Señor de sí mismo
ALEJANDRO MARÍN
Después de cumplir cincuenta años, el poeta y músico imperial Kamo no Chōmei se convirtió al budismo y se refugió en las colinas de Toyama.
Su cabaña, que él mismo construyó, cubría solo tres metros cuadrados.
Renunció al mundo, pero no a la música; sus únicos amigos fueron sus instrumentos y los paisajes que le ofrecían las estaciones.
“Para mí un paisaje”, escribió Monet en su diario, “no tiene la menor existencia como tal paisaje, ya que su aspecto cambia a cada momento. El color, un color, no dura ni un segundo; a veces, tres o cuatro minutos como mucho. ¿Qué se puede pintar en tres o cuatro minutos?”.
Nuestra palabra “paisaje” proviene del francés “pays”, que significa territorio rural, campo.
En la cultura del Lejano Oriente, que está centrada en la caducidad y la transitoriedad de todas las cosas, más que en la identidad y la constancia, la palabra “paisaje” se traduce literalmente como “aspecto del viento”.
La lengua japonesa despoja al paisaje de su terrenalidad, desaloja aquello que es inherente a la tierra, retira lo fijo del campo. Los ojos de Kamo no Chōmei no veían paisajes: visitaban ventajes sin límite.
"Escudriñar" y "escrutar" comparten una raíz etimológica que liga su significado al viaje. Originalmente, estas palabras referían la visita de un lugar. Pasear la mirada por un paisaje es recorrerlo; la vista lo experimenta. "Experiencia" significa lo mismo: lo ocurrido en un viaje.
Cuando Monet pintó el Sena eligió el mismo tema de miles de artistas antes que él. La diferencia estaba en la percepción. Escudriñar el ventaje es auscultar el panorama del viento. No es una contemplación pasiva; el nous poietikos (entendimiento poético) hace sugerente lo común y cotidiano. Es un procedimiento contrario a la iluminación budista, que conduce de súbito a una “evagatio mentis” particular.
Hay enfermos que no pueden dirigir sus actividades mentales. Vagan de un estímulo a otro. Los impulsos captan su atención, pero ninguno la fija. Es la “evagatio mentis”. El errar de la conciencia por un paisaje donde nada la retiene, nada la sujeta.
Buda predicó una iluminación (satori) en la que la conciencia se libera, rompe sus cadenas, se suelta. El sujeto que no sujeta nada deja de ser sujetado.
Ocho bienes materiales acompañaron a Chōmei en su retiro: tres figuras religiosas (Amida, Fugen y Fudō Myō-ō), dos instrumentos musicales (un koto y una biwa), tres cestos llenos con libros de poesía y música.
En la tradición de los eremitas orientales, aislarse del mundo no se distingue de componer poemas o tocar música entre piedras y flores. La vida retirada es inseparable de las ocupaciones artísticas como la poesía y la música.
El que no tenía a quién comunicar sus pensamientos escribió.
El que no tenía audiencia tocó la biwa para sus oídos.
El entusiasmo creador fue más grande que la fugacidad de lo creado.
El hombre que renunció a su posición social se preguntó en Hōjōki o Pensamientos desde mi cabaña si su abandono y su compromiso vital eran sinceros y completos: “Donde sea que vivamos y hagamos lo que hagamos, ¿es posible acaso que por un solo instante hallemos cómo descansar nuestro cuerpo y cómo apaciguar nuestro corazón? Es mucho mejor, por tanto, ser el sirviente de uno mismo”.
Un antiguo refrán normando niega que el objetivo de la vida humana sea la virtud, la fecundidad, la riqueza o el reconocimiento social. La meta de los años ha de ser volverse el señor de uno mismo.
El Dhammapada (XII, 160) dice que siguiendo el ejemplo de Buda “solo uno puede ser el señor de uno mismo. ¿Qué otro, desde afuera, podría ser su señor?”
Ignoro el término con que Chōmei habla de ser el sirviente de sí mismo; no poseo una edición en su lengua original. El traductor eligió el término contrario –totalmente contrario– al que usa el Dhammapada y que en normando se dice “sire de se”. Explorar los matices de esta distinción, hallar su equivalencia castellana, apostólica, occidental, contemporánea es un divertimento filológico, un ensayo filosófico.
¿Qué ganamos con la completa renuncia de los vínculos familiares y sociales?
Los antiguos griegos hablaban de autonomía cuando un hombre ignoraba las leyes (nomoi) de la polis para guiarse por la propia (autos nomos). Este vivir al margen es ostentoso. Amarse, complacerse, servirse no se diferencian de aislarse. El corazón narcisista se regocija en su ermita: todo lo que necesita lo encuentra en sí mismo.
A diferencia del sintoísmo, una religión cuyo culto se centra en la reglamentación de la vida social, la doctrina de Buda, cuyo principal objetivo es dar respuesta al problema de la salvación personal, contempla el ascetismo. La visión del vacío que persigue el budista niega toda posibilidad de regreso sobre sí mismo. Deja al autos sin espejo. El budismo es la renuncia al deseo (tṛṣṇā, literalmente, sed) tanto de existencia como de no existencia. Su desprendimiento es el no querer; ni siquiera puede confiarse a sí mismo lo que quiere; ni siquiera puede querer el no querer. Pero por más abstracción, por más ensimismamiento, la exterioridad objetiva del ser iluminado es la de un cuerpo postrado. Por eso se aísla. No ser visto permite dejar de disimular. Lo dijo el pueblo romano: Quae non sum, simulo; quae sum, dissimulo. Simulo lo que no soy, disimulo lo que soy.
Cuando el nivel de cloruro sódico en el medio extracelular sube, el hombre y la mujer sienten sed. Los científicos han comprobado que una pequeñísima cantidad de sodio inyectada en el hipotálamo de un animal lo lleva a beber una cantidad ingente de agua.
Fenomenológicamente la sed es la conciencia de una falta.
Los lingüistas aseguran que la raíz de la palabra “hombre” en indoeuropeo significa “sed”. Hace miles de años, antes que Spinoza (“la esencia del hombre es el deseo”) y antes que Aristóteles (“El hombre es una inteligencia deseante o un deseo inteligente”), el indoeuropeo se identificó con la sed terca, irrestañable, dominante, conflictiva, y concluyó que la condición natural del ser humano es sitibunda y que su cultura es consustancialmente deseante.
Aun cuando ha saciado su deseo de agua, el ser humano es un animal sediento.
¿Qué nos exige renunciar al mundo? La religión, el desencanto, la misantropía, el duelo, el crimen, el déspota, la deshonra, la enfermedad, la creación artística.
También el amor exige renunciar al mundo.
Todos los amantes se aíslan.
La elección en el amor es simple. Me ama: me aislo con otro. No me ama: me aislo en mí mismo.
El budismo asegura que hay un momento en que la primera persona desaparece. Es el momento en que la Iluminación irrumpe.
Hay una etapa en toda vida en que se siente una exaltación incordiante frente a otro. Entonces el proyecto de vida se interrumpe y se transforma. Se deja de hablar en singular y se descubre un matiz placentero, desconcertante, peligroso, crucial, en la palabra “nosotros”.
Es el flechazo.
Con todo el mundo por delante, una persona, esa persona, se ilumina.
Sigo pensando que el mundo se acabó de una manera súbita, irreversible, desesperada, fascinante, el 21 de diciembre de 2012.
La unidad más larga del sistema calendárico maya (144 000 días) recibe el nombre de baktun. Los mayas vaticinaron el fin del mundo el último día del decimotercer baktun.
Ese día fue el solsticio de invierno del año 2012.
Pronto acabaría el año, pero antes llegaría el final de los tiempos.
No tenía miedo del fin del mundo –nadie lo tenía–, pero me angustiaba que todo acabara antes de haberme lanzado a lo terrible. Estaba tan consternado que deseaba vivir para siempre. ¿Cómo hablar de tiempo, no de eternidad, si yo estaba enamorado? Esa mujer que amé hace unos años ya no existe en este mundo –ni en ningún otro–, pero algo de ella habita todavía en mi cuerpo. Todo ser amado fluye en el cuerpo de su amante. Su cauce no tiene desembocadura desde el momento en que aceptó fluir en él.
Ella no apreciaba el sexo que la contingencia o el nacimiento le habían deparado. No se dejaba intimidar. Nunca bajaba la cabeza. Se hacía escuchar por todos. Era más impúdica que sensual. Tenía inclinación por la nostalgia y una elocuencia anecdótica, que la forzaba a describir en exceso, incluso hasta la desesperación, los detalles más insignificantes para eludir los caminos comprometedores de sus vivencias. Yo la dejaba hablar sin cuestionamientos. No sabía lo que en realidad pensaba. Nunca supe lo que sentía cuando la abrazaba. Sigo preguntándome cuál era su verdadera naturaleza, por eso esta descripción es exigua. Sé que nunca la poseí porque nada se tiene poseyendo a una mujer. Nada se penetra cuando se penetra una mujer. Pero recuerdo con claridad la noche inaprensible y la voz trémula con que dijo sí. Comenzamos a ser novios el día que los mayas vaticinaron el fin del mundo.
Los que se aman salen juntos de este mundo.
La lengua popular ha consagrado las expresiones “están saliendo”, “salen juntos”. Cada amante coge unas manos para desaislarse. Se acerca al otro más de lo que puede hacerlo el lenguaje, la mano, el sexo, la boca. La intimidad peligrosa y absolutamente apasionante del sexo no es un sacrificio o una prueba de amor. La reclusión de todos los demás, de todo lo demás, es la condición de vida o muerte del amor.
Los amantes saben de dónde parten, pero nadie sabe a dónde van juntos en el coito (co-ire). No es en sociedad donde encuentran gozo. Se van de repente. Parten. Salen (ex-ire).
Salir de uno mismo, en griego, se dice “ekstasis”; en latín, “existentia”.
El punto cúspide, lo súbito (sub-ire) del co-ire es el orgasmo. Ese instante es más brusco que cualquier presente. Es el júbilo de la inmanencia.
En la doctrina de Buda satori no designa ningún arrobamiento.
El sujeto que vive sometido a las leyes sociales no es su señor. A lo sumo puede aspirar a convertirse en sirviente de sí mismo, pues si ha de acatar órdenes, más vale que sean propias. Este es el credo de Kamo no Chōmei.
El sujeto que vive sometido a la ley del amor va en pos del poder para abdicar del poder. Es señor y sirviente, víctima y verdugo, dios e idólatra, es vencedor y es vencido.
El amor es el vínculo antisocial, no la guerra.
La guerra (la caza primigenia) formó la sociedad.
Para la sociedad, el enemigo es la anocoresis de la pareja incógnita, no reconocida, no casada, no detectable.
Si la pareja es descubierta, su único final feliz es la muerte conjunta.
La reclusión más antigua del cuerpo es el vientre materno. Una vez desgarrado, no puede volver a entrar por más que empuje. Por más que empuje, no volverá a una reclusión tan íntima como en su primera casa.
Salir del útero, romper un abrazo, ser expulsado del paraíso no se distinguen entre sí.
ALEJANDRO MARÍN
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