Más sobre el enmontañamiento
Ya se ha dicho hasta el cansancio: vivimos bajo el grave auspicio de las montañas. A diferencia de los habitantes de la costa o la bajura, nunca hemos tenido una gran perspectiva horizontal. Quizás por eso no nos asiste esa temeraria inconsciencia de quien se lanza al mar o a la inmensidad de las llanuras. Quizás por eso la proximidad con el otro siempre suscita suspicacias.
Para nosotros, las montañas son obstáculo y, al mismo tiempo, tótem. O sea, son casi un padre eternizado. Constituyen un ensayo de humildes aposentos donde la vista siempre choca con paredes. Constituyen un ensayo de asfixia.
Es muy probable que de allí provenga esa peculiar mezcla de odio y ternura que sentimos respecto a ellas, respecto a las montañas: durante décadas, cada tuca de laurel, cristóbal o cedro fue asumida como una prueba de que la montaña también podía caer rendida.
Como nosotros.
A menudo pienso que, de repente, en el caso de los cartagos, este enmontañamiento se hace especialmente evidente en nuestra relación con el volcán Irazú: esa enorme y amenazante masa montañosa que regularmente apunta al norte.
Cada vez que los cartagos salimos a la calle, echamos un vistazo al volcán. Se diría que se trata casi de un tema de humor, una espiritualidad circunstancial. Se diría que se trata de una suerte de agüizote: los días en los que el volcán está despejado son días más hermosos, mientras que si está nublado, bueno, ya se sabe, es un día triste.
Pedro Arnáez en El Salvador pensaba en la patria. Imaginaba que no era más que una fila de montañitas pequeñas en el horizonte. Una fila de montañitas azules, a cuarta y media de la nube más baja. Sabía que el mundo en abstracto es redondo. Pero, a su vez, sabía que los pequeños mundos que habitamos inevitablemente topan con paredes.
Una vez estaba en la cancha del TEC y me quedé contemplando el volcán durante un largo rato.
Estaba nublado.
Y la cumbre, con sus torres y sus derrumbes, permanecía apocada de temporal.
Por un momento pensé que, a lo mejor, si no hubiéramos tenido ese opresivo referente hubiéramos sido menos malos. No digamos mejores, sino pasables.
Tal vez nuestro problema siempre ha sido nuestro tótem. Dicho de otro modo: si el volcán fuera más achatado, menos magnánimo, si acaso nos permitiera capturar fragmentos de Caribe… Capaz y nos iría mejor.
FABIÁN COTO CHAVES
@fabicocha