El extraño caso del señor Sáenz y míster Guido

JURGEN UREÑA

En julio del 2003 el histrionismo perenne de Guido Sáenz lo convirtió, otra vez, en noticia. En esa ocasión, la prensa comparó la “toma de la aduana” del ministro de cultura con los arrebatos del temible Hulk. Nadie recordaba entonces que medio siglo atrás, durante el encierro impuesto por una severa epidemia de poliomielitis, don Guido había ensayado frente a una cámara de cine la insólita metamorfosis entre el hombre y la bestia.

Es difícil creer que una vida encierre tantas inquietudes y logros juntos: pianista de fidelidades románticas en los años cuarenta, actor de veinticinco faenas teatrales durante las décadas siguientes, revolucionario de la interpretación sinfónica costarricense, conversador televisivo de la cultura, gestor de museos, teatros, sabanas y cuanta quimera atisbase en el camino, pintor a partir de su cumpleaños número sesenta y, además, cineasta. Parece demasiado, incluso para Guido Sáenz. Como dijo algún día Thomas Carlyle, “algunos temperamentos no conocen la palabra demasiado”.

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Don Guido: ¿cuándo comenzó su afición por el cine?

Desde muy niño. En la sastrería donde le hacían a papá los trajes, y a mí los pantalones cortos, Gonzalo Belgrave –un mulato jamaiquino que me llamaba ‘míster Guido’ – vendía proyectores y alquilaba películas. Ahí me fasciné por el cine.

Me compraron un proyector Pathé Baby de manigueta, que corría rollos de nueve y medio milímetros y monté una salita de proyección en el garaje de mi casa. Hice una pantalla con dos cartulinas blancas, le puse cortinas negras a las ventanas y cobraba dos botellas por la entrada. Después las vendía a un carretonero que pasaba por la casa cada quince días y con esa plata le hacía mejoras al aparato, alquilaba otras películas y, algún tiempo después, compré la primera cámara.

¿A qué edad ocurrió ese salto entre el cinéfilo y el cineasta?

Tendría yo alrededor de trece años. En el 42, filmé el recorrido en automóvil del vicepresidente de los Estados Unidos Henry Wallace en el parque Morazán. Años después, registré otros acontecimientos de importancia, como la visita del presidente Kennedy o la erupción del volcán Irazú, ambos en el año 63, pero estas filmaciones eran en su mayoría domésticas y de poca trascendencia.

¿Y el cine de ficción?

Surgió con el gusanillo del teatro, que aparece en el año 51, en razón de la visita a Costa Rica de la Compañía Lope de Vega, con Carlos Lemos de primer actor. Esto nos marcó profundamente. No es extraño entonces que, en el 53, en el claustro obligado por la epidemia de polio, inventara hacer El otro yo, basada en El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde: la novela de Stevenson que siempre me había impresionado.

Recuerdo muy bien la versión cinematográfica de los años cuarentas, con Spencer Tracy e Ingrid Bergman, que vi cuando tenía quince años en el Palace, seguramente un domingo, que era el día reservado para los estrenos. Volviendo a El otro yo, era un experimento de maquillaje, de alrededor de dos minutos de duración.

Heredad fatal, su segunda película de ficción, es mucho más elaborada.

Resulta que, conversando con José Trejos, Francisco Carrillo y Vinicio Corrales, y considerando el famoso castillo en las montañas de Heredia como posible escenario, decidimos hacer una película de terror.

El título se refiere a la herencia que deja en su lecho de muerte un viejo, interpretado por mí. El último de sus tres hijos, sórdidamente impresionado porque el padre ha heredado a su hermano mayor, planea su venganza. Ahí entra el segundo personaje, que yo también interpretaba porque no teníamos más gente: el criado del castillo, con una gran cicatriz en la mejilla. Naturalmente, se llamaba ‘Igor’.

Otra vez las referencias cinéfilas...

Es que yo crecí con las películas. A mí me había asombrado El hijo de Frankenstein, en la que Béla Lugosi, el actor más siniestro de la historia del cine, interpretaba a el inefable criado Igor. Pues bien, en Heredad fatal, el hijo más joven se alía con Igor para matar a sus hermanos y quedarse con el castillo.

Una vez que han consumado los crímenes, aparecen, ante el perverso hermano, los fantasmas de las víctimas. Entonces enloquece y se ahorca. Luego, su cadáver –que cuelga de una viga– abre los ojos. Igor se pavoriza, camina hacia atrás, y una fantasmagórica armadura le clava una espada a traición. Así termina la película: todos muertos. Nos divertimos mucho.

¿Qué tipo de distribución tuvo la película?

Primero, organizamos una “premier mundial” de unos 20 minutos, presentada por la animación cuadro a cuadro de una figurita de madera que bauticé como ‘Gretel Garbo’. Después, Heredad fatal circuló entre amigos y conocidos e incluso inspiró a un grupo de Cartago a filmar una película detectivesca. Algún tiempo después iniciamos el rodaje de Siempre el diablo, que quedó inconclusa, no recuerdo por qué.

A pesar de ser cortos producidos con la intención de divertirse, hay en ellos una intención expresionista que permite interpretarlos como el inicio de una carrera de cineasta.

Supongo que los vericuetos de la vida y la experiencia con el Teatro Arlequín, en el 56, sustituyeron poco a poco aquello que había hecho con tanto goce. Yo regresé al cine argumental en el año 79, como actor en La insurrección, dirigida por Peter Lilienthal.

Lo más simpático de este cuento es que el director de fotografía de la película era Michael Ballhaus, el mismo señor que ha filmado el rostro de Robert de Niro, Daniel Day-Lewis, Leonardo Di Caprio... y el de Guido Sáenz.

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La anécdota que don Guido exagera sin pudores hace que la conversación concluya entre risas. Tal vez ha llegado el momento de señalar al duende que lo habita desde siempre y cambiar el respetuoso “señor Sáenz” por aquel curioso y visionario “míster Guido”, que invocaba un descendiente de jamaiquinos, sastre y vendedor de proyectores, hace más de setenta calendarios.

JURGEN UREÑA

Cineasta