Homenaje a Giordano Bruno

JOSÉ MANUEL ARROYO

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El próximo 17 de febrero se cumplirán 420 años de la muerte en la hoguera, -en el Campo de Fiore, Roma-,  del filósofo, astrónomo, mago y poeta Giordano Bruno. A este insigne pensador lo persiguió el Santo Oficio (la Inquisición) varias veces y por distintas razones. Desde el punto de vista teológico se atrevió a poner en cuestión dogmas como el culto a las imágenes; el de la Trinidad (Dios tres personas en una);  la divinidad de Jesucristo, a quien concebía más bien como un gran Maestro o Mago; la virginidad de María; el celibato sacerdotal; la transustanciación en la Eucaristía. ¡Menudos temas! Desde el punto de vista cosmológico defendió la esfericidad de la Tierra y el sistema planetario copernicano, con el Sol y no la Tierra, en el centro del universo.  Pero además se atrevió, en un ejercicio filosófico-literario-intuitivo, a ir mucho más allá de Copérnico, planteando la existencia de innumerables mundos como el nuestro, inmersos en un universo infinito y homogéneo (constituido por los mismos elementos). Como tema de transición entre lo teológico y lo cosmogónico, concibió un panteísmo donde precisamente el universo es sagrado, Dios es todo y todos, no un señor sentado en una nube. 

Sólo para citar una de las consecuencias más revolucionarias del pensamiento de Bruno, si el universo es infinito, su centro no está en lugar alguno o, lo que es equivalente, puede estar en cualquier punto, según la perspectiva, absolutamente relativa, en la que cada quien se sitúe. Esta simple idea no sólo afectaba la cosmogonía; sino que también sugería una cuestión absolutamente subversiva para el ordenamiento social estrictamente jerárquico de su época y de las épocas venideras, así como equiparaba en dignidad/igualdad a todos los seres humanos, por muy distintas posiciones que se ocuparan por razón de clases, talentos, creencias o demás condiciones. Fue la de Bruno, una de las pocas voces que se hicieron eco de Fray Bartolomé de las Casas y condenó el atropello europeo sobre las américas, violentando otras culturas, civilizaciones, religiones y etnias, sólo por ser diferentes.

A Giordano Bruno lo persiguen, procesan y ejecutan por atreverse a pensar libremente y, en esa opción de vida, cuestionar las verdades intocables de su tiempo. Para la segunda mitad del siglo XVI los viajes de exploración y conquista alrededor del mundo, las observaciones, así como las mediciones conforme los avances tecnológicos y científicos, hicieron que esta mente preclara cuestionara “verdades” que resultaban insostenibles. Sin embargo, a Bruno lo liquida una combinación de poder político-religioso, mezcla explosiva que tiene vigencia aún hoy día y que busca reabrir las hogueras reales y metafóricas todavía en este tercer milenio.

En el proceso judicial que finalmente se le siguió,  Bruno estuvo preso esperando sentencia por largos siete años (viejo vicio del procedimiento inquisitivo clásico), fue confinado a una celda, torturado y reiteradamente acusado de herejía, blasfemia, impenitencia, inmoralidad y otros muchos cargos que le fueron ampliando y agravando con el tiempo. Curiosamente, sus verdugos le ofrecieron varias veces la opción de retractarse. El mismo Papa, Clemente VIII, temiendo convertirlo en un mártir, dudó de condenarlo y entregarlo a la jurisdicción civil para su ejecución, -de conformidad con otra de las normas del proceso inquisitorial-, actitud que en el fondo revela la mala conciencia que, pese a todo, siempre ha tenido la humanidad respecto a la pena de muerte. Al final, el acusado se negó a retractarse, se le condenó y la sentencia se ejecutó conforme se hacía con quienes no se desdecían, directamente consumido por las llamas y no dándole muerte primero, y quemando el cadáver después. 

El mejor homenaje que podemos hacer a este precursor e ícono de la libertad de pensamiento y de la ciencia moderna, es enfrentar con espíritu crítico los dogmas y supuestas verdades absolutas de nuestro tiempo.

Dejando de lado los fundamentalismos religiosos de toda índole, que aún hoy aprovechan la fe religiosa de la gente para construir estrategias de control político, podemos decir que el centro de discusión teórica, más de cuatro siglos después,  se ha desplazado, de la Teología o Cosmogonía hacia la Economía Política. Así, las verdades incuestionables de hoy (y con esto sólo sigo a Z. Bauman ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos? ), tienen que ver con que el “libre mercado” está dirigido por una “mano invisible” que automáticamente regula y supera cualquier asimetría; que todos los problemas de la humanidad se van a resolver si logramos un “crecimiento económico” constante e inagotable; que ese crecimiento debe estar acompañado por una “capacidad de consumo” por igual permanente  y cada vez mayor; que en esa lógica de los procesos económicos es normal y aceptable que haya “desigualdades”, ganadores y perdedores por derecho propio, dado que existen seres humanos individuales que son “naturalmente” talentosos y superiores y de cuya potenciación y desarrollo dependerá que algo le toque a todos los demás; y, finalmente, que todo esto se inscribe en el contexto de la “competitividad” a toda máquina, única condición que posibilitará la justicia y la reproducción del orden social ideal.

Pero la terca realidad actual, como la que tuviera que enfrentar Bruno en su momento, se impone de manera descarnada y las grandes cuestiones actuales quedan sin explicar si nos atenemos a los paradigmas socio-económicos oficiales. 

Los dogmas de una economía centrada en el “libre mercado” ha traído como principal resultado, una desigualdad o inequidad brutal, cada vez mayor, entre países y a lo interno de cada país. El mundo regido por las verdades del neoliberalismo no resiste las observaciones y mediciones de nuestro tiempo. La “mano invisible” es perfectamente reconocible en la especulación bancaria y financiera, así como en el subsidio a la producción, practicada por las grandes potencias y prohibida a las naciones pobres; el modelo de explotación incesante y despiadado para asegurarse un “crecimiento constante” tiene al planeta al límite de sus recursos y del colapso climático. Tampoco es cierto que la felicidad humana pueda comprarse conforme  su capacidad de consumo y la acumulación de insumos y dispositivos desechables año a año, ni podemos aceptar y ver como normal las profundas desigualdades incubadas, puesto que éstas se explican por las condiciones generales en que nacen y se desarrollan las personas (nivel económico de familia, calidad de escuela y universidad a que acceden, oportunidades laborales reales), es decir, las ventajas que efectivamente han tenido de trazarse un plan de vida y alcanzarlo, y no por supuestos talentos o virtudes especiales que unos afortunados poseen y respecto de los cuales al resto de la humanidad sólo le queda extender la mano para recibir limosnas. Y en fin, que esta humanidad no puede seguir apostando a la “competitividad” como clave de las relaciones inter-personales e inter-nacionales, porque ésta es sólo un eufemismo para denominar a la guerra, no sólo la comercial, sino para todas las formas de guerra-guerra que padecemos en pleno siglo XXI. Por supuesto que todo esto tiene que ver con el respeto efectivo a los derechos humanos de hombres y mujeres, de lo que nuestro filósofo también fue el precursor que apuntamos.

Giordano Bruno tiene un monumento desde 1889 en la Plaza Fiore de Roma, producto de un movimiento internacional que quiso inmortalizar su aporte a la libertad de pensamiento y a la ciencia moderna. Mientras su espíritu crítico sobreviva tendremos, como especie, alguna esperanza. El Cardenal Roberto Belarmino, principal inquisidor que dirigió el proceso en su contra y pocos años después también condujo el proceso contra Galileo Galilei, fue canonizado por la Iglesia Católica en 1930, declarado doctor de la Iglesia un año después y en su honor se creó un título cardenalicio que lleva su nombre. Esto último sucedió en 1969. Apenas ayer.

JOSÉ MANUEL ARROYO

Exmagistrado