Los zurdos no son normales
Hay tantas cosas en que los seres humanos somos distintos. ¿Sabía usted que un 20% de las personas no pueden doblar la lengua para hacer un rollito? Pues así es: no pueden. Son distintas a la mayoría, es decir, no son normales. ¿Usted puede? Yo sí. Tampoco es normal ser zurdo, pues solo entre un 8 y un 13 % de la población mundial es zurda. En eso yo también soy normal: soy derecho (aunque de izquierda).
Sólo 2% de la humanidad tiene ojos verdes y menos del 1% tiene ojos grises: nada normal, aunque tal vez por eso mismo se ven súper atractivas las personas de ojos verdes o grises. No existen datos oficiales, pero se estima que menos del 1% de la población es pelirroja; el mayor porcentaje se da en Reino Unido e Irlanda donde apenas entre un 10% y un 15% de los ciudadanos son pelirrojos, o sea, que ni en Irlanda es normal ser pelirrojo. A las personas pelirrojas a veces las molestan, les hacen chistes o bullying. Papá, por cierto, era pelirrojo, igual que mi prima Arianne y mi sobrino Felipe.
Ser pelirrojo o tener ojos verdes o grises es tan raro, tan anormal, como la genialidad. Los genios, entendidos como personas con un coeficiente intelectual de 130 a 134, representan el 2 % de la población mundial, y los súper genios, con un coeficiente de 135 a 144 representan el 1% de la población. Pero bueno, ya sabíamos que no era normal ser un genio y probablemente usted no lo sea (yo tampoco, de fijo, si fuera un genio no estaría en estas sino en otras).
Pero hay rasgos humanos que son todavía mucho más minoritarios: se estima que una en cada 1.700 personas es albina o, más raro aún, que solo una en cada 10 mil personas tiene lo que se conoce como oído absoluto o perfecto, que consiste en la capacidad de identificar la frecuencia de un estímulo auditivo aislado sin la ayuda de un estímulo auditivo referencial. Yo tengo buen oído, pero bastante normal: muy lejos de perfecto.
Todas estas diferencias constituyen una rareza en su sentido estadístico: son características muy humanas... pero minoritarias: son características que no se encuentran en la mayoría de la población, sino en grupos minoritarios. Por eso decimos que no son normales, no son la norma: son excepciones, son raras.
A veces, estas diferencias, estas rarezas han sido consideradas como algo positivo, como una característica extraordinaria y deseable que distingue a quien la tiene. O tal vez fue así porque ciertas personas – la élite – tenían alguna de estas características minoritarias que, en consecuencia, no se percibían como excepción, sino como excepcionales – el lenguaje siempre tan sutil en sus matices. Sin embargo, otras veces, ha habido diferencias humanas que no solo fueron vistas como una rareza estadística inofensiva, sino que fueron mal vistas, fueron entendidas como una desviación incorrecta de la norma. Fueron diferencias que se percibieron no como mera diversidad sino como defecto: eran feas, eran malas; y sirvieron de base para la discriminación, para la opresión, para la persecución. O, de nuevo, el orden fue el inverso: se satanizaron algunas características de aquellos grupos humanos a los que se combatía, se dominaba, se explotaba.
Por eso es importante entender que todas estas diferencias – y la forma en que las tratamos en sociedad – no son iguales. Algunas de estas diferencias pueden originar cierto maltrato en forma de bromas, choteos o algún tipo de bullying, pero ese choteo puntual, aunque pueda molestar y ser doloroso, no es lo mismo y no puede compararse con la discriminación, la opresión o la agresión sistemática que resulta de la forma en que tratamos otro tipo de diferencias. A un pelirrojo le podrán hacer chistes, pero nunca le van a prohibir entrar a un restaurant. A una flaca podrán hacerle caras, pero siempre encontrará ropa para su talla en todas las tiendas y se verá reflejada y glorificada en las portadas de revistas, en películas y videos de música. A una persona muy blanca le podrán poner apodos en el colegio – todavía recuerdo a mi compañero al que apodábamos “papel” o, para hacerlo más personal, recuerdo cuánto me enojaba cuando a mí me decían “bananito” por pecoso: sí, eso puede molestar, pero nunca será una sentencia de muerte.
Por eso no tiene sentido igualar todas las diferencias, porque no son iguales. Por eso no podemos igualar el potente y más que justificado grito de #BlackLivesMatter con el trivial estribillo #AllLivesMatter. Por eso no podemos caer en el ridículo de decir que machismo y feminismo son dos extremos comparables ni sugerir que la violencia contra la mujer debiera reducirse a la categoría genérica de violencia doméstica, porque a los hombres también los agreden.
Volvamos por un momento a los zurdos porque, por mucho tiempo, alguna gente pensaba que eso de “ser zurdo” no solo era estadísticamente raro, sino que significaba que algo estaba mal con esa persona. Y así, por muchos años, la sociedad – desde las familias hasta las escuelas – hicieron un enorme esfuerzo por “enderezar” a los zurdos. Los obligaban a comer con la mano derecha, aunque la comida se les cayera de la cuchara o el tenedor. Los obligaban a escribir con la derecha, aunque la letra les saliera temblorosa y corrida. A veces hasta les amarraban la siniestra mano izquierda – valga la redundancia – para obligarlos a aprender a usar la derecha, como Dios manda.
Todo eso era absurdo y por dicha es algo que ha ido quedando atrás. Cada día reconocemos más que, aunque sean estadísticamente raras o anormales, no hay nada malo con las personas zurdas, no hay ninguna razón para tratar de que dejen de serlo. Y claro, a nadie, absolutamente a nadie le preocupa que su hijo o hija de pronto nos llegue a la casa con un novio zurdo. O que nuestro hijo o nuestra hija, sea zurda.
Aunque no sea normal ser zurdo, o tener ojos verdes, a nadie se le ocurriría hacer reglas – o, mucho menos, leyes – que trataran distinto a los zurdos, a los pelirrojos o a las personas de ojos verdes que al resto de nosotros. ¿Se imagina usted que hubiera una ley que diga que los zurdos no pueden votar; o que, aduciendo “objeción de conciencia”, alguien pueda negarle un empleo o un servicio a una persona pelirroja; o que las personas de ojos verdes o grises no pueden casarse por lo civil? Sonaría estúpido; y es que sería estúpido.
Y aquí quería llegar: si eso nos suena tan estúpido ¿por qué nos ha parecido correcto, por tanto tiempo, tener normas y leyes que trataban distinto a las personas que, en lugar de ser zurdos o tener un color de ojos poco frecuente, eran simplemente distintas en otro sentido?
Me refiero, por supuesto, a la diversidad sexual: a las personas que no calzan con la norma heterosexual que resulta mayoritaria en nuestras sociedades. Aunque no se sabe a ciencia cierta, se estima que entre un 5% y un 10% de la población mundial es homosexual o sexualmente diversa. Y digo que no se sabe a ciencia cierta precisamente porque en una sociedad que por varios siglos ha maltratado a esta población y, al igual que con los zurdos, ha tratado de “enderezarlos” o “curarlos” de su homosexualidad, no es fácil saber realmente cuál es el porcentaje de la población que realmente es homosexual, que bien podría ser mucho más alto. En este mero sentido estadístico, las personas homosexuales, como los zurdos, como las personas de ojos verdes o los pelirrojos, son raras, no son normales.
Lo curioso es que, al contrario de muchas otras diferencias o anomalías estadísticas que caracterizan a los seres humanos, esta diferencia referida a la sexualidad fue interpretada como mucho más que una diferencia. Cuando se dice que las personas sexualmente diversas son “raras” o que “no son normales”, no se quiere decir simplemente que son distintas a la supuesta mayoría, sino que se quiere decir que son anormales en un sentido normativo. Desde esta óptica, lo normal es lo correcto, lo deseable, lo sano, lo bueno; y lo anormal – la homosexualidad – es incorrecta, indeseable, enferma, mala. La homosexualidad fue vista no como una diferencia – como los ojos verdes – sino como una abominación.
Las personas sexualmente diversas no solo eran vistas como distintas, eran vistas como perversas... y pervertidoras: había que hacerlas cambiar – enderezarlas – o hacerlas desaparecer ya fuera escondiéndolas o, literalmente, acabando con ellas. Y así se ha tratado desde hace mucho tiempo la homosexualidad y a las personas sexualmente diversas, a toda la comunidad LGBTIQ+: persiguiéndolas, ilegalizándolas, agrediéndolas.
Por eso hoy nos resulta tan importante y simbólico que en Costa Rica hayamos dado el paso para unirnos a esos otros 28 países que han legalizado el matrimonio igualitario, el matrimonio entre personas del mismo sexo. Ya era tiempo de acabar con algo tan absurdo. Ya era tiempo de acabar con esta discriminación odiosa que prohibía que dos personas del mismo sexo que se amaban pudieran legalizar su amor y proteger su convivencia con todos los derechos que nos cubren a quienes vivimos en un matrimonio heterosexual o – como dirían algunos – en un matrimonio “normal”.
Por supuesto, esto ha provocado airadas reacciones de los sectores más conservadores de la sociedad y, en especial, de los sectores más homofóbicos. Hicieron todo lo posible por impedir que la opinión consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, tal y como lo estableció nuestra Sala Constitucional, condujera a la legalización del matrimonio civil para personas del mismo sexo. No lo lograron, pero han seguido regando veneno en estos días, amenazando con invocar la libertad de conciencia para atender matrimonios del mismo sexo en diversos tipos de servicios, desde el servicio de los jueces que deben casarles, hasta el de los salones, restaurantes, peluquerías, floristerías y demás establecimientos que sean contratados para atender en la celebración y fiesta correspondiente.
Hoy recuerdo cómo, hace más de 40 años, mi esposa y yo pudimos disfrutar un derecho que nos parecía completamente normal: el derecho a formalizar nuestro amor. En aquella Costa Rica, sin embargo, lo que para nosotros era normal, estaba vedado a parejas del mismo sexo, su amor era raro, anormal y más que eso, era visto como algo inmoral y en consecuencia fue definido como ilegal. Era un amor que solo podía ser clandestino, y así tuvieron que vivirlo miles de parejas. Otros, simplemente no lo vivieron del todo o se resignaron a vivir una falsa realidad, casándose con una persona del sexo opuesto, aunque no fuera la persona a la que amaban ni que les atraía sexualmente. Pues bien, ya no más. Con la legalización del matrimonio igualitario, nadie estará obligado a pasar por eso.
Y es por eso que hoy muchos estamos de fiesta en Costa Rica, celebrando que, finalmente, el derecho al amor se hace realidad en Costa Rica para todas las personas, saldándose así una deuda largamente postergada. Ha sido un paso lindo no solo por lo que ya significa para mucha gente que toda la vida tuvo que vivir escondida o como ciudadanos de segunda clase, sino que es un paso que va a impactar en la cultura nacional.
Es importante entender esto, porque lo que va a ocurrir es muy inusual. Tradicionalmente, es solo aquello que una sociedad considera como “normal” lo que llega a convertirse en norma jurídica, adquiriendo el carácter de “legal”. En esta ocasión, el orden se invertirá: esta legalización del matrimonio igualitario es la legalización de algo que todavía no es vista como “normal” por muchas personas en nuestra sociedad; sin embargo, será precisamente esta legalización la que, conforme la gente se vaya acostumbrando a esa nueva legalidad y se de cuenta de lo absurda que era la situación anterior, producirá una nueva normalidad. Conforme pasen los días y los años, la sociedad costarricense verá esta reforma – y el derecho de todos a legalizar su amor, independientemente de su sexo – como algo más y más normal. Y seremos una sociedad mejor.
LEONARDO GARNIER
@leogarnier