Errores, erratas y bacterias

JURGEN UREÑA

Cuenta Pablo Neruda, en su autobiografía Para nacer he nacido (1978), que cierta vez el español Manuel Altolaguirre imprimió un libro para un “melifluo rimador cubano”. Al abrir el impreso descubrieron que donde el rimador había escrito “Yo siento un fuego atroz que me devora”, se leía “Yo siento un fuego atrás que me devora”. Al día siguiente sepultaron su error en las aguas profundas de la Bahía de La Habana.

“Errar es humano.” Conocemos la frase desde la infancia, aunque la conocemos casi siempre a medias. “Errar es humano, pero perseverar en el error es diabólico”, afirma la expresión completa, vinculada con un diablo perseverante llamado Titivillus, que durante la Edad Media introdujo erratas en los textos de los copistas, por orden expresa de Satanás.

En 1455 Johannes Gutenberg decidió que el primer libro que se imprimiría a gran escala sería La Biblia. A partir de ese momento Titivillus intervino biblias que hoy se identifican por sus erratas como las biblias de los bichos (1535), los maltratadores (1549), o los impresores (1612). Finalmente, la perserverancia de Titivillus lo condujo hasta su obra maestra: La Biblia malvada (1631), cuyo sexto mandamiento ordena: “cometerás adulterio.”

Existe una tradición que asocia a las erratas con plagas y bacterias. Neruda perseguía a las erratas “con insecticida y escopeta”, Gómez de la Serna aseguraba que “la errata es un microbio de picadura irreparable” y Alfonso Reyes la llamó “viciosa flora microbiana”. Sin embargo, la agudeza de Reyes le permitió entrever que el reverso de la errata es el hallazgo. En su poema Sol de Monterrey (1932), el mexicano escribió: “Más adentro de la frente” y una errata cambió la frase por “Mar adentro de la frente”. Reyes reconoció que el error había mejorado su escritura.

Un error permitió que Alexander Fleming descubriera la penicilina. En 1928, el doctor Fleming olvidó un cultivo de bacterias cerca de una ventana que estaba abierta en el sótano del Hospital de Saint Mary de Londres. Después se fue de vacaciones. A su regreso, descubrió que el cultivo estaba cubierto con una especie de moho que había matado a las bacterias. Desde entonces, la penicilina ha salvado la vida de millones de personas.

¿Hacia dónde nos conduce esta cadena de anécdotas sobre erratas y errores afortunados? A las bacterias, por supuesto: esos organismos resistentes y ubicuos que representan nuestro mayor error de apreciación. Históricamente hemos visto a las bacterias con malos ojos. Por encima del hombro. De manera abiertamente equivocada. Hoy comenzamos a entender, muy lentamente, que las bacterias podrían salvarnos.

Plástico y radiación

A inicios de los años ochenta, en sincronía con la época más caliente de la Guerra Fría, las principales marcas de desinfectante les declararon la guerra a las bacterias. A todas, sin hacer diferencias ni consesiones: las que producían el cólera y la difteria; las responsables de la escarlatina, el tifus y la tuberculosis. A todas las que conocíamos y temíamos, claro, cuando olvidábamos que a las bacterias también les debíamos el queso, la mantequilla, el vino y el yogurt.

Por aquellos años, el geólogo Dougal Dixon publicó Después del hombre (1981): un texto científico en el que se afirmaba que, después de que los seres humanos hayamos desaparecido, el mundo estará dominado por murciélagos y roedores gigantes. Dixon igualaba las dimensiones de los principales depredadores del futuro con las de los dinosaurios e ignoraba, como hemos ignorado olímpicamente, que el mundo siempre ha estado, y seguramente siempre estará, dominado por las bacterias.

Hoy, la mayoría de los científicos afirma que los próximos grandes depredadores serán microscópicos. “Creo que será una especie que pueda adaptarse a las nuevas condiciones; por ejemplo, algo que pueda comer plástico”, afirmaba la experta en biodiversidad Kate Jones, en declaraciones ofrecidas el año pasado a BBC News. Plástico. No podía ser de otra manera, considerando que no hemos dejado otra cosa a nuestro paso. Para muestra, los 8 millones de toneladas de plástico que llegan a los mares y océanos cada año.

En 2016, científicos japoneses probaron diferentes bacterias de una planta de reciclaje de botellas y descubrieron una que era capaz de digerir el plástico empleado en botellas de un solo uso. Su nombre recuerda a los monstruos que enfrentaban a Mazinger Z: Ideonella Sakaiensis 201-F6. Tras ese feliz descubrimiento, al final de la mesa de los grandes comensales, después de los vegetarianos, veganos y ovolactovegetarianos, de los celiacos, carnívoros, frugívoros y omnívoros, tienen un lugar de privilegio los plasticóvoros.

Cuando pensamos que una catástrofe nuclear supondría la desaparición de la vida en la Tierra ignoramos que existe una bacteria notable por su resistencia a las radiaciones gamma, a la luz ultravioleta y a la desecación prolongada. Una dosis radioactiva de unos 600 rads causa la muerte de cualquier ser humano, mientras que la bacteria Deinococcus radiodurans resiste 5 millones de rads. Junto con las bacterias que pasean diariamente por las zonas radioactivas de Chernóbil, la Deinococcus está llamada a convertirse en una aliada en la lucha contra el cáncer.

Las bacterias son ciudadanas del siglo XXI, que pueden vivir en el espacio exterior y colaboran diligentemente con el reciclaje y la limpieza de ambientes contaminados. Esto ocurrió tras el desastre del Exxon Valdez, en marzo de 1989.

En esa ocasión, diversas bacterias ayudaron a degradar el petróleo derramado en más de 2000 kilómetros de las costas de Alaska.

Durante la Edad Media creíamos que un diablo perseverante se dedicaba a sembrar erratas en los textos sagrados. En la década de los ochenta del siglo pasado creíamos, erróneamente, que las bacterias eran sinónimo de enfermedad. Hoy sabemos que son posibles e invaluables aliadas y que lo desconocemos casi todo sobre su universo en miniatura. Nos queda la tarea pendiente. O bien, el propósito de año nuevo.

JURGEN UREÑA

Cineasta