Del otro lado del privilegio

Pocas cosas son más difíciles de ver que el propio privilegio. Nunca nos enseñan a verlos como privilegios, son nuestros derechos, son simplemente lo normal, nuestro normal: son lo que siempre ha sido así. Somos nosotros.

Darnos cuenta de esto es dar un paso importante, pero insuficiente y no nos salva de la marca del privilegio. Desde los pequeños gestos y sensaciones cotidianas y privadas hasta nuestras manifestaciones o acciones públicas y sociales, suelen evidenciar y traicionar la comodidad desde la que hablamos.

Y es justo desde esa comodidad que pensamos, decimos o hacemos cosas que, sin siquiera darnos cuenta, resultan ofensivas para otras personas, así vengan cargadas de buenas intenciones. A mí me ha pasado muchas veces. Cuando he logrado pescarme in fraganti, o incluso si he tomado conciencia después de los hechos, lo he lamentado, me he arrepentido, he aprendido e incluso – como corresponde – me he disculpado. Pero, sin duda, habrá otras de las que ni siquiera llegué a darme cuenta.

El machismo que llevamos dentro

Yo, por ejemplo, nunca me he considerado una persona machista. Mi esposa es una médica, profesional exitosa (y empoderada, como sabrán quienes la conocen) y desde el inicio de nuestra relación de pareja la hemos sentido así: muy pareja. Y, sin embargo, muchas veces me pareció normal dedicarme casi doble jornada a mi trabajo descuidando muchísimas de las que debían ser parte de mis responsabilidades en el hogar y en la familia – claro, porque mi trabajo era importantísimo, y de verdad lo era: siempre tenemos razones – pero, lo cierto, es que trabajar así no era mi derecho, era mi privilegio y solo podía pasar porque alguien más asumía mi irresponsabilidad. ¿Machista? ¡Ni lo duden!

Por fortuna, uno también aprende (no siempre es fácil, pero se puede). Tenemos dos hijas, también empoderadas y muy (MUY) feministas, que no me dejan pasar una y que me educan en cada momento, a veces con un cariñoso: “Pero Pa, ¡eso es súper machista!” y otras, echándome en la cara mi privilegio: “Pa ¿alguna ves sentís miedo de salir caminando a la calle, o agarrar un taxi? Porque nosotras, siempre”.

Y así aprendemos. A partir de sus chotas y sus lecciones, a partir de lo que vemos y atestiguamos cuando abrimos un poco más los ojos, aprendemos que, inevitablemente, somos hijos del privilegio masculino, un privilegio que vivimos como normal y que nos gusta percibir como un derecho. Se trata del derecho a esa normalidad patriarcal en la que siempre hay alguien ahí que se encarga del reguero que nosotros dejamos, de las tareas que no cumplimos, de que todo lo cotidiano funcione sin que nadie – es decir, nosotros – tenga que pensar en eso. Se trata del privilegio de no sentir – como ellas – que tenemos que trabajar el doble y el doble de bien para que nos reconozcan la mitad, o de tener que reír las estupideces del jefe o los colegas de otro sexo, o de no tener que llegar a casa pensando ¿qué les preparo de cena? ...sino simplemente llegar y sentarnos a cenar. Y, claro, el privilegio de no tener miedo, ese miedo que ellas sienten todo el tiempo – esto es lo que más nos cuesta entender.

Al decir y reconocer esto no quiero decir que yo sea un feminista de primera línea o que haya aprendido ya todo lo que tenía que aprender. No. Simplemente estoy aprendiendo. Cada día trato de ser más consciente de mi privilegio y menos machista. Eso es lo que me toca. Escuchar, observar, aprender, disculparme... y cambiar.

¡No sea playo!

Me ha tocado vivir un aprendizaje similar en el tema de la diversidad sexual. Cuando los boomers éramos adolescentes eso de que alguien “fuera playo” era ofensivo, era objeto de burla y, en algunos casos, hasta motivo de agresiones físicas. Todavía recuerdo con asombro que algunos compañeros de colegio tenían el hobby de salir los viernes por la noche “a pichasear playos”. Sí, aquí, en Costa Rica, y no hace tanto.  

Y también en esto nos ha tocado aprender y cambiar. Pareciera algo simple: entender que una persona es una persona igual que yo, independientemente de su identidad sexual o de género. Es un aprendizaje en proceso, que me ha permitido conocer, admirar, querer y enriquecerme de muchísima gente que, de otra manera, me habría perdido. Por eso me hace tanta gracia cuando alguien, en ese extraño mundo de las redes sociales, intenta ofenderme diciéndome “viejo playo” o, más divertido aún, “viejo lesbiano”. Claro, yo tengo el privilegio de encontrarlo divertido porque no es a mi a quien ofenden ni a quien probablemente golpearían en la calle si pudieran. Porque en Costa Rica, aunque no los cataloguemos así, los crímenes del odio siguen ocurriendo.

¿Yo, racista?

Lo mismo me ha ocurrido con el racismo porque, por lo general, las personas que hemos tenido la suerte de estudiar por gran parte de nuestra vida – otra vez hay aquí una dosis de privilegio – creemos haber aprendido a no ser racistas. Conocemos la historia y no nos pensamos ni nos sentimos racistas. Por el contrario, racionalmente sabemos y creemos que todas las personas deben tener los mismos derechos independientemente de su color, de su etnia o de su identidad. Y, sin embargo.

Por eso nos sorprende tanto cuando, de pronto, ante alguna acción u opinión nuestra, alguien nos acusa de racistas. ¿Yo, racista?, es nuestra primera reacción, entre alarmada y molesta. Luego vienen los intentos por explicar que no, que no es que yo sea racista, sino que... bla, bla, bla... todas las explicaciones – o más bien las justificaciones – de ¿de qué? pues sí, de nuestro racismo. Permítanme recurrir a un ejemplo personal.

Aunque probablemente no sea el único caso, el relacionado con Cocorí fue el más público y notorio en que se me acusó de racista, tanto durante mis años como Ministro de Educación, como en años posteriores cuando opiné sobre el tema. Confieso que fue algo particularmente doloroso para mí, Lo reitero hoy como entonces: a mí siempre me gustó Cocorí. Me gustó de niño y me gustó de adulto. Es un libro maravillosamente escrito por uno de nuestros mejores y más sensibles escritores – don Joaquín Gutiérrez. Es un cuento hermoso, con personajes conmovedores y enseñanzas profundas, por lo que yo – obviamente – nunca lo vi como un libro racista. Entendía (más bien, creía entender) las críticas: que la niña blanca y la rosa, que el niño le parecía monito o manchado de carbón, etc.; pero no supe escuchar. Desde mi experiencia y desde mi piel, yo los veía como defectos menores en un libro cuyos personajes de fondo y entrañables eran, precisamente, negros. Y así lo manifesté muchas veces: Cocorí no me parecía racista.

Yo creí escuchar. Creí entender. Creí responder razonablemente los argumentos de quienes decían sentirse ofendidos y ofendidas por el libro. Lo cierto es que quien no entendía, era yo. ¿Por qué no pude escuchar en su momento, por qué no pude entender? Por la misma razón por la que se nos hace tan difícil identificar nuestra propia realidad como una realidad de privilegio, pues la vivimos como “la normalidad”. Para entender cómo y por qué un libro como Cocorí puede ser sentido como racista por una niña o un niño afro en Costa Rica, hay que entender, sentir y sufrir de ese racismo que sigue aquí, presente, en nuestra sociedad.

¿Quién era yo para decirle a una persona negra que tuvo que pasar por esa y muchas otras experiencias de discriminación, de menosprecio, de agravio... qué es y qué no es racista? No, a mí lo que me tocaba era escuchar, aprender y disculparme. Me tomó mucho tiempo ubicarme en el contexto, leer y releer los distintos argumentos, escuchar a personas a las que admiro y respeto y, finalmente – dicen que más vale tarde que nunca – entender. Entender y disculparme.

Y cuando digo disculparme, lo digo en serio. No ese tipo de disculpa que dice “me disculpo si se sintieron ofendidos”, o “disculpen, pero es que yo veo gente, no colores” o todavía peor “yo no soy racista, pero me disculpo si...”. No. Me disculpo porque no supe escuchar, porque no supe entender y porque mis acciones y opiniones fueron inadecuadas y ofensivas. A veces olvidamos que, independientemente de nuestras intenciones, nuestra opinión puede reforzar la opresión. No me correspondía a mí decir qué es o no racista, porque yo nunca he vivido ni sufrido ese racismo.

“Los pobres gozan de bajos ingresos”

Hay muchos otros ejemplos que reflejan nuestra poca capacidad para sentirnos iguales a los otros o, más bien, para sentir que los otros son iguales a nosotros, pero pocos más dramáticos que nuestra incómoda relación con la pobreza o, más exactamente, con los pobres. La filósofa española Adela Cortina ha puesto el dedo en la llaga al acuñar incluso una nueva palabra para designar esta limitación o perversión humana: la aporofobia, el miedo y desprecio por los pobres.

La pobreza, la vida de los pobres, es esa peculiar condición humana sobre la que muchos hablamos, por la que muchos nos preocupamos, respecto a la que muchos diseñamos y gestionamos políticas, pero ¿será que de verdad entendemos la pobreza? ¿De verdad podemos decir “yo sé lo que significa la pobreza”?

En lo personal, la pobreza me ha conmovido y preocupado desde mi adolescencia – gracias a la sensibilidad y las vivencias a las que nos acercaron personas como el Padre Fernando Royo – y he dedicado la mayor parte de mi trabajo profesional y político a tratar de combatirla en sus efectos y en sus causas. Pero también reconozco que es una realidad que me es muy, pero muy ajena. Siempre me ha tocado vivir en condiciones francamente acomodadas y, desde el privilegio de esa comodidad, aún las mejores y más informadas razones suelen quedarse cortas cuando se trata de comprender realmente la vida de las personas pobres.

Hace muchos años, en un trabajo del Instituto de Investigaciones en Ciencias Económicas sobre el consumo en barrios marginales de San José, encontré una frase que me llamó la atención. Al describir las condiciones socio-económicas de esta población pobre, el documento decía algo así como que “en el período de estudio, los habitantes de estos barrios gozaban de ingresos muy bajos”. Yo suelo leer esta frase a mis estudiantes. No encuentran nada extraño hasta que les pregunto: ¿alguno de ustedes podría explicarme cómo se goza de un ingreso muy bajo?

No niego – no podría hacerlo – la importancia del trabajo serio y riguroso de investigación, de diseño de políticas y de gestión de los programas sociales que apuntan a combatir la pobreza. Digo solamente que no basta. Tenemos que acercarnos, tenemos que escuchar, tenemos que aprender – y en más de una ocasión, tendremos que disculparnos. No es posible observar la pobreza persistente en nuestro país – más grave aún en el contexto de una creciente desigualdad – y creer que hemos hecho lo mejor posible. Si esos pobres fueran nuestras familias, les aseguro que habríamos hecho más. Y nos toca disculparnos también por eso. Y cambiar.

Ponernos del otro lado del privilegio

A los hombres nos cuesta mucho escuchar y entender cómo y por qué las mujeres se sienten desvalorizadas, discriminadas, acosadas, agredidas y hasta violentadas por los hombres y por la sociedad. Nos gusta pensar que no somos machistas. Pero lo somos.

A los que vivimos acomodadamente nos cuesta mucho escuchar y entender cómo y por qué las personas que viven en condiciones de pobreza se sienten excluidas de la vida social aún en los aspectos que a nosotros nos parecen más básicos. Lo cierto es que somos clasistas, sentimos menosprecio por la gente pobre y solo los queremos cerca como servicio – cerca, pero sin intimar.

A las personas heterosexuales – y en particular a los hombres – nos cuesta mucho escuchar y entender las angustias y temores de las personas sexualmente diversas – y ni se diga de las personas trans, las menos entendidas, las más lastimadas – y nos gusta pensar: pero ¿qué más quieren, si ya hasta se van a poder casar? Lo cierto es que los seguimos viendo como algo “raro” – y en muchos casos, como algo malo.

A las personas blancas de apariencia nos resulta casi imposible entender la crudeza del racismo y muchas veces aprovechamos los ejemplos más brutales de racismo que se han vivido en otros momentos o en otros lugares para consolarnos pensando que no, que aquí ya no hay tanto racismo y, sobre todo, que nosotros no somos racistas. Pero lo somos.

En temas como estos nos cuesta mucho reconocer que estamos atrapados por la falsa normalidad de nuestros privilegios. Y nos cuesta más aún desaprender y deconstruirnos pero, sin hacerlo, es muy difícil que podamos empezar a reconstruirnos como mejores personas.

Y fíjense que no digo que renunciemos a nuestros privilegios porque, aunque podría sonar muy radical y sublime, no sería más que un engaño. Una persona blanca no puede renunciar a ese privilegio, lo carga en la piel; ni los hombres a los privilegios del patriarcado, ni los heterosexuales... ni quienes vivan en una situación acomodada podrían renunciar a todo y ser “como los pobres” porque, para los pobres, su pobreza no es una opción.

Lo que sugiero, pues, no es que renunciemos a nuestros privilegios, sino algo mucho más simple, aunque ya verán, cuando lo intenten, que no es nada fácil: renunciemos a la normalidad de nuestros privilegios. Reconozcámoslos como tales. Pongámonos del otro lado de nuestros privilegios, para escuchar a los demás y entender realmente lo que nos han estado diciendo por tanto tiempo. Y entonces, pidamos disculpas. Y empecemos a cambiar. De eso trata la vida.

LEONARDO GARNIER

@leogarnier