Genealogía de los traidores

unsplash-image-PQGTLodF924.jpg

Elwood, el protagonista de Buffalo Soldiers, intenta escapar de la conscripción y se larga a rodar por las carreteras. Pide ride desde Nueva York y llega hasta la costa del Pacífico. En la marcha, según dice, descubre que Estados Unidos no es más que un país lleno de gente con ganas de contar la historia de sus vidas desgraciadas. De costa a costa, de extremo a extremo, cada kilómetro está implicado de sus matrimonios fallidos, de sus injustas sentencias a prisión y del odio que esas gentes sienten por sus padres. 

Elwood descubre que en la costa del Pacífico ya no hay paz ni amor ni armonía. Hay, eso sí, pandilleros en motocicletas, matones y estafadores. Y hay un tipo, Charles Mason, que es mucho más convincente que Martin Luther King.  

Es el mismo Estados Unidos de Tim O'Brien. 

O sea, el país donde los muchachos recién se dan cuenta que los padres mienten, que Westmoreland, a lo mejor, es uno de esos infames oficiales en la Sicilia de Malaparte y que la guerra contra los vietnamitas no tiene nada que ver con la guerra contra Hitler. 

No es casual que Elwood termine sirviendo en el ejército. Sirviendo en tiempos de paz, que es, quizás, la forma más ignominiosa de servir.  Y no es casual, además, que acabe convertido en un traficante adicto a la cocaína y heroína. 

Todo intento de cambiar el mundo es siempre una forma de traición: desde Jesucristo hasta Trotski. 

Sucedió con el miserable teólogo alemán de las 95 tesis. 

Sucedió con Napoleón.

Sucedió con Bolívar.

Sucedió con Wagner. 

Sucedió con Einstein. 

Y justo por eso, entre un creacionista y un progresista, aunque ambos estén rigurosamente equivocados, siempre es preferible el creacionista: en la noción de progreso y evolución residen los móviles de la deslealtad. 

Cuando Elwood recorre Estados Unidos los hippies y los revolucionarios ya empiezan a fugarse del mundo. Perduran como un rumor de fantasmas narcisistas. O, como en el libro de Taibo II, son un rastro de heridos ruinosos que deliran con Sandokán, Dick Turpin y el Che Guevara.

Surge, entonces, la cultura del héroe perdedor de izquierdas: una narrativa en la que la derrota personal opera como sinécdoque de los fallos del mundo. Los derrotados son samuráis zarrapastrosos que siguen usando pantalones campana, pelo largo, barba crecida y que desafían las convenciones y, supuestamente, privilegian el honor. 

Naturalmente se trata de un relato que no ensalza a los perdedores del mundo cotidiano: las gentes que se la pasan breteando y que solo desean contar sus vidas desgraciadas. No los ensalza porque las tentativas de cambiar el mundo, necesariamente, apelan siempre a entelequias: a super hombres, a hombres nuevos, a santos, no a hombres comunes.

Y mientras los profetas de tales entelequias pasan a ocupar puestos en cátedras universitarias, empresas familiares y organismos internacionales, los dementes que finalmente nunca pudieron contar sus desgraciadas vidas se congregan en milicias conspirativistas, posse comitatus

Hablan de OVNIS.

Se niegan, como Thoreau, a pagar impuestos. 

Y sueñan con hacer volar los edificios del gobierno. 

Hoy, mucho tiempo después, los expertos que salen en televisión insisten en que esos incoherentes y nerviosos embutidos de odio y paranoia representan una de las mayores amenazas para la democracia. Olvidan mencionar que ni la Reserva Federal ni el Pentágono son controlados por chimuelos ignorantes que se tatúan esvásticas y duermen con una AR-15 debajo del colchón. Es un hecho: quienes hoy pretenden regular el odio no son muy distintos a quienes pretendían regular el amor cuando Elwood echó andar por la Interestatal 81.

FABIÁN COTO CHAVES

@fabicocha