Meta-futuro

En Vidas minúsculas, Pierre Michon habla de un niño que sueña con la muerte de su abuelo: el viejo está apeando cerezos desde lo alto de un palo, atiende el llamado del niño, sonríe, pierde pie y cae trágicamente. 

Fue, según dice, una sonrisa de ternura. Y la ternura, sin embargo, no pudo salvarlo. 

El niño se despierta sobresaltado y busca a su madre. ¿Cuándo van a morir esos que son indispensables para mí?, le pregunta. Y la madre, luego de esquivar somnolientamente, le responde que morirán en el futuro, cuando él asista a la escuela. 

Recuerdo, de carajillo, salir con mis papás y mis hermanos a dar una vuelta en carro. 

Un Mazda Station Wagon modelo 75. 

Un casete donde sonaba Y por tanto de Charles Aznavour. 

La vuelta al mono: Orosi, Cachí y Ujarrás.  

Recuerdo que mi papá o mi mamá usualmente se preguntaban cómo sería el mundo cuando yo tuviera cuarenta. Y hablaban, un poco en broma, un poco en serio,  de carros voladores y de robots. 

De helicópteros personales. 

De computadoras poderosísimas. 

Mi papá, cuyo fatalismo congénito provoca que Shopenhauer luzca tan anodino como uno de esos compañeros de brete que mandan mensajes tipo “feliz noviembre”, finalmente, terminaba diciendo que no, que el mundo sería espantoso, que adquirir casa, en definitiva, sería una tarea imposible y que, con seguridad, el trabajo sería escaso y cruel. 

Luego, alguien, acaso mi hermana, proponía ir por un helado a Churuca y entonces las infaustas estampas de mis cuarenta quedaban diluidas en la escarcha delicada de un helado de cas o de natilla. 

Durante décadas, la noción de futuro, justamente, fue eso: el ámbito donde se aglutinaban temores y anhelos endebles. Era, si se quiere, la idea de un cuarto habitado por una flaca luz amarillenta que no acababa de dibujar gestos ni objetos. 

Hoy, ya se sabe, cuesta mucho trabajo imaginarnos en ese cuarto. Sospechamos que existe, que alguien comparece ante una pantalla, que ese alguien postea fake news y que, también, hay una suerte de divinidad-algoritmo que articula todo sentido de realidad a partir de sórdidas teorías de conspiración. Pero, en rigor, somos incapaces de situarnos imaginaria y subjetivamente allí. 

Stanislaw Lem planteó que el lenguaje determina la posibilidad de existencia: todo aquello de lo que podemos hablar existe, al menos, potencialmente. Y quizás por eso, porque somos incapaces de hablar al respecto, el futuro hoy se nos antoja una pseudo idea. 

Una pseudoidea como la nada de Bergson.

Louis Agassiz, referente teórico del creacionismo, desarrolló una teoría alternativa del origen de las especies: las especies cobran vida cuando el creador piensa en ellas y se extinguen cuando deja de hacerlo. 

Algo así decía. 

Resulta, por decir lo menos, curioso que en esta época de formidable despliegue tecnológico y aparente esplendor científico estemos tan cerca de Agassiz y tan lejos de Darwin: existimos en tanto el algoritmo nos “piensa” y, por si fuera poco, el único llamado del futuro depende, no de un niño ingenuo, sino de un imbécil resentido que traveseaba Turbo Pascal mientras sus compañeros de cole fumaban, bebían y ligaban.  

Y lo peor de todo: ni la sonrisa ni la ternura, como en el relato de Michon, puede  salvarnos. 

FABIÁN COTO CHAVES

@fabicocha