¿Hará falta otro Bogotazo en Nicaragua?

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A quién importante deberán asesinar en Nicaragua para que haya una gran rebelión. Un nuevo bogotazo en Managua como cuando asesinaron a Jorge Eliecer Gaitán en 1948, aquel liberal colombiano que tuvo la osadía de pensar en su pueblo, dejando tras de sí una esperanza trunca. A quién convertirían en mártir los diversos grupos en pugna política en Nicaragua, dispuestos posiblemente a todo, con tal de un cambio en ese país. Nicaragua Nicaragüita; esa tierra de lagos y volcanes, de guerras, de sufrimiento perenne, de dictadores, entre ellos los tres Somoza y ahora Ortega-Murillo; aquella tierra de Sandino traicionada, paralelamente a la Farabundo Martí quien igualmente luchaba en El Salvador por ahí de la década de los 30 del siglo pasado. Aquellos sueños nacionalistas y de formaciones campesinas, que pretendían dar luz a una buena causa, la de un mejor futuro para sus hijos y que, no más siendo asesinado Sandino, oscureció a Nicaragua. Y de nuevo se oscurece con el régimen de Ortega Murillo, la pareja embriagada de poder, aduciendo ser los herederos del sandinismo, luego de la derrota electoral de 1990 y la continuación de una nueva revolución en 2007 que, lejos de serlo, lo que se instauró fue un sistema represor, similar o peor al de Somoza. Sí, es cierto, en América Latina hubo terribles tiranos, pero no por eso debemos aplaudir o callar los actos de Ortega-Murillo, ya se encaminados a una tiranía. Seis años viví en Nicaragua durante la revolución en los 80, mientras se desataba la guerra entre sandinistas y contrarrevolucionarios. En ese entonces hubo una revolución y, créanme, eso que dice hoy Ortega de una “nueva revolución”, solidaria y cristiana, ya no vestido de verde olivo sino de blanco, es una ofensa a la memoria de los miles de nicaragüenses que dieron sus vidas (los convencidos y los obligados) en su lucha contra Somoza, y posteriormente en la guerra contrarrevolucionaria impuesta por Washington.

La generación que apoyó la revolución sandinista de los años 80 contempla sorprendida la despótica transformación de Daniel Ortega, el comandante que hace medio siglo encabezó una lucha popular contra Anastasio Somoza. Proclamándose para ese entonces adalid de los pobres y los oprimidos, hoy reprime a los hijos y nietos de aquellos con métodos que recuerdan a las dictaduras de Argentina y Chile. La policía nicaragüense allana, detiene y tortura, y niega información sobre el paradero de los detenidos. Rosario Murillo, esposa y vicepresidenta, es copartícipe de la masiva violación de los derechos humanos, según los organismos internacionales encargados de su observancia. La nueva ley anti terrorismo recién aprobada por Ortega deja abierta la posibilidad de que cualquier persona u organismo no gubernamental, al apelar a la ayuda internacional, sea catalogado como terrorista, ordenen su cierre y expulsión de sus funcionarios e incluso años de cárcel. Todo el aparato gubernamental está copado por la pareja Ortega-Murillo y de los 92 diputados en la Asamblea Nacional, 71 son sandinistas, así que le aprueban todo a Ortega, sin miramientos, así sus actos hagan daño a la sociedad.

Hice la pregunta en el título de este escrito acerca del Bogotazo porque el asesinato del periodista Pedro Joaquín Chamorro Cardenal en 1978 fue la peor noticia que podía recibir Anastasio Somoza (el último de la dinastía), aunque ya estaba en camino el cuarto tirano Anastasio Somoza Portocarrero (el Chigüín) que asumiría en 1981. En las grandes luchas insurgentes siempre están en la mira ciertas personalidades que son sacrificables (disculpen este término). Alguien muy querido, sin proponérselo, se convierte en el mártir que desata un cambio en un país. La muerte de Chamorro significaba el fin de

Somoza, no era posible evitarlo, su epitafio político estaba escrito y su desaparición física ocurriría en Asunción, Paraguay cuando una bazuca acabó con el dictador. Que Somoza se trasladara de Miami a Asunción le sirvió al comando de la ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) solo cruzar la frontera desde Argentina para matar a Somoza. Ni el dictador paraguayo Alfredo Stroessner lo pudo proteger. Los Somoza durante muchas décadas no tuvieron límite a la hora de matar a quien fuera, pero pretender asesinar a Chamorro nunca estuvo en sus planes. Somoza Portocarrero, hijo de Somoza Debayle, quien se había fogueado teniendo a su cargo la temible EEBI (Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería) ente represor contra la insurgencia sandinista.

Pedro Joaquín era el intocable, el casi santificado, el que todo mundo quería en Nicaragua, competía con las simpatías que el pueblo ya sentía por la insurgencia sandinista, era casi el Monseñor Arnulfo Romero de El Salvador cuando denunciaba a serio riesgo de su vida las matanzas del ejército salvadoreño y los paramilitares asesinos de Roberto d’Aubuisson. Mientras que en tierras pinoleras el Cardenal Obando y Bravo nunca fue capaz de denunciar las matanzas de Somoza. Además de despótico, Somoza había demostrado ser un político muy astuto y manipulador que conocía muy bien las debilidades de un país al que su familia tenía como su finca. Somoza negoció prebendas políticas con los partidos de oposición, principalmente los conservadores, el partido que le disputada el poder y le reclamaba más democracia. Somoza tuvo la particularidad de no proscribir partidos políticos; eso no lo hacía un buen dictador, pero sí muy hábil que le permitió sortear varias crisis políticas, repartiendo cuotas de poder. Su guerra era contra la insurgencia sandinista y, mientras tuviera el apoyo de Washington, para Somoza lo demás era accesorio.

Pedro Joaquín Chamorro se codeaba con familias de la alcurnia nicaragüense, aquellas que se denominaban de la burguesía no somocista; esa misma que Washington apostaba para hacer un cambio de régimen; evitando hacer parte a la insurgencia sandinista. Pero Somoza ya no era el único preferido de Washington, Pedro Joaquín ya estaba en la nómina, sobre todo en el gobierno de Jimmy Carter (1976-80) que había basado su política exterior en los Derechos Humanos, no solo por lo que sucedía en Nicaragua, sino hacia los regímenes militares en el Cono Sur, en particular de Videla y Pinochet. Las buenas intenciones no eran suficientes, los nicaragüenses seguían muriendo en la guerra civil y en los bombardeos de Somoza sobre las ciudades en la insurrección final.

Nicaragua era noticia en el mundo. La sangre del mártir Chamorro reescribiría la historia en Nicaragua y en ella resbalaría Somoza. Pero, quién pudo haber cometido semejante asesinato. Los dardos dispararon para todos los lados, pudieron ser los sandinistas, la burguesía no somocista, el somocismo y hasta se habló de la inteligencia cubana o cualquier otro que intuía el valor que significaba la muerte de Chamorro para desatar la furia del pueblo nicaragüense en las calles, mientras que los sandinistas aprovechaban el caos para dar los últimos golpes al régimen. Somoza estaba indignado, lo acusaban del único crimen que no cometió. Este fue el momento preciso cuando la burguesía no somocista decidió apoyar a la oposición política, aquella siempre esperaba las migajas de Somoza y además dio recursos a los sandinistas que luchaban en las zonas rurales y urbanas desde 1961. Aquel singular pacto de sangre entre guerrilleros y burgueses funcionó con cierta armonía hasta la caída de Somoza. Todo cambió en esa relación cuando los sandinistas llegaron al poder en 1979 y parte de esa burguesía no somocista “tuvo su propia contrarrevolución” por influjo de Ronald Reagan.

América Latina hoy ha cambiado radicalmente, pese a una historia de abusos, tortura, desapariciones, regímenes militares, dictadores. La democracia que costó parir hoy los mismos sujetos del pasado la abortan con el pretexto de lo inimaginable. De nuevo tenemos golpes de Estado bellamente maquillados de constitucionales y prevalece el abuso a los derechos humanos frente a los crecientes autoritarismos de algunas naciones latinoamericanas, peligrosas mezclas de fascismos y pentecostalismos como anunciando el infierno de Dante. Ortega-Murillo se une a esos atropellos del pasado y del presente y encarcela a sus opositores a pocos meses de las elecciones presidenciales. Hasta los compañeros de viejas luchas han sido víctimas del empuje autoritario del presidente Ortega. Si antes la represión se dirigía sobre todo contra los estudiantes que llevaron a las calles la protesta contra el autoritario del clan familiar, ahora están en la mira los rivales políticos de Ortega y luego será cuestión de tiempo para el ataque a los empresarios, mismos que lo han sostenido en el poder desde 2007. De esta manera, Ortega deja claro que las elecciones presidenciales en noviembre de 2021 no son más que un espejismo. No desea correr riesgo alguno de tener que ceder el poder cuando le correspondió colocar amargamente la banda presidencial a la presidenta Violeta Barrios de Chamorro en 1990. Ortega ha escogido el autoritarismo como forma de gobierno, ha traicionado todo por lo que se luchó en el pasado, y está dispuesto a asumir el papel de paria porque su imagen en el exterior le resulta menos importante que conservar el poder.

Damos cuenta del estado demencial de Ortega en sus decisiones y en la ejecutora de tales decisiones, Rosario Murillo, manejadora de masas y controladora de medios. Rosario Murillo es la principal interesada en que Daniel Ortega se mantenga en el poder para ella luego asumirlo como presidenta, un puesto más deseado que el de primera dama, si no fuera por el cambio constitucional en 2017. Pero, ¿los actos de ambos hacia la perpetuidad del poder los acerca al destino de Nicolae y Elena Ceaucescu? Nunca se sabe, la historia siempre da giros trágicos e inesperados. Ortega de momento es una vívida caricatura de Somoza. Es la bancarrota moral de un revolucionario. La memoria histórica del pueblo nicaragüense es sangrienta, guerras desde su independencia, dictadores, tortura, persecución, abusos, saqueo. Los que vivimos en Nicaragua en los años 80, esos tiempos duros de la guerra, de una contrarrevolución, del bloqueo económico, del desabastecimiento, de un servicio militar obligatorio que dejó decenas de lisiados y cientos de muertos, de una economía en ruinas; el pueblo nicaragüense no merece un retorno al oprobio.

La mayoría de sus compañeros de lucha, de los cuales conozco a algunos, se han distanciado de Ortega, les resulta irreconocible e irreconciliable. Sin embargo, el clan Ortega-Murillo juega muy bien con el tiempo y sabe que a sus críticos más temprano que tarde, quizá se cansarán de seguir luchando. Podríamos intuir que aquellas grandes luchas sociales del pasado y que, llevaban a una lucha inclaudicable de grandes revoluciones, ya no son posibles; no al menos en estos tiempos. Es probable que, cuando desaparezca esta generación que lucha hoy en Nicaragua, venga otra nueva que no podrá pensar en ninguna otra forma de gobierno que no sea el poder en manos de un partido único bajo el mando de un clan familiar de nueve hijos (los de Ortega-Murillo) con sus respectivas y numerosas familias, ya muy bien entronizados en todos los estratos de la sociedad política, económica, empresarial y militar del país. En realidad, hacia eso se encamina Nicaragua.

ANTONIO BARRIOS OVIEDO

Profesor