Nuestras emancipaciones

unsplash-image-pdbeQN71H1U.jpg

Celebrar la independencia es un ejercicio estéril si no contamos una a una nuestras emancipaciones. Han pasado doscientos años y flaco favor le haríamos a la historia si, de forma acrítica, inhalamos, inflamos el pecho y tragamos a bocanada grande el ingente hálito de renuncia y determinismo que pesa sobre buena parte de nuestra población.

Los grilletes (los otros grilletes) están tendidos y abiertos, sin embargo, nos atan con la misma efectividad como si estuvieran cerrados. No basta con saberse soberano, es necesario entenderse libre. Y la libertad no tiene ocasión de ser si no se fragua como el agregado del bienestar de cada uno de nosotros, sin que quede nadie atrás.

Debo insistir: ¿cómo celebrar y al mismo tiempo dar la espalda a las disímiles y frágiles realidades de muchos de los hogares costarricenses, en las que diariamente se decide sobre seguir estudiando o dedicarse a trabajar, sobre comer dos veces al día o una sola o sobre si ya va siendo tiempo de, silenciosa y anónimamente, abandonar los sueños de una vez?

Estas cuestiones comportan una disyuntiva fundamentalmente moral y hay una repetición de dicho ejercicio con cada decisión que se toma desde los estadios más eminentes en la formación de política pública, sobre todo en consideración de sus extensísimas percusiones en los demás estratos de la población.

Por ejemplo, si pensamos en el hecho de que debemos entre 6 y 7 colones de cada 10 que producimos y que, de esos 6 o 7 que debemos, una buena parte se la debemos a quienes tienen interés en que el estado siga pagando altos intereses por esa deuda de la que son acreedores, debemos admitir que estamos promoviendo un claro conflicto de intereses, por decir lo menos. Es decir, en buena medida nuestras amarras vienen de la cocina.

O si recordamos que la pobreza (tantas veces instrumentalizada) ha estado estancada por los últimos 30 años, debiendo sus variaciones marginales solamente a cambios en la metodología del cálculo y no a reformas con real incidencia en nuestra cotidianeidad, hay que decir que esta esta emancipación aún está por darse. Se trata de los mismos pobres, con atavíos diferentes: sectores periféricos, focos urbanos con amplias demandas insatisfechas, hogares monoparentales de jefatura femenina con altas razones de dependencia económica.

Y eso tiene un reflejo directo en la desigualdad. Creando una sociedad de estamentos diferenciados, clústeres de riqueza que se enquista con profunda mezquindad y que provoca que las diferencias entre los grupos sociales, se corten con cuchillo. El poder es casi dinástico, una afirmación autoevidente, y las oportunidades se diluyen conforme el determinismo social enconado pasa desapercibido.

La retórica de las élites ha dominado de tal forma la narrativa de lo público que las clases medias y estratos de menores ingresos, no en pocas ocasiones, terminan defendiendo los intereses de quienes ostentan el poder económico y promueven el sostenimiento de los poderes fácticos.

“No más impuestos” gritaban algunos, cuando lo verdaderamente inmoral es la evasión fiscal, que se lleva, en promedio, 900 millones de dólares anuales o la elusión que toma para sí el 22% de las ganancias posibles por impuestos corporativos. Esto es 359 millones de dólares anuales. Sumados corresponden a una reforma fiscal completa.

Debemos matizar esa afirmación; no más impuestos, pero para la persona trabajadora, para las MIPYMES que tanto temen formalizarse porque sí pagan la totalidad de los impuestos que les corresponden, con mínima o nula representación pública y mientras el mundo ha reconocido que existe una brecha considerable entre los impuestos que se le cobran a los trabajadores y los impuestos que se les cobran a las corporaciones.

Y se quiere corregir eso por medio de mecanismos de recuperación del esquema fiscal como la renta mundial, el impuesto mínimo corporativo, y demás; en nuestro país vamos para atrás, con un proyecto de Impuesto sobre la Renta que es solo para las personas físicas y que no realiza un abordaje para cerrar los portillos por los que perdemos continuamente cuotas de fiscalidad.

Lo anterior con la gravedad de que el último recurso para sostener un criterio de progresividad se basa en el establecimiento de un umbral que no reconoce las múltiples necesidades de las familias costarricenses, el nivel de endeudamiento y demás. Es inmoral, nuevamente, pensar en ponerle impuestos a las familias de clase media e inclusive de menor disposición de ingresos y seguir permitiendo que los grupos de interés, sus empresas satélite y las afincadas en los regímenes especiales, participen en poco o nada del reparto de las cargas públicas.

Esto debe conducirnos a repensar el modelo económico por entero, desde los indicadores con los cuales formulamos política económica, hasta el programa teleológico del quehacer público: es la gente el verdadero fin y el centro de toda política pública. No podemos jactarnos de nuestros niveles de disciplina fiscal, sin preguntarnos a qué costo, no podemos lanzar las campanas al vuelo, debemos hacer notar que la austeridad puede ser un instrumento de retroceso que se empecina con poner el dedo en la llaga de los grupos más vulnerables.

No podemos permitirnos crecer de manera desigual, es un autoengaño, un mito que se perpetúa con la ausencia de reconocimiento de las condiciones de nuestros pares, la productividad, denotada por el desempeño del Producto Interno Bruto dice poco o nada del desempleo, que tiene un componente coyuntural que le suma perniciosamente un 8% en tiempos de franca excepcionalidad, que además cifra en sí un componente sistémico que ignora el trascendental papel que juegan las mujeres en el cuido, por ejemplo y que, viéndolo con esta óptica cauterizada, poco tendrá que decir a propósito de las soluciones.

Y ni qué decir de la atadura más inquinada, la educativa: en primaria, los estudiantes en pobreza extrema, pasaron del 37.3% a 43% y en secundaria pasaron del 30.9% al 40% en cuestión de un año, entre 2019 y 2020.

Entonces ¿qué país tenemos? Cuando con estoica valentía nos enfrentemos a la crudeza de las cifras debemos pensar en qué hemos hecho en estos 200 años, el ejercicio memorístico debería ser de largo plazo, desconocer las condiciones y circunstancias inmediatas es malo, pero es peor desconocer las anteriores.

Drásticamente debemos empezar por un querer interhumano, célebre de violencia, que sepa arrebatar de las manos del canon de los mismos, de los que para sí se besan los mitos parroquiales con los que se conserva un aldeanismo colonial que se nos acomoda en las costillas como un dolor incómodo; la buena costumbre de querer emanciparse.

Ver esto, para quien ostente un mínimo de sensibilidad craneal, implicará una gana ubérrima de arrancar de los blasones parabólicos de la histórica, todas nuestras emancipaciones.

LUIS CARLOS OLIVARES

luigyom@hotmail.com