"Clara Sola", cine de arte nacional

ADRIANO CORRALES ARIAS

No dudo al afirmar que esta sea la mejor película nacional que haya visionado hasta ahora. Es una grata sorpresa, cargada de alegría y placer estético, asistir al cine y encontrarse con un producto poético nacional de impecable factura y con una rigurosa utilización del lenguaje cinematográfico. En especial por eso: la utilización de los recursos propios del arte cinematográfico como una expresión artística autónoma. Y porque, además, se trata del primer largometraje de la joven y sorprendente directora Nathalie Álvarez Mesén.

A partir de un notable guión coescrito por la realizadora al lado de la colombiana María Camila Arias, el argumento y su conflicto, profundos y universales, engendran una trama fuerte, novedosa, bien estructurada con un ritmo lento pero adecuado al tema. La esmerada y sensible puesta en escena y dirección de Alvarez Mesén conduce a una muestra de buenas actuaciones sin actores profesionales, donde sobresale la bailarina Wendy Chinchilla, cuya interpretación es excepcional. La acompañan la excelente y minuciosa fotografía, responsabilidad de la sueca Sophie Winqvist Loggins, la cual resalta el mundo interior y la mirada de la protagonista en relación simbiótica con la naturaleza; una solvente y aclimatada dirección de arte que apoya el emplazamiento de cámaras y actores, ofrece verosimilitud al argumento y ayuda a crear atmósferas propicias; así como una banda sonora que subraya tanto el abigarrado y variopinto marco natural campesino de altura como la tensión dramática y su conflicto. 

En un pueblo montañés de Costa Rica, Clara, una mujer introvertida de cuarenta años (¿con síndrome de asperger?) y considerada por su madre y los habitantes como una “santa”, chamana, o vidente que sana enfermedades del cuerpo y el alma, experimenta un despertar sexual y místico que la ilumina y conduce a un viaje que la libera de las convenciones sociales y religiosas que han limitado y reprimido su vida. Con una visión poética del entorno, del trabajo dramatúrgico y de la puesta en escena, la película se adentra en un conflicto místico/espiritual que desborda las interpretaciones religiosas. Clara toma conciencia de su virginidad; mejor dicho, a partir del deseo por el novio de su prima y de la masturbación ritual, tectónica, se asume como la “virgen”, una mujer todopoderosa que para sanar y autosanarse no precisa de la mediación de ninguna imagen religiosa, puesto que en ella residen la fuerza telúrica (¿la Pachamama, Coatlicue, Démeter, Houtu, Ganga, Isis, Afrodita/Venus?) y la divinidad.

¿Es realismo mágico o maravilloso? La realizadora insiste en llamarlo mágico, concepto que no le va bien a la peli (recordemos que procede de una estrategia editorial del sonado “boom” latinoamericano). Quizás el apellido “maravilloso” le calce mejor (Franz Roh/Alejo Carpentier) pues se acerca más a la esencia suprarrealista que ostenta la propuesta. Es que la amplia y luminosa metáfora de Clara suscita muchas posibilidades de sentido, como la compasión y la sororidad en una familia donde el patriarcado se transmite a través de la mujer. Otras metáforas y personajes como Yuca, la yegua blanca y enérgica que es la prolongación vital de Clara (¿su nagual?), las luciérnagas que estallan e iluminan la noche cuando experimenta el orgasmo enraizada al gran árbol (¿la ceiba?) y al humus, el escarabajo que con el claro aliento revive, la maduración de los granos de café en su mano, el vestido azul que desnuda las raíces de su espalda y se sumerge en la poza del ensueño y del deseo cual presagio de la despedida (¿Ofelia, el mito de La Llorona revertido?), los listones morados que limitan su espacio, el terremoto que se desata con su furia o la intensa y dramática quema de la virgen; son escenas y secuencias que sobrepasan la estrechez de una denominación procedente de la literatura y de cierto eurocentrismo que pretende ver a nuestra cultura como folclórica, es decir, subalterna. 

En todo caso es poesía cinematográfica con un acento costarricense y latinoamericano potenciado por la ecología de sus locaciones, el color local y el mínimo pero necesario diálogo de los personajes. Por cierto, hay que destacar el fecundo lenguaje corporal implícito en las actuaciones, sobre todo el de las manos, como una prolongación de esos diálogos por medio del auténtico lenguaje visual, es decir, esa lograda síntesis de imagen, sonido y presencia actoral a través de un ritmo y un tempo bien equilibrados. El montaje ayuda a esa levedad que, sin embargo, sustenta la tensión dramática y el conflicto interior de Clara con sobriedad y precisión, lo que habla de un minucioso trabajo previo y de una cuidada posproducción. La potente presencia de la naturaleza realza el drama con los elementos fundantes y fundamentales: tierra, aire, agua, fuego.

Le deseo una larga y fecunda travesía nacional e internacional a la ópera prima de Nathalie Álvarez Mesén, una joven mujer que, sin duda, dará mucho de qué hablar pues promete una brillante carrera en el complejo espectro del denominado séptimo arte. Su “Clara “sola” lo declara y advierte con sobrada elocuencia. Por ello la recomiendo con emotiva y absoluta confianza.

ADRIANO CORRALES ARIAS

Escritor