El regreso a la escuela luego del COVID: un regreso al futuro

De dónde venimos

Durante el tercer cuarto del siglo XX, muchos países de América Latina realizaron un gran esfuerzo por aumentar la cobertura de sus sistemas educativos, pues la modernización política y económica de estos países demandaba un recurso humano más educado y la situación previa era dramática. El avance fue muy importante, pero, aún así, fue un avance incompleto que reflejaba la propia desigualdad del continente. 

En Costa Rica, por ejemplo, la cobertura de secundaria no llegaba al 20% en los años cincuenta y, aún después de un esfuerzo tenaz y sistemático por dos décadas, apenas había superado el 60% a fines de los años setenta. Sin duda era un gran logro, pero también un logro insuficiente y desigual: en 1980, las hijas e hijos de poblaciones rurales y urbano marginales seguían fuera del colegio.

Este desigual avance se vio interrumpido de forma imprevista por la crisis de fines de los años setenta: en casi todo el continente cayó la producción, se disparó el desempleo y se enfrentó el embate de la híper-inflación. Aumentó nuevamente la pobreza y cayeron los ingresos de los gobiernos. 

Fueron años de crisis y ajuste que se asociaron con políticas de austeridad y recortes del gasto y la inversión pública, afectando severamente la inversión educativa, que cayó en términos absolutos.  Esto frenó los avances en cobertura educativa de las décadas anteriores y, en algunos países, incluso se vivió un retroceso educativo. En el caso de Costa Rica, la cobertura educativa cayó del 60% al 50% y tardaría 20 años en recuperar los niveles alcanzados en 1980. Durante dos décadas, la mitad de las personas jóvenes costarricenses ni siquiera entraron al colegio. 

Aunque muy lentamente, la inversión educativa empezó a recuperarse después de la crisis. La participación del gasto educativo en el PIB y el gasto por estudiante mejoraron, pero seguían por debajo de los niveles alcanzados antes de la crisis. Ante la pregunta de por qué en la América Latina se ha hecho tan difícil reducir la pobreza, o por qué sigue siendo la región más desigual del planeta, es necesario remitirnos siempre a esta tragedia educativa: si la mitad de las y los jóvenes de aquellos años no fueron al colegio, eso significa, ni más ni menos, que la mitad de la fuerza de trabajo de hoy cuenta, apenas, con un nivel de educación primaria. Tanto en lo educativo como en lo productivo, se trata de una generación perdida: sin educación, estas personas quedan condenadas a la pobreza.

Afortunadamente esto ha venido cambiando en las últimas décadas, cuando la mayor parte de los países del continente han logrado expandir la inversión educativa, ampliando la cobertura y cerrando brechas educativas. En este siglo, la tasa neta y bruta de cobertura en secundaria han aumentado en la mayor parte de los países de América Latina, lo mismo que la tasa de finalización de la educación secundaria y la de cobertura en educación superior. También se redujo el porcentaje de la población joven que no asiste al colegio. 

Pero si bien estas mejoras en cobertura han sido importantes, el continente sigue acusando dos grandes deudas: la deuda de la equidad y la deuda de la calidad. A pesar del aumento en cobertura, sigue siendo cierto que las oportunidades educativas en América Latina están muy desigualmente distribuidas: las familias rurales, las familias de menores ingresos, las familias con menor nivel educativo y las poblaciones vulnerables – los pueblos originarios en particular – tienen un acceso mucho más reducido y difícil a las oportunidades educativas y, sobre todo, a las mejores oportunidades educativas. Pero aún esas oportunidades se quedan cortas en términos de calidad educativa, en términos de los verdaderos logros de aprendizaje, como se revela tanto en las pruebas regionales como en las pruebas internacionales. 

El impacto educativo de la pandemia

Y fue justo sobre esas graves carencias educativas que, a principios de 2020, se sufre el embate de la pandemia. Durante el primer trimestre del 2020, se suspendieron las clases presenciales y la educación se paralizó prácticamente en toda la región. Este cierre obligado no solo tomó desprevenidos a los sistemas educativos de la región, sino que les planteó una exigencia que parecía casi imposible: mantener viva la escuela mientras las escuelas mismas estaban cerradas, implementando diversas modalidades de educación a distancia para las que nunca se habían preparado realmente. 

Conforme pasaron los meses, los sistemas educativos empezaron a reaccionar de distintas formas. Reaccionaron las autoridades. Reaccionaron los centros educativos y sus docentes. Reaccionaron también los estudiantes y sus familias. En forma necesariamente improvisada y con muchas variantes entre los países, se recurrió a diversas herramientas de educación a distancia, desde el uso de incipientes plataformas educativas, hasta herramientas más sencillas como los WhatsApp e incluso las fotocopias, la distribución de materiales y las llamadas telefónicas. 

Como no podía ser de otra manera, esto no hizo más que evidenciar los problemas de acceso desigual a la conectividad, al equipamiento y a los materiales educativos. Esto exige reconocer lo que siempre se ha sabido: que además de las carencias de los sistemas educativos latinoamericanos, también son muy desiguales las condiciones en que viven y pueden estudiar los estudiantes en sus casas y el apoyo que pueden recibir de sus familias. 

Por eso, y a pesar de todos los esfuerzos, la pandemia ha provocado una gran pérdida educativa. De eso no debe haber duda. Una gran parte de los conocimientos que las y los estudiantes debieron adquirir durante los cursos lectivos 2020 y 2021, simplemente no se alcanzaron o se lograron de una forma muy parcial y desigual. Esto ha sido así en todo el mundo. Según el estudio sobre “El impacto económico de las pérdidas educativas”, de Hanushek y Ludger, publicado por la OCDE, “hay indicios de diversos países de que muchos de los estudiantes tuvieron muy poca instrucción efectiva. Para una proporción significativa de los alumnos, el aprendizaje durante el cierre de escuelas pareciera haber sido casi inexistente”. Citan el caso del seguimiento temprano desde una aplicación en línea para la enseñanza de las matemáticas en varios distritos escolares de los Estados Unidos, que sugiere que el aprendizaje sufrió un fuerte descenso durante la crisis, especialmente en escuelas en áreas de bajos ingresos. En ese mismo sentido, la evidencia en Alemania muestra que el tiempo que los niños dedican a actividades escolares se redujo a la mitad con la pandemia, con un 38% de los estudiantes dedicando no más de dos horas diarias al estudio y un 74% dedicando menos de cuatro horas. Por el contrario, indican que el tiempo dedicado al entretenimiento – viendo televisión o jugando con computadoras o celulares – aumentó a más de cinco horas diarias. La experiencia de otros países no debe ser muy distinta y probablemente las pérdidas serán más graves cuanto menor fuera la solidez y la equidad del sistema educativo de los países. 

De acuerdo con investigaciones recientes, se estima que la proporción de niños que no son capaces de leer y entender un texto simple al final de la primaria podría aumentar de 51 por ciento a 62 por ciento como resultado de la pandemia. Además, se estima que la proporción de jóvenes de primer ciclo de secundaria debajo del nivel mínimo de rendimiento según el indicador que utiliza el puntaje de las pruebas internacionales PISA, podría aumentar de su nivel actual de 55 por ciento al 71 por ciento. Estas pérdidas, además, se distribuyen muy desigualmente en la población, afectando mucho más a estudiantes de los niveles socioeconómicos más bajos (Banco Mundial: 2021 p. 7).

Pero el impacto educativo va más allá de los aprendizajes perdidos durante el cierre total o parcial de las escuelas. Son abundantes las investigaciones que muestran que los efectos de suspensiones prolongadas de los procesos educativos son aún mayores que la duración misma de la suspensión, pues involucran el “olvido” o la falta de práctica de los conocimientos adquiridos en los períodos previos, conocimientos que se requieren para avanzar en el nivel siguiente una vez que se reanudan las clases. Si el impacto ha sido elevado en países con sistemas educativos sólidos y en los que las familias tienen un nivel educativo relativamente alto y acceso a materiales educativos y tecnológicos, es claro que en el caso de países como los de América Latina, el impacto puede ser realmente dramático.

Además, América Latina enfrenta el riesgo de perder parte importante de los avances en inclusión educativa de los últimos veinte años, pues la pandemia – y sus efectos sobre la economía de las familias – podría provocar un aumento del abandono escolar y una caída de la cobertura educativa. Esto es lo primero que hay que evitar: los gobiernos y las comunidades educativas deberán usar todas sus herramientas – que afortunadamente hoy son muchas más de las que tenían en el pasado – para evitar un aumento de la exclusión educativa. 

Además, las autoridades educativas deberán impulsar estrategias para que los centros educativos puedan organizar procesos de aprendizaje que reconozcan la diversidad de las experiencias vividas por sus estudiantes durante la pandemia, dando prioridad a los aprendizajes estratégicos indispensables para seguir avanzando y partiendo del nivel previo alcanzado por cada estudiante. En particular, se requiere de apoyos adicionales para aquellos que se encuentren en mayores niveles de rezago y vulnerabilidad, de manera que puedan retomar con éxito su ritmo de aprendizaje y evitar, a como haya lugar, su exclusión educativa. 

Hay riesgos, pero también se abren oportunidades para la educación 

Como toda crisis, esta es una que, junto a sus riesgos, viene acompañada de una enorme oportunidad no solo para revertir las pérdidas educativas, sino para dar un salto largamente esperado.

En efecto, a lo largo de estos dos años, la pandemia ha obligado a todos – desde los estudiantes y los padres y madres de familia hasta las autoridades educativas, pasando en especial por las y los docentes – a echar mano de un sinnúmero de recursos educativos que estaban ahí, pero que no se estaban aprovechando de manera significativa. Es así como, “a la fuerza” – gracias a la pandemia – los países han aprendido a usar herramientas que no solo serán útiles durante la emergencia, sino que a futuro, conforme ceda la pandemia, deberán convertirse en instrumentos cotidianos de una nueva práctica educativa.  

Las clases nunca volverán a ser solamente presenciales, sino que combinarán en distintas proporciones la enseñanza presencial y las diversas formas de aprendizaje remoto. Esto abre la puerta a interacciones muy variadas: las y los docentes podrán usar diversos tipos de plataformas y medios para ampliar o profundizar en distintos temas; los estudiantes ya no aprenderán solamente de su docente de aula, sino que podrán interactuar con muchos otros docentes, podrán aprovechar infinidad de recursos educativos o informativos y, algo particularmente potente, podrán interactuar y trabajar colectivamente con sus compañeros, con estudiantes de otros centros educativos, de otras zonas y hasta de otros países. Si se toman las decisiones pertinentes, podrá haber un acceso abundante a recursos audiovisuales – como las lecciones y videos que se hayan grabado para la televisión o para circulación por Internet en muchos países durante la pandemia – o aplicaciones de aprendizaje disponibles para acceder a ellas desde las computadoras, desde las tabletas o los celulares. De nuevo, el equipamiento y la conectividad son retos que no pueden dejar de atenderse. 

El esfuerzo más grande está en el diseño y producción de nuevos recursos educativos. Este es un esfuerzo que requiere una gran inversión inicial y, por tanto, tiene un gran costo fijo. Sin embargo, una vez que estos recursos existen, el costo de que un estudiante más o un docente más tenga acceso a ellos, es insignificante. En muchos países se han venido desarrollando herramientas y recursos de aprendizaje para enfrentar creativamente las consecuencias educativas de la crisis. Muchos de estos recursos, aunque hayan sido desarrollados en una comunidad, región o país, pueden ser igualmente aprovechadas por estudiantes y docentes en otras latitudes. Incluso la interacción tanto de docentes como de estudiantes de diversos contextos tiene un potencial enorme en términos de los aprendizajes del siglo XXI. El potencial para que los recursos generados en cada país estén disponibles en todos los países, es muy grande. Ya hay entidades – como el Banco Interamericano de Desarrollo – trabajando en el establecimiento de repositorios para recursos educativos de este tipo. Son recursos que todos los países debieran aprovechar y con los que todos debieran contribuir.

Si esta crisis permite llegar a contar con este tipo de repositorios, con plataformas para el aprendizaje colaborativo, para intercambios educativos, para crear redes de aprendizaje... en fin, para contar con una especie de wiki educativo latinoamericano, habrá sido una crisis bien aprovechada. El riesgo habrá sido transformado en oportunidad. 

Pero no se trata solamente de aprovechar los recursos tecnológicos disponibles. Se trata, sobre todo, de aprovechar el efecto colateral de la prolongada falta de presencialidad para estimular y promover procesos de aprendizaje autónomo por parte de las y los estudiantes. La crisis de la pandemia ha hecho aún más evidente que, a estas alturas del siglo XXI, el papel de los docentes debe ser otro: ya no debe ser la persona que brinda información y conocimiento a sus estudiantes, sino quien les guía en sus procesos de aprendizaje. Tal vez la pandemia sirva para que, finalmente, las y los educadores se conviertan en promotores y guías activos de los procesos de aprendizaje autónomo de sus estudiantes. 

La buena educación exige recursos

En fin, se abre un sinnúmero de posibilidades no solo para recuperar lo perdido durante la pandemia, sino para dar un salto educativo que termine de cerrar las brechas educativas que se arrastran. Esto, sin embargo, no pasará automáticamente ni por inercia. Toca hoy identificar y superar los vacíos, los cuellos de botella y las debilidades que podrían frenar ese salto adelante, un salto que busca al mismo tiempo la mayor equidad y calidad de nuestra educación. Toca generar este cambio y – por supuesto –toca garantizar los recursos necesarios para que esto ocurra. 

Y es necesario enfatizar en este tema, porque así como la pandemia representa riesgos y oportunidades educativas que exigen una mayor cantidad de recursos, también es cierto que la pandemia ha golpeado con fuerza las economías de todos los países y las finanzas de sus gobiernos, lo que amenaza con traducirse en recortes presupuestarios que afecten, entre otros sectores, a la educación. Frente al riesgo de recortes presupuestarios, hay que planificar y, sobre todo, hay que construir alianzas y hay que argumentar sólidamente. 

Por supuesto, es posible dar un sinnúmero de argumentos educativos, sociales, culturales y éticos que bastan y sobran para justificar el financiamiento de la educación. Estos argumentos sin duda son importantes, pero no siempre serán suficientes. En tiempos de vacas flacas, en tiempos de menor crecimiento económico, en tiempos de creciente desempleo y pobreza, se vuelve particularmente aguda la lucha por los recursos públicos y toma mayor fuerza la valoración económica en la asignación de estos recursos. 

Por eso, a las valoraciones anteriores, debe agregarse con particular rigor la valoración económica de la inversión educativa. Afortunadamente, la evidencia sobre el retorno económico de la educación es abundante y sólida. De acuerdo con estimaciones recientes Patrinos y Psacharopoulos (pp. 5-10) muestran cómo, durante el largo período que va de 1950 a 2014, la tasa privada de retorno de un año adicional de escolaridad fue altísima: de un 8.8%. El retorno es todavía más alto – un 9.5% – si se analiza solamente a lo ocurrido a partir del año 2000. En algunas regiones, como América Latina, el retorno privado de un año de educación alcanza un asombroso 11%, lo que evidencia la creciente importancia económica de una fuerza de trabajo altamente educada. 

Pero esto solo se refiere a la rentabilidad privada de la educación, a su capacidad para mejorar la productividad, el empleo y los ingresos futuros de las personas educadas. Pero eso no es todo. Los beneficios económicos de la educación no se reducen a esos efectos privados percibidos por las personas cuya educación mejora. El mayor nivel educativo de cada persona contribuye a elevar la productividad y el ingreso de otras personas y de la economía en su conjunto. Además, se sabe que personas más educadas contribuyen a una mejor convivencia, a un mejor ejercicio de la ciudadanía, a un diálogo social y político más eficaz y razonable y, también contribuyen a elevar el nivel cultural de la sociedad, tal y como se refleja – por ejemplo – en la calidad de la producción y el consumo artístico. 

Por todo esto, Patrinos y Psacharopoulos (p. 14) resaltan que las tasas de retorno privadas subestiman los verdaderos rendimientos de la educación, que deben tomar en cuenta sus efectos externos y sociales.  Afirman que, con solo tener en cuenta una de esas externalidades, la tasa social de retorno de la inversión en educación podría ser un 50% más alta que la estimada tradicionalmente. Por ejemplo, monetizando el valor de una sola externalidad de la educación – su impacto en reducir la mortalidad – se aprecia que la tasa social de retorno de la inversión para producir un año adicional de escolaridad en los países de bajos ingresos es del 16%. 

Por supuesto, el principal objetivo de la educación no es puramente económico sino que es fundamentalmente ético. Pero este tipo de valoración económica es importante para entender que, a la hora de planificar los presupuestos, a la hora de decidir qué programas se financian más y cuáles se financian menos, no es racional desentenderse de este claro retorno económico de la inversión educativa. Con solo reflejar parcialmente la importancia que la educación tiene para el bienestar material de los países y para la calidad de su vida y su convivencia, debiera ser suficiente como para que quienes toman esas decisiones entiendan el valor de la inversión que hace falta para garantizar una educación de calidad para todos y para que así se pueda evitar cualquier retroceso educativo como resultado de la pandemia. 

Por todo eso, hoy más que nunca es urgente entender que restar recursos a la inversión educativa suele ser una decisión que no solo es social y éticamente cuestionable, sino que resulta económicamente irracional e ineficiente. Esta idea fue bien expresada por Robert Orben en palabras que muchos han repetido luego: “If you think education is expensive, try ignorance”. Algo muy parecido, en otras palabras, había sido planteado hace muchos años por un gran educador costarricense, Omar Dengo, que dijo que “Ahorrar en educación es ahorrar en civilización.” 

Referencias: 

Hanushek, Eric y Woessmann, Ludger (2020): The Economic Impacts of Learning Losses, OECD

Psacharopoulos, George y Patrinos, Harry (2018): Returns to investment in Education: a decennial review of the global literature, Policy Research Working Paper, 8402, The World Bank 

Banco Mundial (2021): Actuemos ya para proteger el capital humano de nuestros niños

LEONARDO GARNIER

@leogarnier