No es una distopía, es una hiper-utopía

En medio de la cuarentena por el COVID-19 recuerdo al chelista bosnio que tocó el Adagio de Albinoni durante el sitio de Sarajevo. Lo tocó en funerales y en tumbas ajenas. Lo tocó, según dicen, durante 24 horas seguidas luego de la muerte de su hermano. 

Eran los años 90 y casi todo el mundo sucumbía al entusiasmo internacionalista de la Unión Europea y la Ronda de Uruguay. El socialismo real quedaba sepultado bajo un sarcófago de granito y silencio. La lucha de clases se convertía en anécdota baladí. Los aranceles se eliminaban progresivamente. Un sanssei de Chicago, oportunamente, recordaba a Alexandre Kojève y a Hegel y decretaba el fin de la Historia. Y aunque  en Yugoslavia, en Ruanda y en Centroamérica el siglo XX seguía siendo el siglo XX, el nuevo milenio se abalanzaba sobre nosotros con su estética de centro comercial y botox facial. 

Hoy casi nadie sensato puede dudar que el siglo XXI es una estafa. Y basta un hecho para demostrarlo: en menos de 20 años llevamos más pandemias por virus respiratorios que en todo el siglo XX. 

Desde la caída de las Torres Gemelas han desaparecido más empleos que durante la Crisis del 29. El multilateralismo devino invasión a Iraq. La algarabía del libre comercio, guerra comercial y de divisas. La era de la información, pay-per-view. El beso de Madonna y Britney, pinkwashing

 

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En estos días de confinamiento he recordado varios libros. He releído fragmentos de algunos autores: Bradbury, Ballard, Arthur C. Clarke, Italo Calvino, Cardona Peña… 

Mis amigos debaten si Decamerón o Ensayo sobre la ceguera, pero yo prefiero La posibilidad de una isla de Houllebecq. 

No estamos viviendo una distopía en el sentido estricto,  clásico, de la ciencia ficción. Estamos viviendo una hiper-utopía neoliberal en la que, nominalmente, suprimimos las relaciones con otros humanos. Una hiper-utopía en la que somos nuestro relato en la pantalla del celular. 

No tenemos garantías laborales pero podemos trabajar desde casa. No nos vemos en la penosa necesidad de tocar a otro ser humano pero tenemos Whatsapp y Facebook. Somos, en definitiva, el Daniel 25 de Houellebecq. 

 

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Mientras almuerzo prendo el tele y sale una manada de ñus azules que rumian su pereza en las llanuras del Serengueti. Cada año más de 6 mil ñus mueren mientras cruzan el río Mara. Es la mayor migración terrestre del planeta.  Cerca de un millón de individuos. Eso dicen en NatGeo

De repente, un felino rasguña la unanimidad de la sabana. Es un grácil archipiélago de manchas que interrumpe el sopor del mediodía. Corre. Identifica al individuo más débil de la manada. Lo ataca. 

Cornadas claudicantes. Bramidos. Dispersión de muchedumbre. 

Luego, la mandíbula precisa en el cuello. 

Y llega otro felino. Y llega otro y otro y otro. 

Dentelladas. Zarpazos. 

El ñu, a punto de caer rendido, evita pisar a los guepardos que lo atacan desde abajo.  Trastabilla. Se desestabiliza. Sucumbe. 

Como pasta, bebo vino y trato de imaginar qué mecanismo poderoso le impide al ñu depositar sus cascos en los cráneos de quienes le dieron muerte.

“Yo, por lo menos, trataría de matar a alguno”, pienso.

Y paso canales, procurando evitar las conferencias de prensa donde nos dicen que los humanos somos, esencialmente, solidarios y que juntos saldremos de esta crisis.  

FABIÁN COTO CHAVES

@fabicocha