Población flotante

La población flotante es la pelota de nostalgia que, hasta no hace mucho, rebotó de los bares de La Cali a los Sportsbooks clandestinos, del hogar materno al apartamento compartido. 

A principios de siglo, descargaba archivos en LimeWire y era común verla en Registro haciendo fila para pagar una multa, para cambiarse de carrera por enésima vez o para pedir una certificación de cursos aprobados. 

Actualmente tiene padres envejecidos que le arrebatan pingües prerrogativas burguesas a un Estado que se hunde poco a poco. Y está, ahora mismo, con un headset en la cabeza, diciendo mecánicamente palabras corteses en inglés. 

Atiende llamadas de gringos enojados. Interviene una imagen en Photoshop. Publica banners en redes sociales ajenas. Registra la referencia del paquete que se extravió en algún pueblo donde el tiempo se computa a partir de tornados y asesinatos. Y piensa, como todos aquellos que  no han hecho otra cosa sino fracasar, que, de repente, este año sí. 

La población flotante es el lastre que se sigue acumulando en el flanco herido del siglo. Es la costilla que se rompió. El boceto manchado. La noche que se arruga en ciertas pupilas. 

Es el hipertenso cuarentón, el obeso con desgaste en la rodilla, la industria del crédito y el dinero plástico. 

La población flotante es, también, las víctimas de la virtualidad y la Reforma Fiscal que no pudieron ser jefes de sí mismos, sino desechos vergonzantes de sí mismos. Los ladrones del pasado que creyeron, como los profes de Generales, que la fantasía subvierte el mundo. La cuenta compartida en la cena familiar. El leasing del carro como resaca del bus. La maldita circunstancia de habitar un país que no es ni antiguo ni moderno. 

Su historia no es una historia de grandes hombres ni de monumentos. Es una historia de momentos: del beso con lipstick en la adolescencia a la derrota electoral.

La población flotante, como nadie, sufre la máxima de Michel Onfray: los futuros radiantes que siempre se anunciaban pero nunca llegaron, en definitiva, se convirtieron en la causa de los presentes deplorables, detestables. 

Y, mal que le pese, sabe que no hay Numancia ni Combo ni referéndum ni revolución de crayolas que valga la pena.

FABIÁN COTO CHAVES

@fabicocha