Ese bus fatal
Jerry Rivera ya lo había decretado en su célebre elegía salsera: "Ya nadie se interesa por los sentimientos". Yo voy más allá: ya nadie le pone nombre a los buses y eso, aunado a las margaritas y las estrellas y los unicornios de Rivera, debería bastar para constatar que nuestra época es una absoluta porquería.
Los esclavos que fabricaban ladrillos en la Grecia antigua y dejaban sus marcas mediante ligeras ondulaciones e imperfecciones insubordinadas.
Los artesanos medievales de los que hablaba John Ruskin: esos creadores de gárgolas y portales de arco que se acercaron a la eternidad desde el acabado tosco y el erotismo de las asperezas.
Los constructores de carretas para bueyes que estamparon diseños coloridos hermosamente inútiles a medio camino entre la ilusión óptica y las verjas modernistas.
Todos ellos operaban en el mismo ámbito de los autobuseros que le pusieron nombres y mandaron a pintar sus unidades con extravagantes idealizaciones paisajísticas. Todos ellos operaban desde el ámbito de la metamorfosis: la funcionalidad de sus objetos se ampliaba en la forma.
A propósito de los alfareros, Lévi Strauss observó que la arcilla es buena para pensar. Decía que la arcilla cocida proporcionaba un medio para transmitir imágenes. Y decía que esas imágenes, por su lado, creaban una estructura narrativa que viajaba y se intercambiaba, también, como un producto cultural.
Algo semejante sucedía con esos buses en cuyo costado aparecían nombres de familiares, amigos, desconocidos o jugadores de fútbol. La ciudad, entonces, adquiría plenamente el estatus de relato y uno entonces se sentaba en la parada a esperar por Shirley Sofía o Kendall Geovani.
Se trataba de formidables murales ambulantes con imágenes de Cristos cósmicos y atardeceres cursis que se apelotaban en las calles para aportar a la industria de los glaciares lagrimeantes.
Se trataba de verdaderas ofrendas a lo público.
Para los choferes, de seguro, constituían una suerte de oficina itinerante. Es decir, al dichoso bus lo sentían como propio. Por eso colgaban la foto de la esposa o de la hija a la par del retrovisor. Por eso le instalaban disparatadas empuñaduras de palanca donde figuraba algo así como una Virgen de los Ángeles a lo Sgt. Pepper’s.
Sabemos que existe un bus. Ese bus fatal.
No solo tiene un escape que haría desmayar a Gretta Thumberg, sino que, a menudo, se parece a la vida donde nos carbonizamos.
No solo es viejo, feo escandaloso e incómodo, sino que, además, no tiene nombre ni pinturas de paisajes.
Uno se monta a ese bus y el mundo es simplemente una sucesión de presas y baldazos. Uno se monta a ese bus y en cada asiento hay una muchacha despintándose las uñas con un líquido cuyo olor provoca jaquecas y neurosis. Y cuando asciende un cerro el tacómetro de ese bus amenaza con estallar en medio de agujas amputadas y violentos resortes.
Sabemos, repito, que existe un bus. Ese bus fatal sin nombre.
FABIÁN COTO CHAVES
@fabicocha