Hombres de llanuras

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Nuestra cruel vocación de voltear montañas nos llevó a construir extravagantes imitaciones de llanuras. Me refiero, pues, a esas abruptas laderas donde hoy se equilibran bestias y cultivos. Me refiero al surco, al pie de vaca, a la erosión laminar, a la escorrentía. 

De cierto modo, se trata de una pulsión por abolir el imperio de la diferencia: una forma de construirle paisaje a ese árbol amigo que, a lo mejor, orientó los pasos perdidos del abrero cuando el trillo sucumbía a la manigua y a la incertidumbre. Porque hay que decirlo: mal que nos pese, la belleza de un árbol es su soledad. 

No es casual que para los hombres enmontañados una montaña sea, ante todo, bosque. “Ahí es pura montaña”, dicen los viejillos de campo. Y en seguida extienden la mano o adelantan el mentón para señalar un paradigma de brócoli que sustituye el horizonte. Las laderas deforestadas, por más empinadas que sean, para ellos nunca serán “montaña”. Son otra cosa. Son llanuras aporéticas. Son llanuras afectivas. Repito: sucede que para los hombres enmontañados cualquier cosa donde no haya selva es un llano.  

Quizás parezca excesivamente determinista pero creo que los paisajes naturales, especialmente en esta parte del mundo, son el todo de la vida. La totalidad de los elementos humanos se mueven en función de los paisajes. Las ciudades, en cambio, son accidentes. Accidentes, si se quiere, felices. 

Paul Bowles visitó San José a mediados de los 40 y la definió como una ciudad que había renunciado a la arquitectura por culpa de los terremotos. Luego, viajó a Guanacaste y remontó el Tempisque y se detuvo a observar la vegetación y los lagartos con sus monstruosas fauces. 

Ahí está todo. 

Los hombres de las llanuras, cabe decirlo, abominan la regularidad. Eso explica por qué se fascinan con la diferencia y la incertidumbre. Y eso explica, además, por qué son menos obtusos que nosotros, los hombres de las montañas. 

Habitar las llanuras, tanto las efectivas como las afectivas, exige una mayor sensibilidad para las anomalías. Y es probable que, como decía Herder respecto a los pueblos marítimos, los habitantes de las llanuras sean más propensos a la superstición: como se ven obligados a prestar atención al viento y al cielo, a los pequeños signos e indicios, generan un respetuoso y asombrado ejercicio de escudriñamiento de señales. 

La incertidumbre en la inmensidad, justamente, está en el espacio. En la incapacidad de determinar si aquello a la distancia, en efecto, es lo que entendemos por “aquello”. En los pueblos de las montañas ocurre todo lo contrario: la incertidumbre ocurre a nivel capilar. Es la incertidumbre de la proximidad agobiante. Pienso en un pasaje de Chevengur: Kopionkin pregunta qué aldea es esa, y un mae, un mae que se tiraba a rodar tras dar unos pasos, ya que sentía morriña, melancolía y cansancio en las piernas, le responde: “Vete a saber, en la estepa hay aldeas a montones”.  

Hace poco fui a caminar con mi amigo Agustín. Hicimos una ruta que he hecho centenares de veces. Potreros erosionados. Actividad agropecuaria. Es decir, antropoceno de baja intensidad. De repente, Agustín se dio cuenta que a poca distancia del borde del camino, a unos 50 metros ladera abajo, había un higuerón formidable. Era enorme. Majestuoso como un zopilote que planea. Y yo nunca había reparado en él. 

Abrimos un vino y una lata de sardinas, partimos un bollo de pan, y hablamos durante un buen rato bajo la sombra del dichoso higuerón. Y por un momento, de alguna manera, fuimos hombres de las llanuras que se sobrecogen ante la avasalladora individualidad de un árbol. 

Don Joaquín Vargas Coto decía que ni la presidencia de la República vale lo que unas horas de la tarde en que el hombre pueda ver los celajes tranquilamente y descansar bajo un árbol. Yo le creo.  

Foto: Agustín Gutiérrez

FABIÁN COTO CHAVES

@fabicocha