el mundo.

En nuestro caso particular son cada vez más las generaciones que con total facilidad se desembarazan de nuestra historia nacional y tratan de llenar este vacío con influencias extranjeras. Recurrir a lo extranjero es recurrir a la historia y a la filosofía; es raro encontrar hoy a un artista que se inspire en la religión o la mitología, lo que quizá también explique la pobreza de nuestro arte. Conociendo nuestras limitaciones como personas nacidas en este lado del mundo, a menudo abrazamos la historia oriental porque nuestra historia primitiva es demasiado oscura y la de nuestros días carece totalmente de grandeza. Resulta imposible imaginar cómo escribiríamos si nuestros registros conservaran lo que se producía literariamente en el Delta del Diquís en el siglo V. En Japón, en cambio, las mayores hazañas de la actualidad son irrelevantes comparadas con lo que sucedió hace mil o mil quinientos años. Frente a esta tradición, los anales de nuestros ancestros resultan vergonzosos.

Dicho esto, ¿por qué una persona se especializa en la literatura de Japón en lugar de la de otras naciones cuyos autores no desmerecen en comparación con los grandes maestros de los kanjis? Ciudades como Londres, Roma, La Habana, Weimar, París y Córdoba han engendrado personalidades literarias que podrían desafiar a un combate literario al más grande autor en lengua japonesa. Sin embargo, solo Japón tiene samuráis, haiku, shibari, ukiyo-e, geishas, danza butō y teatro nō. A todas estas manifestaciones artísticas hay que añadir que Japón es el único pueblo que ha sido devastado por un ataque atómico. Psicólogos, historiadores y sociólogos a menudo han estudiado las consecuencias de las bombas de Hiroshima y Nagasaki; a la crítica literaria le ha faltado el mismo empeño. No comprendo por qué se pasa por alto su impacto para quienes se dedican al arte. Tal vez éste sea un hecho que alcanza su fuerza más abrumadora y se comunica de inmediato y con mayor evidencia a una generación cuyos únicos bombardeos son las esporádicas lluvias de ceniza volcánica. En esta provincia sumisa y pacifista en la que aprendimos a caminar y a leer, falta fuerza y educación militar; nunca hemos escuchado las órdenes de un general, ni siquiera las de un capitán; no tenemos una épica que memorizar, y es por eso que toda la estética marcial nos fascina.

Algunos hemos sido capaces de apreciar la literatura japonesa de manera distinta a la de sus habitantes, y tal vez hayamos aprendido a juzgar sus méritos en algunos aspectos mejor que ellos mismos. Hemos sabido valorar sus obras por la rareza que suponen y por lo que pueden enseñarnos acerca de nuestra propia interpretación del mundo. Cuando visitamos el extremo Oriente, aspectos como la decidida inmanencia de la dinastía imperial y los rituales sintoístas permiten con demasiada frecuencia penetrar en el corazón de nuestra propia cultura. Subrayar todo lo que separa sus prácticas de las nuestras y todo lo que esta distancia nos enseña de nosotros mismos es una de las razones que hace su estudio tan fascinante. Discutiendo todo lo que nos concierne poco o nada, llegamos, por contraste, a captar el sentido moderno y occidental que sus palabras encierran.

Esto es posible gracias a que las situaciones vitales son las mismas en todas partes. Es precisamente esa igualdad vital y sentimental la que permite comprender las manifestaciones culturales de otros pueblos. De no ser así, nunca sabríamos de qué habla el arte extranjero. Cualquier personaje, por muy peculiar que sea, y cualquier cosa que queramos representar, desde una rana en un estanque hasta la agonía de un amor, tiene un carácter universal, ya que todo se repite y no hay nada en el mundo que exista una sola vez.

Nuestra japonología también se nutre de un extraño deseo de conservación. Desde su nacimiento, la Tierra del Sol Naciente ha creído que perecerá, que, luego de alcanzar cierto apogeo, sobrevendrá el descenso de su imperio y su final. Hace más de cien años, sin embargo, Lafcadio Hearn negó que el Japón tradicional estuviera desapareciendo a gran velocidad, y posiblemente también tenía razón cuando presagió que nunca llegará a desaparecer del todo. A pesar del siglo XX, que inventó las guerras “mundiales”, los campeonatos “mundiales”, la globalización del mercado, los Derechos Humanos, los satélites, el rating y el universo virtual, el Japón antiguo y milenario persiste en sus templos, en sus tradiciones, en sus hábitos, en el corazón de los hogares de su gente. Lo que quizá llegue a desaparecer, dice Hearn, son las personas que saben dónde buscarlo. Tanto los expertos como los diletantes occidentales aspiramos a convertirnos en uno de los últimos testigos de la pobre belleza del Japón antiguo. Cayendo en el mismo anacronismo que nos lleva a pensar que las pinturas de Lascaux y Chauvet nos pertenecen, pretendemos resguardar la esencia del pueblo japonés como si fuera una flor en peligro de extinción.

El tercer motivo del interés que despierta Oriente es el más personal y el menos honroso: el exotismo está motivado por la vanidad. Quien elige un objeto de estudio exótico se convierte él mismo en cierta medida en exótico y consigue hacerse más interesante. Es lord Byron posando con yatagán y turbante. Es Gauguin en las Antillas. Es Washington Irving encerrado en La Alhambra. Si alguien cree que es degradar a las musas servirse de ellas como medio de ostentación, es porque nunca ha sentido la necesidad de destacar el propio yo y ponerlo de manifiesto frente a los demás. Lo verdaderamente ridículo es que solo seamos capaces de mostrar nuestra individualidad con todo su esplendor.

Es cierto que un artista experimenta el deseo irreprimible de sentirse eficaz y dueño de su propia conducta; hay una euforia indecible en llevar la energía vital hasta el límite y, sin duda alguna, introducir cambios en el mundo y conseguir grandes resultados con medios pequeños da una enorme satisfacción. Pero me niego a creer que un artista se mueva motivado por otro afán que no sea mostrar su individualidad; incluso en la desintegración en medio de una multitud furiosa lo que más furiosamente se manifiesta es la individualidad.

A principios del siglo XIX, el camino que habían tomado los intelectuales de su país obligó a Chateaubriand a manifestarse en contra de las ideas de Voltaire, que habían corrompido a toda Francia. Sopesando la fama que había alcanzado gracias a su publicación más querida, y sospechando que la posteridad habría de recordar su nombre solo por estar emparejado a ese título, el escritor de Saint-Malo resumió sus logros en una frase solemne, porque su estilo es solemne: “Me convertí en el autor de El genio del cristianismo”.

François-René de Chateaubriand se convirtió en autor.

Todo autor se convierte.

Escribir una obra que forme parte de la historia de la literatura universal implica una conversión tan crucial como la del licántropo o la del creyente que adopta una religión nueva. Parece algo ajeno a la voluntad, pero convertirse no es una voz pasiva: es un verbo reflejo. Hay que tener voluntad para coger la pluma y escribir una obra como El genio del cristianismo.

Tal vez exista algo parecido a un compromiso con la verdad y una preocupación por el bienestar de las sociedades humanas. Pero la cuestión es más sencilla de lo que parece: todo autor trabaja con la intención de potenciar el self. Solo un hipócrita o un puritano puede defender la idea de que un autor hace literatura y un artista hace arte para ampliar el sentido de la vida. La frase ampliar el sentido de la vida es falsa: no amplía nada, no ofrece ningún sentido nuevo para el mundo real. Mientras se deje dominar por el pudor, un artista negará las razones profundas de su trabajo. Yo entregué a la creación artística el control de mi existencia porque de esa manera puedo impresionar a posibles parejas sexuales y motivar la fidelidad y el respeto de mis amistades. Salvo algunas raras excepciones, esta es la historia de las intenciones de los artistas. Por eso sostengo que mejorar el mundo o ampliar el sentido de la vida es la máscara del engreído que dice "fui yo –y no otro– el primero que trajo luz a esta cueva".

Confieso que he sido lector de traducciones y que he pecado mucho. No hablo la lengua de ese hermoso país que fue aliado de los nazis. No conozco la otra orilla del Pacífico. Mi amor por la literatura encierra un profundo aprecio por las personas que escribieron los libros que amo. Mejor dicho: por los cuerpos de los cuales huyeron esas palabras desgarradoras y terriblemente premeditadas que me arrancaron los gritos más desesperados de mi vida.

Creo en los autores porque creo en los libros, no al revés.

Mi manera de leer es la forma en que profeso devoción por aquellos que supieron emocionarme y distraerme de la suciedad y el tedio que irradia el mundo real. Llamo autor a quien arriesga su reputación por unas ideas que no son del todo suyas. Llamo estilo a lo que hay de individualidad en una obra.

Las ideas pueden convencer. Pero el estilo seduce.

Nunca perdoné a mis amantes no haberse enamorado de mí por mi estilo.

Comúnmente se afirma que la verdadera belleza pertenece a todas las épocas. Quizás sea así para la belleza del sentimiento y del pensamiento, no para la del estilo. El estilo tiene una tierra natal y un sol y un cielo que le son propios. Cuanto más íntimo, individual o nacional sea un talento, más se escapan sus misterios para un espíritu extranjero. Es un error considerarse un juez competente de los productos culturales de otros pueblos. Tarde o temprano uno lamenta no ser compatriota ni contemporáneo de los acentos que malinterpreta o no comprende a cabalidad. Con demasiada frecuencia adoramos lo que los japoneses desprecian de sus obras y despreciamos las que ellos consideran sus virtudes más elevadas.

El problema de los que son demasiado diletantes o autodidactas es que no reconocen las dificultades que entrañan muchas de sus empresas. Constantemente se empeñan en tareas para las que no tienen suficiente habilidad o experiencia. Desde nuestro lugar debemos admitir que en la cultura japonesa hay para nosotros una parte accesible y otra que permanecerá oculta. Es necesario distinguir entre estas dos partes y tenerlas presentes en todo momento. Aun conociendo su existencia, será difícil determinar dónde comienza una y acaba la otra. Lo japonés, no importa cuánto se estudie, ni cuán poderosa sea la inmersión del estudiante, siempre constituirá un enigma para quien, guiado por resplandores inciertos, atraviesa un puente cubierto por una niebla que impide ver lo que hay más allá.

ALEJANDRO MARÍN

Escritor y editor