¿Marielos, qué llevas puesto?

RICARDO MILLÁN

Venía de prisa cuando el reloj marcó las once y cuarto. No le gustaba llegar agitada, pero la falsa elevación de la avenida Tercera, justo antes del Mercado Central, y un sol casi perpendicular, solían dejarla exhausta. Al doblar en la calle Cuarta, vio la fila interminable de patrullas y visitantes. Sabía que eso significaba menos tiempo para trabajar, una jaqueca segura en medio del polvo y los entreojos acusadores de la madre y las hermanas de Canalete, aún con vida, y su cliente fijo. 

Vestía un strapless dress floreado y desteñido que aún emanaba los últimos residuos de naftalina. Por encima de los escotes groseros y destramados, el pacholí rancio y la merula azulplata, se vislumbraba esa tez gruesa y los últimos bellos faciales. Sus manos, mallugadas y groseras, eran residuos de los trabajos de agricultura que su padre le enseñó hace unos quince o dieciseis años, si la memoria no me falla. 

-Marielos, es su turno-. Entró y olió el celo perruno que flotaba en el aire. Recordó cuánto odiaba esas paredes acartonadas, a veces cubiertas en papel periódico y los brazos anónimos colados en medio de los barrotes. En ausencia de la terapia ocupacional, su presencia cobraba mayor importancia. Eso solía ponerla ansiosa, y se le venía entonces una especie de disgusto interno, parecida a las náuseas, y una debilidad en ambas piernas.  

De seguido irrumpió la fotografía mental del día que su padre lo encontró vestido de mujer, los rezos de mamá y el dolor de espalda y nuca. Llegó también la imagen borrosa del maíz, la sangre y sus rodillas, el sonido de la hebilla cuando rebota en la carne, y luego, el desamparo de las primeras noches en la capital, cerca del Parque Morazán. Y uno, dos y tres, hoy no hubo tiempo para más. Sería otra semana de cuadrado, arroz y frijoles. Sin bistec.  

A las 6.32 a.m. vomitó debajo de la ducha y se restregó una vez más con lo que quedaba del paste. Adolorido, subió el pantalón a como pudo. Abrochó su camisa con la mano derecha para salir luego a pagar el cuarto por una semana. De regreso, pasaría a comprar la comedera con lo que le alcanzara. 

-Mario, ¿le alisto el arroz y los frijoles para llevar?-. Sintió el escozor y las náuseas volvieron. Percibía la sensación de apretazón en todo su cuerpo, y, según me cuentan, incluso se le hizo difícil respirar. Intentó tragar hondo, tomó la bolsa de la comida y salió a la calle. Sería una semana larga antes de volver a laborar. Había aprendido en ese instante que la penitenciaría era lo que llevaba puesto.  

* Concurso de microrrelato del Museo Penitenciario, en celebración del Día Internacional de los Museos, Ministerio de Cultura y Juventud, 18 de mayo de 2020. 

RICARDO MILLÁN

Profesor asociado, Universidad de Costa Rica