Revenar: del sentimiento jimeniano de la vida
KENNETH CALDERÓN
Que nadie hable hoy de Max Jiménez posiblemente se deba a que es de sobra conocido que fue uno de los artistas centroamericanos más importantes de la primera mitad del siglo XX. O quizás sea porque todos conocemos la admiración y respeto que le profesaron Asturias, Mistral o Siqueiros. Tal vez porque es de conocimiento popular la mítica historia del atelier de la rue Vercingetorix, símbolo de la hermandad que gestó con César Vallejo. O quizás no sea por eso. Probablemente su invisibilización sea por las mismas razones por las que se ignora a los grandes creadores y creadoras de siglo xx de este país: el olvido y omisión revanchista, casi patológica, de esta nación desmemoriada (la cual, creo, le inspiró la candelilla 45). En toda caso, como escribió Asturias: Max es un “artista resistente al tiempo y al olvido” (Cortés). Sin darnos cuenta reaparece su monumental figura y su obra, siempre atenta a dialogar con la persona que se encuentre con ella. En estos apuntes me interesa conversar acerca de una pequeña hebra de la misma: Revenar.
Los que se han acercado a la obra de Jiménez, sabrán que una de sus características fue la capacidad de cultivar varias disciplinas artísticas. Con respecto al grabado, casi la totalidad de su producción estuvo vinculado a la creación de su literatura: los textos narrativos, El domador de pulgas (1936) y El Jaúl (1937), y el poemario Revenar (1936). Sus xilografías, como anota el historiador Efraín Hernández en Tinta y Papel (2018), obtienen su fuerza expresiva gracias a tres aspectos formales: “la expresión lineal, la intensidad del trazo y el dibujo que busca una comunicación directa” (p.77). En Jiménez los grabados no son meras estampas decorativas, amplían las dimensiones afectivas y dramáticas de los textos. Este torrente expresionista, lo grotesco y visceral, está en sintonía con las tesis que atraviesan su literatura. Con respecto a esto, probablemente El Jaúl sea el mejor ejemplo del diálogo imagen-texto. Cabe destacar que para esos años se publicó en Costa Rica el icónico Álbum de grabados del 1934 y, a raíz del “éxito” que tuvo, se comienza a ilustrar con grabados a las producciones editoriales.
A diferencia de los textos narrativos, en Revenar (1936) las ilustraciones están insertas en los poemas. Los diseños funcionan como capitulares a la usanza de los manuscritos iluminados. Lo anterior no es un dato menor si se consideran los temas que aparecen en el poemario.
Un poemario y una propuesta
Revenar (1936) es la culminación de un proceso poético que comienza siete años antes con la publicación de Gleba (1929), y continúa con Sonaja (1930), Quijongo (1933) y Poesía (1936). A grandes rasgos, las mismas inquietudes poética se mantendrán a lo largo de los años, pero sin agotar las reflexiones y posibilidades estéticas. En Revenar el epígrafe y prólogo funcionan como programadores de símbolos que se proyectarán a lo largo de la obra: la definición de Revenar, “cuando retoña el tronco del árbol que ha sido cortado”, la apuesta por un camino para “ir más allá de la muerte”, o el epígrafe de la memoria como “buitre de pesares”, preparan el camino al lector.
El yo poético reflexiona acerca de la experiencia de la vida, el paso ineludible del tiempo que culmina con una vejez impregnada de recuerdos y sufrimiento: “Y el cabello que es negro / ya de dolor es cano” (Figura humana). Esta reflexión se alinea también con la herencia de los vanitas en “Viajero sin puerto” y en “De la indiferencia”, donde se configura la vida como una letanía vacía.
Este Sentimiento trágico de la vida es acompañado por el correlato de la muerte en “La luz perdida” o en “Los tristes”. De la muerte como “culminación”, se desprende la reflexión entorno a ella: es la que acecha en “Mi pueblo”, la que se hace presente como analogía en “Cosas parecidas a la muerte”, o en “Pasos de Memoria", donde el recuerdo de los ausentes siguen habitando en los espacios. Nos encontramos, como ya lo anotó Chase, ante una estética de la muerte.
La evocación de estas imágenes se emplean con el afán “perdurar y trascender”, no evadir la muerte, sino enfrentarla poéticamente, y así posibilitar su revenar: retoñar después de haber sido cortado. La poesía como un medio para dominar la muerte, “su actitud poética más auténtica”, como mencionó Macaya Lahmann.
A lo largo del poemario Jiménez utiliza una serie de narrativas y símbolos procedentes del imaginario judeo-cristiano: el dintel ensangrentado, la pasión, resurrección y ascensión; quizás, paradigmas del revenar anhelado. Claro está, no estamos frente a una Noche oscura del alma, pero si entabla, en el urdimbre de signos, un diálogo con esa tradición.
Ahora bien, ante la tragedia de la vida la creación poética, como ya se mencionó, se presenta como una forma de encarar y trascender la muerte, una apuesta de fe y esperanza, que resuena a aquella noción unamuniana de que creer es crear y esperar: creemos porque esperamos, y esperamos porque creamos. “La fe es, pues, si no potencia creativa, flor de la voluntad, y su oficio crear. La fe crea, en cierto modo, su objeto” (Del sentimiento trágico de la vida, p.205). En su ensayo Unamuno discute acerca del problema la fe, y, en la cita anterior, la sugerente idea de Dios como creación del anhelo del ser humano. Para él, creer es crear lo que no vemos. Por su parte Jiménez aborda un problema estético a través de una “apuesta de fe”, ya mencionado en el prefacio: “creo que el misticismo es el camino para ir más allá de la muerte”. Pero ese camino lo forma en su “arte por el arte”, que anotá también en el prefacio: “la noble” capacidad de la imagen y la palabra para significar y trascender la realidad, un acto de fe: crear lo que no vemos. Siguiendo el ejercicio: si para el bilbaíno creer en Dios es “en primera instancia al menos, querer que le haya, anhelar la existencia” (p.199), para Jiménez el creer-crear se podría vincular a un anhelo de ser más humano y profundo (Chase), vivir en toda su dimensión, esa vida que no cabe en una tumba: “¡Abrid más ese hueco! / ¿No veis que allí no cabe lo que ha sido mi vida?” (La última súplica).
Un trazo del arco iris sin color
Tres años antes de este poemario, escribía Jiménez en “Renuevo”: “¿A dónde irás cuando tú mueras? / A donde están las cosas por nacer”. La noción de prevalecer sobre la muerte: renacer a pesar de que el tronco sea cortado. Pero en “Arco iris sin color”, perteneciente a Revenar, aquella esperanza parece diluirse.
Como se anotó arriba, el grabado se integra al texto, no solo como capitular, sino como un recurso expresivo que se debe leer. El yo poético se proyecta al futuro, su imagen está cargada de años. En el grabado: su mano se apoya en el “bordón de ancianos”; su cuerpo “encorvado” está sentado en la orilla, lamentando por sus juventudes; a la izquierda, equilibrando la composición, sus brazos como “los salientes de un tronco ya leñoso/ pidiendo caridad”.
Dibujada la monocroma estampa, el yo lírico procede a lamentarse: al final de los días “andaré de mendigo”,“... y todo será igual”, “... y que vacía inmensidad”. La última estrofa: “Y al caminar tu fondo me obligarás a verte, / sabiendo que mi curva recogerás inerte, / cuánto dolor, qué poco amor! / Y clamaré por Fausto, bienvenido el infierno, / y solo será un grito, que no se oirá en lo eterno…/ ¿ En dónde estás, Señor? …” (vv. 19-25).
Aparece el intertexto del Fausto, mismo que emplea Unamuno en “Del Sentimiento trágico”. Para Unamuno el Doctor Fausto es el símbolo del Mal du siècle, la crisis de sentido: “la pérdida de la fe en la inmortalidad del alma, en la finalidad humana del Universo” (p.302). Volviendo a Jiménez, no es gratuito clamar por Fausto, o el “solo será un grito, que no se oirá en lo eterno…/ ¿En dónde estás, Señor? …”. Un cuestionamiento legítimo ante el malestar provocado por el vacío existencial, el despropósito y el silencio abrumador del cielo. A pesar de la tragedia de la vida, y experimentar el despojo del sentido (¿quizás una crítica al discurso positivista y a la modernidad a inicios del siglo XX?), Jiménez apela al signo poético con la esperanza de Revenar.
Una imagen
Desde Altamira la imagen es evocada para dar significado y “coherencia” al mundo exterior. Buscamos cómo interpretar la realidad y las formas en que podemos imaginarnos. El signo funcionando como anclaje, como discurso que nos permite la ilusión de control y propósito, además de alimentar el anhelo trascendencia. Volver a Max Jiménez y dialogar con su obra, interpretarlo, entrelazarnos y dejarse interpelar por sus signos, quizás nos permite enfrentarnos a los buitre de pesares. Por qué no emplear el símbolo para repensar creativamente la realidad. Echar mano a esa transversalidad de los símbolos, como dijo Houtart que “puede reencantar el mundo”, es decir, “recrear el sentido que permita a los seres humanos situarse dentro del universo y animar a la creación de nuevos mundos”: la dimensión del símbolo como lenguaje existencial. Quizás la consigna sea resignificar nuestros mundos que padecen de exceso de realidad.
KENNETH CALDERÓN
Estudiante de Filología y diseñador gráfico
k.calderonespinoza@gmail.com