Poetas sin poesía

ADRIANO CORRALES ARIAS

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Nuestra época, en apariencia, está llena de “creadores”. Son tantos que a veces parece (sería mejor decir: se padece) que hubiese una saturación de ellos. Es imposible, por poner un ejemplo, leer todo lo que se publica en mi país en literatura y en formato de libro. Y es que, de repente, cualquier hijo de vecino resulta poeta, cuentista, pintor, bailarín, músico, cantante, actor, fotógrafo, cineasta… Semana tras semana aparecen decenas de publicaciones, cartoneras, shows, lanzamientos, discos, videos, conciertos, cuenterías, tertulias, exposiciones colectivas, lecturas, certámenes… 

En principio uno se alegra por la movida artístico cultural que se respira, al menos en la caótica, cada vez más violenta, transnacionalizada y, por ello mismo, colapsada, ciudad mal llamada San José. Se quiere pensar que hay un boom cultural donde el arte se renueva en todos sus géneros, niveles y expresiones. Que aparecen inéditas formas de producción, nuevos grupos, novedosas propuestas y tendencias, en fin, una mayor oferta de arte en la ciudad y en todo el país. Ciertamente, es notable el aumento de la productividad artística; estamos volando en música, artes escénicas, artes visuales, literatura, etc. Es inmensa la cantidad de jóvenes prospectos en esas y otras áreas y, lo mejor, sorprende el grado de calidad y de madurez tanto creativa como interpretativa en muchos casos. Adolecen, eso sí, de suficientes espacios y canales de distribución y promoción.

Sin embargo, y he aquí el pero de la reflexión, pulula también una importante cantidad de dilettantes y de impostores que se hacen pasar por verdaderos creadores. Quizás debido a una necesidad extrema de comunicación, a una cada vez mayor soledad ontológica debido a la agresividad del mercado en todas sus facetas, así como al desmantelamiento del estado social de derecho, además de las facilidades de las nuevas tecnologías, muchas personas se acercan al arte con y por diferentes motivos. Esas motivaciones de seguro son bien intencionadas, altruistas, generosas, incluso terapéuticas. Pero el asunto se complica cuando muchas de esas personas, luego de un cursillo de pintada y dibujo, de un tallercito literario, de unas clasesitas de guitarra y canto, de fotografía digital o de danza en telas, salen al “mercado” a ofrecer sus productos cual auténticos “artistas”.

La cosa se complica aún más al observar que rápidamente generan un “público” que los va posicionando como estrellas de barrio, convirtiéndolos al instante en furibundos representantes del “nuevo” arte nacional. Lo peor, algunos de ellos ciertamente publican sendos libros, obtienen becas, ganan concursos, ocupan espacios de revistas y periódicos, de escenarios, pantallas y hasta de puestos públicos. A su lado se maneja una considerable y variopinta planilla de “gestores”, promotores, representantes, curadores, talleristas, editores, etc. (muchos de ellos también “artistas” ya “reconocidos”); o sencillamente organizadores de veladas y eventos en bares, restaurantes, cantinas y otros sitios que adquieren fama de “bohemios” o “culturales” porque también se expende “arte”. 

Entonces la oferta es abrumadora y pareciera que hay más escritores que lectores, más músicos que escuchas, más actuantes que espectadores, más productores que realizadores… En fin, el “sector cultura”, como lo llaman desde la burocracia estatal, crece desmesuradamente con un clientelismo tóxico y una dudosa calidad. Algunos expertos opinan que ese crecimiento es positivo puesto que, en todo caso, la demanda dará cuenta de ello. No obstante, debemos recordar que los elementos financiero/contables de la economía de mercado no son buenos insumos para interpretar un fenómeno que siempre rebasa los aspectos cuantitativos. La producción artística implica otras variables, visiones y expectativas que escapan al mercado de las industrias culturales y la farándula.

Creo que ya dije una de las palabritas mágicas: farándula. El problema, pienso, radica en esa mezcla indiscriminada de farándula, pasarela y show mediático con lo que presuponemos arte. Vivimos en la “sociedad del espectáculo” (La société du spectacle, Guy Debord, 1967) y esa espectacularidad fagocita cada vez más las posibilidades expresivas de cientos de jóvenes que caen en la trampa del facilismo, el copy page, la banalidad y los quince minutos de fama. El mismo concepto arte y la institucionalidad que lo sostiene están en entredicho; hay una crisis epistémica que revuelve en un mar proceloso (leáse posmoderno) la vida marina con los deshechos industriales de una civilización capitalista global que, cada vez con mayor angustia y ahínco, se muerde la cola.

Pareciera que el estado totalitario al servicio del mercado total, avanza a pasos agigantados y, en ese avance, precisa de un exacerbado fetichismo de la imagen, una tabula rasa epistemológica y un lavado cultural que permita la emergencia de significados vacíos, de propuestas huecas, de diversionismo ideológico. Es decir, de industrias culturales que propicien un arte de celofán ahistórico con un individualismo feroz y homicida desligado de las identidades y las necesidades colectivas. Es el nuevo paradigma de la oscuridad y la trama del espectáculo mercantil como base para las alucinantes y livianas visiones (seudo)estéticas en boga, muy en consonancia con el fundamentalismo religioso de toda laya que se expande como lava luego de la explosión volcánica. Se trata de edulcorar al nuevo dios: el mercado. Es en esa perspectiva aséptica y tramoyista que se idealiza al proceso global que produce “libertad creativa” para zombies o cuasi máquinas. Es decir, una industria liviana que adormece y babosea a millones de incautos intoxicados a nivel planetario por la explosión del Big Brother cultural. Allí se incuba con facilidad lo trivial, lo fácil, lo somnífero y reciclado con producciones aficionadas que se hacen pasar por un arte elevado. El arte, entonces, es una moneda con un enorme hueco estético; la cultura una mueca de muñeca plástica oriental. 

Dicho de otra manera: el arte y la vida se desembarazan (con sutileza maniquea algunas veces, violentamente las más), de la  poesía. Por ello, en general, interactuamos y sobrevivimos en un mercado cultural de “poetas” sin poesía.

ADRIANO CORRALES ARIAS

Escritor