Entre la pandemia y el pandemonio
JURGEN UREÑA
Hace apenas un par de semanas, la Organización Mundial de la Salud (OMS) consideró que el brote del nuevo coronavirus había alcanzado la categoría de pandemia. Desde entonces, el virus nos pertenece a todos. A nosotros, a los unos y a los otros: a quienes se cuidan mediante el claustro riguroso y a quienes aprovechan que en esta parte del mundo es verano y el tráfico es inusualmente fluido para viajar a la playa y mejorar su bronceado.
Pandemia y pandemonio están muy cerca. Demasiado cerca. Hoy, millones de seres humanos vivimos bajo la sombra larga de Agramón: el demonio del miedo, tal como lo consigna el curioso Diccionario de demonios y conceptos afines (2005) que escribió el mexicano Ernesto Garibay. Hoy es fácil imaginar que el 2020 no será recordado como un momento breve en el tiempo sino como un lugar expandido en el espacio. El lugar en el que viven todos los demonios. Ya lo hemos visto.
Hemos visto ciudades vacías llenas de incertidumbre, países divididos entre sectores que se demonizan sin tregua conforme avanza la crisis y empresarios que han corrido aterrorizados, defendiendo el dinero antes que la integridad de sus trabajadores. Hemos visto a los aficionados a las teorías conspiratorias debatirse entre la epidemia selectiva que pretende acabar con los más viejos, el movimiento estratégico diseñado por los chinos para dominar el mundo, el virus capitalista diseñado en un laboratorio suizo y sus múltiples permutaciones.
“Se verán cosas peores”, afirman los líderes religiosos que celebran el apocalipsis con la Biblia en alto. Hemos visto también el futuro: hace tres semanas leíamos los periódicos italianos como se leen hoy los periódicos españoles, como se leerán mañana los periódicos nuestros. En 1992, el canadiense Leonard Cohen cantaba: “las cosas van a deslizarse en todas las direcciones. No habrá nada que podamos medir otra vez.” Ese visionario poema se titulaba, por supuesto, El futuro.
Fortaleza y populismo
Existen también los espíritus fuertes, que no sucumben ante las amenazas del demonio del miedo. Se han manifestado durante las últimas semanas. Hemos visto a algunas empresas que donan parte de los alimentos que producen a quienes los necesitan y a otras que ofrecen sus vehículos para repartir medicamentos entre los pacientes de los sistemas de salud pública. Hemos visto, en la primera línea, a los médicos, enfermeros y profesionales de la salud: abnegados e imprescindibles. Todavía no sabemos cuánto les debemos.
Hemos visto las nuevas rutas de los vuelos humanitarios, dedicados a repartir medicinas y víveres y a repatriar a miles de personas. Hemos visto familias que se acompañan a la distancia, desde el claustro y con el apoyo de las llamadas tecnologías virtuales. Hemos visto gobernantes generosos y comprensivos, como el primer ministro portugués, António Costa, que ha decidido regularizar a todos los inmigrantes que tenían pendiente la autorización de residencia, de forma que puedan acceder a los servicios de salud pública.
También hemos visto a los líderes populistas, que han despreciado la voz de la ciencia y han desestimado la amenaza que supone el coronavirus. Los hemos visto, con sus abrazos cargados de ignorancia y exhibicionismo. A los Bolsonaros, Ortegas y Trumps, que han dejado a la deriva a millones de ciudadanos que hoy podrían preguntarse ¿dónde ha estado el Estado? Ya responderán con calma a esa pregunta.
Costa Rica confirma que existen también los gobernantes comprometidos con su labor y los ciudadanos que difunden de manera irresponsable el contagio en el otro. En San José, sólo durante la noche del pasado sábado 28 de marzo, el Ministerio de Seguridad Pública (MSP) reportó un total de 616 personas que fueron multadas por violar la restricción vehicular sanitaria impuesta para enfrentar al coronavirus. Dieciséis de ellos conducían en estado de ebriedad.
¿Creerán esos conductores que están fuera del alcance del coronavirus y que no pueden contagiarlo, gracias a que el gobierno costarricense hizo volar a la Virgen de Los Ángeles sobre sus cabezas el fin de semana anterior? ¿Lo creerán porque tuvieron oportunidad de ver esas imágenes en los principales medios informativos del país? Esta es sólo una hipótesis entre muchas posibles. Una idea al aire que, sin embargo, conviene desarrollar.
No es necesario preguntarle a ningún costarricense cómo se ve la Virgen de Los Ángeles porque conoce esa imagen desde la infancia. Sin embargo, ¿cómo es el coronavirus? ¿A qué se parece?
Lo que hoy llamamos familiarmente coronavirus, como si hubiese estado siempre ahí, no tiene una forma definida. Ese es, tal vez, el problema de fondo. En una cultura que está dominada por lo visible, aquello que no se ve no existe. La ecuación que podría explicar el reciente irrespeto a las medidas sanitarias en nuestro país es asombrosamente básica: muchos vieron a la Virgen de Los Ángeles en avioneta pero no ven al coronavirus. Para ellos no existe. No le temen.
La Edad Media, otra vez
El ministro de Salud costarricense, Daniel Salas, ha pedido a la población que permanezca en sus casas de manera tan clara y repetida que probablemente, a partir de mañana, comenzará a hacerlo en chino. O en lenguas. Más allá de que existe un cierto número de personas que debe salir a la calle para que la mayoría permanezca en sus casas, es evidente que el mensaje del ministro de Salud no ha calado en la población y que el ciclo vital de la crisis no se ha comprendido suficientemente.
Ese ciclo podría resumirse así: cuanto menor es la cantidad de personas que respeta el confinamiento, mayor es el número de contagios y muertes. A mayor número de contagios, menor es el número de camas disponibles en los hospitales y centros de salud, lo que a su vez traerá consigo un mayor número de días de cuarentena.
Cuanto más extenso es el tiempo de la cuarentena, menor es la cantidad de dinero disponible. Conforme disminuyen el dinero y el trabajo aumentan el hambre, la delincuencia, la deserción escolar y los múltiples problemas sociales que surgen del empobrecimiento. ¿Cómo nos alejamos de este paisaje postapocalíptico? Quedándonos en la casa durante la cuarentena. Es tan simple como indispensable.
La necesidad de hacer reconocible el virus supone la incorporación de una nueva imagen a las múltiples visiones que nos ha ofrecido la pandemia del coronavirus. Este es un procedimiento al que hemos recurrido al menos desde la Edad Media, cuando le conferíamos al demonio una forma concreta con el propósito de hacerlo visible. Esa imagen sería una pieza estratégica en nuestro kit de supervivencia en tiempos de crisis.
¿Quién se anima a diseñar a esta nueva criatura del pandemonio nuestro de cada día? Después de todo, puede ser divertido sumar a las visiones de la pandemia la imagen de un huevo frito gigante, verde, azul o rojo, con los ojos enardecidos y los mínimos tentáculos enervados. Queda en el aire la idea. Como el virus.
JURGEN UREÑA
Cineasta