Los grandes hombres
No sé si fue Benedetti o Galeano. La cosa es que alguno de ellos decía que si fuera cierto que las personas alcanzamos la inmortalidad a través de nuestras obras, vale más encomendarse a los arqueólogos que al Espíritu Santo.
Muertos los embajadores de Dios y muerta la temporalidad de los ciclos naturales, se instaló esa repugnante y urgente necesidad de trascender en virtud de nuestras acciones individuales. O nuestras producciones individuales, para ser más exacto.
La sangre de Luis XVI no había terminado de coagularse y ya en el mundo la igualdad era igualitarismo y se anhelaba todo aquello que fuera grande.
Pero grande en un sentido moderno, en un sentido haussmaniano.
No es casual que el siglo de Carlyle y Emerson fuera el siglo de las masas, del capitalismo, del socialismo y, al mismo tiempo, el siglo donde se edificó la nostalgia por esos grandes hombres a los que aludía Plutarco. Hablamos, pues, de un siglo que estaba cruzado de arriba abajo por la orfandad de Napoleón: desde los románticos a los malditos.
Las familias, entonces, fueron el ámbito de elaboración de esas otras mitologías humildes sobre esos otros grandes hombres humildes. Durante décadas, sucesivas abuelas de insignificantes prosapias conservaron los más anodinos tesoros en cajas de metal con abolladuras y trazos ingenuos de pintura. El rastro de esos otros grandes hombres humildes se demoraba, así, en los relojes destartalados que se detuvieron justo en la hora más oscura. Se demoraba en abalorios, rosarios insustanciales, anillos pueriles, cadenas de oro, documentos de identificación y monedas acuñadas en la prehistoria inflacionaria.
Luego, con la aparición de la prensa gráfica y la fotografía, ese rastro se demoraría en las esquelas de periódico y las fotografías carcomidas por el comején. Y de ese modo la memoria, que hasta ese momento era incolora, se volvía amarilla, sepia.
Junto a la joyería de la pequeñez, surgía también una joyería verbal de los nombres de los vecinos muertos, las canciones favoritas, los pájaros y los árboles imposibles que cosechaban frutos todo el año. Las historias repetidas cientos de veces. Historias cuyo valor, justamente, residía en su capacidad de replicarse cientos de veces. Porque, hay que decirlo, la joyería verbal de las abuelas abominaba la novedad.
Las supervivencias inverosímiles, los hijos muertos, los padres, los tíos, los parientes perdidos, de repente, eran vidas, existencias. Y por unos instantes, aquellos hombres comunes se convertían en grandes hombres, en hombres ilustres: desde el ebanista que bruñó un mueble para una señora de mucha plata hasta el cantinero que preparó un cóctel para un obispo.
En el siglo XIX se cultivó con vehemencia el oficio de proferir frases en el lecho de muerte. Desde la luz de Goethe a la rana ascendente de Emily Dickenson, el asunto de las últimas palabras se tomaba muy en serio. Hoy hacemos lo propio con nuestros tuiteos y posteos, con nuestros videos de Tik Tok e Instagram. Y no es raro que la prensa, ante un caso de muerte memorable, los reproduzca pródigamente. Tal vez porque, como en el siglo XIX, padecemos una orfandad de napoleones. O tal vez porque sentimos un horror espantoso ante la posibilidad de que el vacío, en definitiva, sea una ausencia de abuelas.
FABIÁN COTO CHAVES
@fabicocha