Fangio, el Atahualpa Yupanqui futurista

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Mis domingos de infancia nunca fueron de misa ni de visitas familiares. Tampoco eran domingos de cancha y partido de fútbol. Eran, ahora lo entiendo, como diminutas cuarentenas que se sucedían semana a semana. 

Los recuerdo largos, aletargados, perezosos. Domingos calurosos en los que alternaba las pantallas de Mario Bros con la lectura de enciclopedias. Al menos así eran los domingos a partir de julio, que era el mes en que se abría la temporada de caza en el Pacífico norte: mi papá iba todos los fines de semana de la temporada y yo era demasiado pequeño para resistir caminatas de 12 horas en los tórridos e incipientes cerros de Bagaces. 

Las carreras de Fórmula 1 eran lo único que me salvaba, lo único que me aliviaba de ese tedio infinito: Senna y Prost, Gerhard Berger y Nigel Mansell…  Ferrari, Williams, Maclaren, Lotus, Benetton... 

Por aquellos años yo imitaba a mi hermano mayor en todo. Absolutamente en todo. Y él era fanático de la Fórmula 1. A menudo yo lo esperaba a que regresara en la noche de sábado para ver juntos los resultados de la pole position. Y luego, al día siguiente, buena parte de la mañana la pasábamos viendo carreras en Argentina, Japón, Estados Unidos, Italia, Alemania o Francia. 

Eran las postrimerías de la Guerra Fría y recuerdo que mi hermano me explicaba que en la Unión Soviética no era permitido promocionar marcas de patrocinadores o, al menos, algunas marcas. Y recuerdo la franja blanca en el perfil de las llantas. Y recuerdo el McLaren de Senna con un solitario anuncio de Marlboro, porque el tabaco, desde siempre, ha estado por encima de cualquier ideología. 

Mi pista favorita era la de Mónaco: las calles estrechas, los edificios antiguos, los tramos de la ciudad. Supe luego que Chejov hablaba de un hombre en un casino de Monte Carlo. Supe luego que el primero en ganar ese gran premio fue Juan Manuel Fangio, el mejor piloto de todos los tiempos.

Senna decía que todos los años alguien sale campeón pero solo existirá un campeón mundial: Juan Manuel Fangio. Y Niki Lauda aseguraba que Fangio fue el mejor ser humano del automovilismo.  

Atahualpa Yupanqui hablaba de los gauchos que le quitaban el sudor a su caballo con el revés del puñal. Y decía que había que acariciarlo al caballo. Pero no como se acarician las bestias o las mascotas, sino como se acaricia una parte del propio cuerpo. Decía, además, que el hombre de a pie es la mitad de un gaucho, porque el gaucho siempre anda a caballo. 

Fangio, que acariciaba el auto después de una carrera, era un gaucho mecánico. Un gaucho futurista, si se quiere. Dicho de otro modo, tenía la misma sabiduría de Atahualpa pero trasladada a las máquinas. Era medio hombre fuera del auto. En la pista de Monza, según decía, hacía caso omiso a las señales antes de las curvas y se guiaba por los árboles y el temperamento del auto. Y aseguraba que siempre es necesario detenerse a pensar. 

Juan Manuel, El Chueco, el hombre que dijo: “no está mal ser importante, lo que está mal es creerse importante”.  

Alguna vez contó que los ingenieros alemanes de Mercedes, luego de que él bajara el tiempo en una vuelta, lo recibieron en boxes con un ramo de florecitas silvestres que recogieron al lado de la pista: “Ahí me di cuenta de que el alemán, también, es sentimental”

Hoy, a mis 39 años,  sigo viendo Fórmula 1.  Y pese a que ya no existen los Fangio ni los Ascari ni los Siffert ni los Lauda, me complace levantarme un domingo y desayunar pancakes con mi esposa mientras Mercedes y Hamilton ganan una y otra vez, mientras los otros pilotos intentan conjurar el misterio del tiempo y el espacio, tan semejante al de la soledad y la pampa.  

FABIÁN COTO CHAVES

@fabicocha