Rochino chuta el balón
PITOL & PITOL MILLÁN
Érase 1962. Dos años después Rómulo Ernesto Betancourt Bello dejaría la presidencia de Venezuela, luego de su segundo mandato. El ambidiestro Mickey Mantle sería el jugador más valioso en las Grandes Ligas, y los Yankees ganarían la Serie Mundial en medio de la crisis de los misiles rusos en Cuba. Yo, por mi parte, perdido en mi terruño caribeño, cumpliría mis primeros quince, mientras cursaba el tercero de Bachillerato. Aunque todavía no sabía bailar, ya me tomaba mis polarcitas de a 0.375 de Bolívar, unas tres lochas aproximadamente.
Para esos tiempos estuvieron llegando migraciones de españoles, italianos y portugueses, que venían huyendo de los sinsabores de la posguerra, en busca de mejores condiciones de vida. Rochino, un muchacho esbelto y atlético, de pelo abundante y cara alargada, era el primogénito de una de esas familias, los Lavecchia. Para ese entonces tendría unos 23 años. Pronto se dio a conocer por su afición por el fútbol, las motos Vespa y la comida de su país natal. Con la ayuda de sus padres, pudo montar una barbería en una de las calles más céntrica del pueblo que éramos para ese entonces. No pasó mucho tiempo antes de que empezáramos a cortarnos el pelo ahí, y consecuentemente, como suele ocurrir en esas circunstancias, a entablar amistad. Así las cosas, muchas veces en las tardes íbamos a joder y mamar gallo a su local.
Durante las vacaciones de medio año, nuestra pandilla se solía reunir después de almuerzo en la esquina de Vicente Vásquez. Ahí nos dedicábamos incontables horas a inventar qué hacer. En unas ocasiones corríamos patines, montábamos bicicleta o jugábamos perinolas o pelota de goma; en otras, bailábamos el trompo, le dábamos a las metras o volábamos papagayos, aprovechando las ráfagas de viento frecuentes en esa época del año en Margarita; también podía ser que fuéramos a la playa, montáramos en los techos para agarrar mangos, cotoperices y mamones, o bien, lográramos recuperar las pelotas bateadas y perdidas con anterioridad. Ese día, por azares del destino, tuve la ocurrencia de ir a buscar a la casa un balón de fútbol un poco esguañingado y espichado, con la intención de moldearlo con papeles de periódicos y trapos viejos, y poder mostrar mis dotes como defensa central o lateral derecho.
Porlamar todavía era un cúmulo de recintos familiares y los comercios escaseaban para la época. Y ahí estaban esas pintorescas casas coloniales, algunas perduran incluso al día de hoy, y han llegado a moldear parte de mi identidad: portales altos y amplios, un corredor profundo, la nave central iluminada por un patio de luz, las paredes gruesas de caña brava y bajareque sostenidas por columnas macizas, la distribución concéntrica de los cuartos y un flujo de aire continuo día y noche, gracias a que las puertas de madera permanecían abiertas, sostenidas por unas balas de cañón. Esos proyectiles eran de distintos tamaños y provenían de las guerras de la independencia; muchos de ellos incluso fueron disparados, y guardaban sus cicatrices como testigos. De aquí precisamente venía la leyenda que se comentaba en toda tierra firme: “en la isla duermen con las puertas abiertas porque no hay ladrones, además, los margariteños son muy sanos y hospitalarios”.
Una vez en la casa, entré por el zaguán y miré de reojo el parabán de madera de mamá y los vitrales en una puertezuela traidos de Cumaná. El balón de cuero puro, roído y desinflado me esperaba en el cuarto de visitas. Al regresar, tropecé con una de las balas de cañón, y fue cuando pensé en metérsela al esférico. – “Yo sí soy arrecho” –, recuerdo que pensé.
Una vez en la calle, en automático, casi sin mirarnos, todos nos pusimos en movimento, y rellenamos el balón con el proyectil, rodeado a su vez con trapos y papeles. Como a la 1 p.m. terminamos, y fue cuando idee un plan: poner el balón trampeado en medio de la vía, porque para ese entonces ni carros transitaban. Sabíamos que Rochino vivía como a una cuadra de donde estábamos en la dulce espera, y que ese día abriría La Bella Italia a las 2 p.m.
Quince minutos antes de la hora, ahí estaba, nuestro futbolista preferido. Al verlo, todos gritamos: – “¡Rochino, Rochino, Rochino, el balón, el balón!” –. Entonces el itálico saca a relucir toda esa idiosincrasia, tú sabes como son ellos, faramalleros, echones y pantalleros.
– “¿Cómo quieren el chute? ¿Empeine, puntilla o pata e'loro?” –, nos dijo el barbero sacando pecho, bien cuadrado con toda su fanfarronería. Fue cuando todos gritamos al unísono: – “¡Rochino, Rochino, chútala pata e'loro!” –. Por supuesto, aquel carajo arrancó a correr y se dio ese tronco de coñazo, que si está vivo, todavía le duele. ¡Coño, todos salimos corriendo! – “¡Piérdete carajo porque nos van a joder!”– , gritó uno de mis cómplices.
Como a las 8 p.m., cuando las calles estaban ya solas, empezamos a aparecer sigilosos de nuestros escondites. Alguien por ahí comentó que a Rochino se lo habían llevado al hospital, y terminó enyesado por fracturas en el pie y la pierna derecha. ¡Acuérdense que fue un patelorazo! ¡Casi naa! También dijeron que ya mi papá y mamá se habían enterado, por lo que creí conveniente irme mejor para casa de los abuelos y guarecerme ahí esa noche.
Al día siguiente todo el mundo sabía en Porlamar lo acontecido. Recibí toda clase de premoniciones, presagios y augurios, pero la intriga fue tal, que tuve la osadía de pasar frente a su local. Y ahí estaba, cortándole el pelo a un cliente, enyesado con tipo bota que le llegaba hasta la rodilla.
Al verme, se enfureció y corrió a la puerta gritándome con su marcado acento de origen: – “¡figa della mamma, coño’e tu madre, figlio di puttana, te matare!” –. Por supuesto que corrí y me perdí, y luego busqué refugio con Orlando, quien años después sería mi compadre y cuñado. Le expliqué titubeante, en medio de una risa nerviosa, que gracias a Dios y a la Virgen del Valle no le coloqué la bala de cañón de casa de mis abuelos, porque era más grande y pesada, y de vaina y se queda pasmado.
Esa noche mis padres fueron donde los señores Lavecchia a disculparse y a correr con los gastos médicos. Pronto se terminaron mis vacaciones, y tuve que regresar al internado en el Liceo San José de Los Teques, en el Estado Miranda. Cuando vinieron las festividades de diciembre, volví a Margarita, y por esas cosas de la vida, en una lección de humildad y paz interior, Rochino permitió que volviéramos a ser amigos. Siempre me decía: – “¡tronco de vaina me echastes grandísimo coño’e madre, toda Italia supo ese cuento! Por eso toda la familia y amigos me joden ahora” –. Entonces, con toda su nobleza de buena gente y esa esencia de gran ser humano que le caracterizaba, me abrazaba con cariño sincero.
Gracias Rochino por tus enseñanzas y aprendizajes. Saludos y cariños amigo, donde quiera que te encuentres.