Puentes
1.
Se ha repetido hasta el cansancio. Hablo de aquello que decía Shopenhauer sobre la arquitectura como una forma de música congelada. Es factible, cuando no inevitable, pensar en una afectada pasta de hojaldre de piedra y maderas preciosas al escuchar a Händel. O acaso imaginar un bruñido piso de mosaico infinito cada vez que suena Arvo Pärt.
Con los puentes, no sé por qué, me sucede que pienso en la osamenta de remotos himnos patrios. Resulta, si se quiere, paradojal. Pero lo cierto es que los puentes, como los himnos patrios, adquieren sentido solo en el pasado.
2.
Los románticos dedicaron buena parte de su obra a hablar de puentes. Al menos así ocurrió con los románticos ingleses.
Wordsworth, por ejemplo, sentía una extrema calma al cruzar el puente de Westminster.
Coleridge, a su vez, hablaba de un ominoso puente podrido donde colgaban los muertos.
Y Blake, en sus ilustraciones de la Divina Comedia, representó demonios socarrones bajo un puente de piedra.
Fabián Dobles, que no era necesariamente romántico, se refería a un puente de hamaca. Un puente que construyó Paco Godinez. Un puente de sueño. Un puente que fue arrebatado por las furiosas crecidas del río Toro.
Y Gay Talese, como los futuristas, creyó hallar heroísmo en esos hombres de casco y botas que recorrían una armazón de hierro capaz de unir Brooklyn y Staten Island.
3.
Se me viene a la cabeza la imagen de otro puente. Quizás es en Guanacaste. Soy un niño y viajo en carro con mi mamá y mi papá y mis hermanos. Me abalanzo sobre ella, sobre mi madre, le tapo los ojos y le digo: "Mami, no vea, no vea, porque sino le da miedo". Y abajo hay un río con el cauce semidesnudo. Yo me aterro ante la posibilidad de un vacío que casi es lagarto.
4.
Nuestras ciudades, curiosamente, son ciudades sin puentes. O mejor dicho: son ciudades cuya relación con los puentes es, por decirlo así, complicada. Sobre el río Virilla apenas hemos construido cuatro puentes y todos arrastran una carga semántica trágica: desde el accidente ferroviario de 1926 a los suicidas del Saprissa, pasando por la platina y las presas de Heredia.
Cada año vienen las lluvias y con ellas el paisaje de los puentes Bayley. No sé cuántos puentes sucumben ante las cabezas de agua. Pero, sin duda, son muchos.
Cabe decir, por otro lado, que el único puente verdaderamente majestuoso de nuestro país, el puente sobre el Tempisque, acusa permanentemente una traición. Nos echa en cara una circunstancia de suyo vergonzosa: somos ruines, abyectos, sangre’ chanchos.
5.
En sus crónicas de viajes, Wilhem Marr se refiere al Puente de Las Damas. Dice que es un sencillo puentecillo de piedra. Y dice que allí, en medio de la selva, produce una extraña impresión: unas ruinas aún invencibles.
Mi abuelo me contaba que alguna vez intentaron dinamitarlo. Pero, según él, estaba tan bien construido, era tan potente, que no fue posible.
Lo mismo ocurrió con los puentes del antiguo tranvía de Cartago: aún hoy permiten que carros, camiones y buses venzan acequias y brazos del río Toyogres en su marcha hacia Churuca.
Recuerdo estar con él, con mi abuelo.
Recuerdo verlo agachado, mostrándome el corazón de aquella mampostería antigua.
6.
Un puente, sí, es un resto de himnos patrios.
Pero es, también, la escritura de un barco.
Su trazo.
Su hijo.
Su singladura hechizada.
Y quizás por eso, como el barco de Rimbaud, todo puente en el fondo anhela ser un barco de papel o una mariposa reciente.
FABIÁN COTO CHAVES
@fabicocha