Entre zanates y lapas
Una parvada de zanates que súbitamente se posan en un cable del ICE al atardecer.
Hablo de Cartago.
O de San José.
O de Heredia.
Da igual.
Lo cierto es que, sin duda, ese es el límite de nuestra potencialidad romántica: la humedad no nos permite ir más allá.
Tetsuro Watsuji entendió muy bien que la humedad es violencia de la naturaleza. Se trata de una fuerza que provoca un carácter de sumisión, un sometimiento absoluto del hombre ante la circunstancia aciaga y excesivamente vital del clima y la geografía.
Se refería, por supuesto, a los países del monzón, no a Centroamérica. Pero hay, aunque cueste creerlo, un elemento común entre la axila transpirada del tercer mundo y el bochorno soporoso del verano japonés.
Nuestros atardeceres, ya se sabe, son predominantemente lluviosos.
Mustios.
No son atardeceres propicios para la belleza. Son, más bien, el ámbito de prisas y presas. Salvo los tres o cuatro meses de estación seca, todo lo demás es mundo reducido a medias mojadas y a bus con ventanas empañadas donde nadie quiere dejar inscripciones cursis.
Augustin Berque planteaba que el origen de la idea del paisaje como objeto está profundamente arraigada en las élites: aquellos individuos que podían privarse de los rigores del trabajo y, en su lugar, dedicarse a contemplar “la naturaleza”. Quiroga, algunos años antes, sugirió algo similar: “Creo hoy que las flores y los pájaros constituyen un lujo, así sea de la naturaleza, y solo gozable con amor por las gentes ricas”.
Esto, de repente, explica por qué las élites centroamericanas, y especialmente las costarricenses, insisten tanto en esta dudosa noción de paraíso natural sin ingredientes artificiales. Para alguien a quien la pandemia tan solo le supuso cambiar de rutina de oficina en Escazú a teletrabajo en Avellanas, por supuesto, un atardecer costarricense, por más baldazo, por más calor, implica una birra o un gin tonic y el avistamiento de una pareja de lapas.
Solo eso.
Los trabajadores y trabajadoras que salen en carrera de su brete para encaramarse, mascarilla mediante, en ominosos buses, definitivamente, corren una suerte distinta. Lo más romántico para ellos es una excepción de tarde sin lluvia y un poco de zanates que graznan y defecan desde un cable del ICE.
FABIÁN COTO CHAVES
@fabicocha