El año de la ira, Carlos Cortés
LUIS MORA RODRÍGUEZ
¿Cómo revivir las intrigas ocultas del poder en una pequeña república bananera? Esa parece ser la apuesta de Carlos Cortés con su última novela El año de la ira (Alfaguara, 2019). Este texto no se deja encasillar y se retuerce entre la definición clásica de una novela policiaca y la tradición de la novela política latinoamericana. El texto hace un guiño a Carpentier, con quien teje cercanías, hipótesis y juegos que desafían la ficción.
Sin embargo, la novela de Cortés tiene algo más. Remite a una época a la vez convulsa y silenciada. Han pasado cien años de la caída de los Tinoco, un apartado oscuro de la "perfecta" y "eterna" democracia costarricense, Suiza tropical de renombre internacional. La novela detalla entonces los acontecimientos de un tiempo sin memoria, en el largo ciclo de la democracia imaginada. Su riqueza reside, más allá del reportaje histórico y la muy suculenta fundamentación de archivo, en consolidarse como literatura. Solo esta puede, con el juego de las metáforas y la plasticidad del lenguaje, hacernos visitar el claustro íntimo de Pelico Tinoco. Solo el lenguaje literario, con su forma única de hilvanar ficción con detalles verosímiles, puede recrear los momentos de angustia del Todopoderoso Presidente.
Y allí, en la reconstrucción de ese San José cómplice, de esas fiestas exuberantes que alargaban la Belle Époque europea, hay sin duda -casi sin quererlo- la impronta de otra época y de otra escritura. En efecto, el retorno a esa Costa Rica europeizada, gobernada por una pareja de hermanos afrancesados, con gustos excluyentes y particulares, nos remite sin duda a La Arrebatiña (La Curée) de Zola. Un París en miniatura es el escenario donde se frecuentan espiritistas, se juega al azar, se encierra, tortura y mata a los enemigos.
A pesar de un arranque que puede ser difícil y lento para el lector, puesto que se exponen datos en frío, fechas y personajes que obviamente nos parecen ajenos, como bien lo dice Cortés por esa "especie de amnesia colectiva que nos inoculan desde que nacemos hacia la historia nacional", la novela acelera su ritmo conforme avanza. A partir del segundo capítulo, la velocidad de las intrigas, traiciones y secretos nos consume como lectores deseosos de llegar al día fatal de Joaquín Tinoco. Es como si la sentencia de muerte que sabemos cumplida desde el inicio, tardara en complacer nuestro deseo. Pero esta cadencia de la historia deja espacio también para instantes destacados, la pluma de Cortés logra incluso, con una sutil visión cinematográfica, fijar los momentos de la última tarde de Joaquín Tinoco, bajo un cielo rojizo, despidiéndose de San José y de sus tropas.
La fuerza y la complejidad de los personajes del entorno familiar de los Tinoco permiten observar la cotidianidad de la burguesía josefina, sus tramas y angustias. Algunos de estos acompañarán el séquito en fuga hacia París, el de verdad.
Cortés entiende bien cómo dichos acontecimientos sobrepasan los márgenes estrechos de las fronteras nacionales, y muestra así las correlaciones que se mueven a nivel continental. Ningún dictador tropical podía sobrevivir más allá de la tutela de Washington. Y por sobre la revuelta popular, la fracasada invasión de los patriotas y el magnicidio perpetrado, es el Gran Hermano quien termina sacando a los Tinoco de la fotografía.
El año de la ira muestra la lógica de la violencia y el olvido. El trabajo tenaz de una memoria que se quiere borrar y los mecanismos colectivos, intersubjetivos que promueven la eliminación selectiva de los hechos históricos, su negación solapada. Como lo detalla uno de los personajes " con paciencia y prudencia el país volvería poco a poco a la normalidad sin venganzas…".
Una convivencia negociada en el silencio por las mismas élites políticas de diversa alcurnia que, en su momento, celebraron la caída de un presidente incómodo para los ricos. Lo que Cortés explora de manera delicada en su novela es la complacencia generalizada y el apoyo fundamental a la deriva autoritaria y dictatorial por parte de una oligarquía celosa de sus privilegios, y alérgica a cualquier cambio beneficioso para las mayorías.
En un momento histórico, donde las campanas del bicentenario parecen querer sonar solo hacia al futuro, prometiendo una Costa Rica de plenitud y entusiasmo, esta novela revela los lunares de un pasado menos glorioso, menos digno, menos brillante, pero cuyo conocimiento y comprensión es más que nunca, fundamental y necesario.
LUIS MORA RODRÍGUEZ
@lucaskranach