San José a pasos
Camino San José y solo reconozco pedazos, partes, bocacalles, negocios, firmas. La ciudad ha mutado en un cajón viejo y ya pequeño que no sostiene mucho de lo que fue. Sí, ya sé, soy viejo, no venga, ya no le luce, señor. Pero es también mí ciudad. Voy a reuniones, comidas, café con amigos, al teatro, un concierto en el Nacional que para salir de él creo que debo tener como al Terminator al lado mientras camino después de las 10 de la noche al parqueo donde dejé el carro.
He visto ciudades abandonadas ya por todos y dejadas en cascarón como Kansas City o Detroit, en ruinas, sin nada ni nadie. No es el caso de nuestra capital porque se salva como se salva la mayoría de las ciudades grandes latinoamericanas, porque su gente sigue ahí y la necesita, porque aún se vende y se compra algo, porque el autobús pasa por ahí aún.
Todas las paradas de autobuses le dan algo de vida y sentido a sus calles y avenidas. Los ministerios, la Corte, los pequeños consultorios médicos, los abogados que se aglutinan alrededor de los edificios del Sistema Judicial, los espacios de comidas rápidas porque ya no quedan restaurantes en la ciudad, algunos pocos cafés sin mucha oferta en la vidriera y ventas de fritangas en minúsculas ventanillas. El bello rincón de ciudad que conforman el Hotel Costa Rica, el Teatro Nacional y los museos del Banco Central aún ofrecen lo suyo. El enorme Melico frente al Parque Central con su quiosco tarantulado y la Catedral enrejada en cuyas escaleras ya no se puede esperar por nadie, aún se dejan ver.
Me gustan las calles ahora transformadas en bulevares en las que los peatones se dan gusto entrecruzándose desde un punto al otro de la ciudad. Me gustan sus caminantes a diferentes ritmos y las muchas ofertas que no sé quien compra pero que agregan color y calor a la desarreglada ciudad. Me gusta la zona de los mercados llenos de frutas y vendedores de chances y motocicletas pitando y sus oscuras entradas, el vocerío que dejan salir, la gente con bolsas de alimentos corriendo entre la lluvia.
La magia de lo que fue abandonó al Paseo Colón y sus calles aledañas. Al sur no pudieron hacer mucho los pequeños hoteles y hostales, y al norte la oferta de botas vaqueras desapareció para dar lugar a condominios y torres. Las grandes casas fueron destruidas para dar paso a oficinas y ventas de hamburguesas. En medio de todo esto la Sala Garbo casi abandonada es como una vieja película en blanco y negro que ya dejamos de ver.
El área que ocupa la Asamblea Legislativa está muy lastimada. Las heridas que vienen de adentro no las comentaré hoy, y son muchas. Quienes llegan a protestar y encadenarse a sus portones le agregan dramatismos pasajeros. Sin embargo, lo más dramático es su composición arquitectónica que no puede agregarle más estilos contrapuestos. El antiguo edificio del Sión no nos dice nada de su historia, la casa esquinera de bahareque se perdió como representante del siclo XIX, el actual edificio del Senado dejó de verse tras rejas y muros. El nuevo edificio alto y ciego nos hiere los ojos. Solo se luce el Castillo Azul en medio de todos ellos porque nos habla de tiempos atrás en que había confianza y dinero.
Un par de islas sobreviven, una porque se supo adaptar a los tiempos: Barrio Escalante; y otra porque ha sido olvidada y sigue ahí: Los Yoses. Uno, un viejo que no se dio por vencido, el otro, un fantasma que se ocultó frente a nuestros ojos.