Lo menos importante

La violencia contra la mujer

KEVIN ARIAS

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Se cumplieron ya poco más de dos semanas desde el 25 de noviembre, el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Como todos los años, se piensa el día desde el dolor, la impotencia y el miedo. Lo sentimos diferente en Latinoamérica y el Caribe, donde a diario se les arrebata el aliento a 12 mujeres. Y las cifras, odioso cercenamiento de rostros, amputación de historias y estrangulamiento de voces, delatan que los asesinatos mantienen un preocupante aumento.

América Latina alberga 14 de los 25 países más letales para vivir como mujer. La realidad es aún más dramática en Centroamérica, el manchón de sangre en el que ellas parecen haber nacido con una sentencia de muerte tatuada en la frente. La región más violenta del mundo masacró más de 3.500 mujeres en 2018. Una cada dos horas.

Matar y morir: ley y orden

Los relatos se suceden otro tras otro. Día sí y día también: en la radio, el periódico, la televisión o la internet. Probablemente sea la época en la que tengamos mayor conciencia de lo que ocurre más allá de las cuatro paredes que nos separan del resto de mortales. Esa realidad en la que morir es ley y orden. Donde se mata porque sí. Donde el dolor ajeno entretiene a los ociosos.

La noticia siempre ha sido un concepto traicionero y escurridizo. Los académicos más puristas lo encadenan a los dominios de las ciencias exactas. Y los atrevidos lo reclaman como un género literario: la realidad hecha ficción; o la ficción hecha realidad. Decía Martín Barbero que los medios de comunicación son una fábrica de discursos. Las teclas crean palabras. Y las palabras, hilvanadas unas tras otras, imprimen pequeños fragmentos de la historia que nos contamos al teléfono, en las calles o en la soledad de una lectura silenciosa.

Se mira la pantalla, se escuchan las radios y se leen los diarios. La asiduidad marca el hábito. Es la rutina que le da sentido a la vida -a los “hechos”- que de otro modo serían devorados por el tiempo sin que apenas nos diéramos cuenta.

Los medios de comunicación nacieron bajo esa premisa: informar. Sin embargo, y más allá de su noble propósito, los noticieros actúan como vehículos ideológicos. En épocas recientes, también se han dedicado a entretener como parte de la cacería de clics y audiencia. Lo relatado difícilmente se ajuste a la “verdad”, entendido en su valor absoluto e irrefutable. Se trata más bien de un contrato que firmamos desde una fe ciega y anónima. Y algunas veces, el suceso se convierte en obra de teatro, un espejo curvo de imágenes refractadas que estira o contrae sus misterios.

Las autoridades judiciales de nuestro país reconocieron que, al 26 de octubre, se han cometido 11 feminicidios. A otras 50 mujeres las asesinaron con violencia. Y según confiesa el Inamu, la aplastante mayoría (41) quizás obtenga el mismo diagnóstico que las primeras 11. Conforme transcurran los meses, años y décadas, las sombras del pasado volverán como vívidas memorias. Regresarán los recuerdos de las tapas de los diarios, las fotos y las coberturas mediáticas.

El debate mudo

Incluso ahora, a escasos meses de que se conociera el paradero de los restos de Allison Bonilla, después de que el desconcierto haya cedido –aunque sea de forma leve-, queda la sensación de que el seguimiento a este caso –y varios más- sirve como termómetro para examinar al periodismo costarricense, eternamente dividido entre aciertos y deslices.

La muerte de Allison, rumiada desde el mutismo y la distancia, desnuda un debate ético de difícil –imposible- consenso sobre el nivel de atención que recibió. Pero no es necesario detenerse en este tipo de cavilaciones. Porque su historia, así como la de muchas otras, sufrió una dislocación de su carácter noticioso. Con cada nueva entrega, las pesquisas parecían alimentar la teatralización de un crimen que se abordó desde lo novelístico.

Aquí no seremos los primeros en señalar lo evidente. Los sucesos abarrotan la parrilla mediática de nuestro país desde hace algún tiempo. La explicación es muy obvia: porque vende. Pero el dinero (casi) siempre ha sido un amigo egoísta y ajeno a los dilemas sociales que atormentan a ciertos grupos de la población.

Asistimos entonces a una constante manera de hacer espectáculo de la muerte, una especie de acto teatral en el que el (o la) periodista de turno señala-juzga-evalúa los hechos y colorea la escena que motivó el fatal desenlace. El hemisferio occidental se ha acostumbrado a que la muerte cruce las calles y toque la puerta de sus casas. En especial las mujeres, que (mal)viven con el terror atorado en la garganta, a merced del desconsuelo y la incertidumbre del “una más”, cuando ruegan por “ni una menos”. Lamentaba la antropóloga Rita Laura Segato que los medios de comunicación reprodujeran indiscriminadamente las muertes violentas de las mujeres. Porque predican la “pedagogía de la crueldad”. Enseñan a violar-matar-masacrar. Presentan la excepción como una norma: “despojar, ultrajar y usar los cuerpos hasta que queden solo restos”.

Por lo general, los delitos hacia las mujeres suelen estar acompañados de ataques sexuales. La mirada de los medios espectaculariza la barbarie y banaliza la destrucción del cuerpo femenino, que se vuelve objeto de conjeturas, señalamientos y reclamos. Actúan como cámaras de eco las redes sociales, donde la ignorancia e imprudencia se aventuran en una carnicería que imputa a la víctima y absuelve al infractor.

Que viva el miedo

No solo duele el despojo; también hieren la apatía, la frialdad y la desidia con la que un problema estructural y sistemático (el machismo y la violencia de género) se degrada en un evento trivial, aislado y “circunstancial”. La dimensión sexual alimenta la tabuización de los crímenes de odio. Al mismo tiempo, el enfoque mediático ahoga la crítica hacia los mecanismos de violencia que germinan al interior de la sociedad, anestesiada –aturdida- por mensajes que reducen al ámbito privado una problemática pública.

Hacia 1976, el filósofo canadiense Marshall McLuhan escribió obsesivamente acerca de los medios y su impacto sobre la sociedad. Tras años de estudio y análisis, McLuhan observó que, en esencia, los medios no son sino “prolongaciones” o prótesis de una facultad humana -psíquica o física- con la cual somos capaces de leer los estímulos externos. Por lo tanto, “ninguna comprensión de un cambio social y cultural es posible cuando no se conoce la manera en que los medios funcionan”.

Al detenernos en los feminicidios, advertimos que el Periodismo fracasa como plataforma de denuncia. Publicita una realidad que perpetúa el rostro femenino como una figura atada a la victimización, el dolor y la opresión. Lejos de promover el debate y el exterminio de un conflicto tan histórico como insoportable, los diarios y las gentes normalizan y justifican la atrocidad de un arma tan fatídica como un desastre nuclear: el odio. Resignadas, las mujeres se ven solas ante un mundo que camina amargamente: los forasteros de emoción; los apáticos e indolentes.

Se publicó en 2011 Crónicas Negras, el libro que exhibe las cicatrices de la Centroamérica más mortífera y brutal. La sangre y el dolor atraviesan los 18 relatos que narran la tragedia de las pandillas, el crimen organizado y la violencia de una región que amontona cuerpos por deporte. Las crónicas del equipo de investigación Sala Negra del periódico salvadoreño El Faro inician con una desgarradora historia. La escribe el periodista Roberto Valencia, quien arranca con un título tan estremecedor como sugerente: “Yo violada”. A continuación, sus primeras líneas: “A Magaly Peña la violaron no menos de 15 pandilleros durante más de tres horas, pero eso quizá sea lo menos importante de esta historia”. Tal cual.

KEVIN ARIAS

Periodista