Cuando la soberbia supera la razón

En torno a esta crisis global, recordé la siguiente reflexión de Henry David Thoreau: “Si hice alguna vez algún bien al prójimo, en su sentido, era, sin duda, algo de excepcional e insignificante, comparado con el bien o el mal que estoy haciendo constantemente con ser lo que soy”. Donald Trump desde antes que la epidemia se convirtiera en pandemia no solo se aprovechó para criticar a China, haciendo alarde de su justificada guerra comercial contra el gigante asiático, sino que se jactó de afirmar que el coronavirus no llegaría nunca a Estados Unidos. Desestimó, minimizó, se burló, dijo todas las ambigüedades posibles sobre la pandemia, hasta que diversas revistas científicas lo criticaron por hablar sin saber, como es usual en Trump y su populismo religioso fundamentalista, y le exigieron que fuera serio por primera vez en su vida. Aun así los desvaríos de Trump y sus devaneos continuaron, hasta que llegó la Barca de Caronte. Pero Trump no es el único. Érase una vez muy al sur del continente americano, un país llamado Brasil y su presidente Jair Bolsonaro, dominado por los evangélicos y siempre denigrando a todos aquellos que no encajan en su canon religioso, hizo lo mismo que su hermano del norte. Hizo la ingrata referencia a que los “brasileños pueden nadar en cloacales que no se enferman de nada”. Cruzando el Atlántico hacia el norte en una Isla llamada Gran Bretaña, su Primer Ministro Boris Johnson, hoy infectado, hizo lo mismo que el presidente de la antigua colonia británica.  

Estados Unidos, no solo se desangra sino que el barquero infernal hace de las suyas; llevándose a cientos de miles de vidas, y donde la moralidad ya no tiene cabida ante un pueblo estadounidense en jaque (mate). De qué vale tanta soberbia, de qué vale tanto dinero, de qué vale tanto ejército, de qué vale tanta riqueza, de qué valen sus gigantescas ciudades/imperio, de qué vale tanto consumo suicida, de qué vale tanta grandeza, de qué vale tanta amenaza de Trump contra el resto del mundo desde que llegó al poder desestimando la importancia de la multilateralidad y la cooperación, si solo ha bastado un virus microscópico para diezmar toda esa soberbia innecesaria. 

Y así es la verdad, cuando la falta de sencillez y la falta de sinceridad, lo echa a perder todo. Trump está solo, se lo buscó. El mundo lamenta los miles de muertos en Estados Unidos por una decisión errada, tardía y vacilante del presidente. Pero nadie quiere saber nada de él. La pandemia en Estados Unidos supera en número de muertos y contagiados a cualquier país que ya va superando la crisis. Es como un karma que llegó con una fuerza incontenible, arrasando con todo a su paso, llevándose estadounidenses que, quizá pudieron salvarse, si hubiese tenido un sistema de salud universal. Pero no porque las poderosas compañías aseguradoras, consorcios hospitalarios privados y las compañías farmacéuticas se impusieron primero sobre el dinero y no sobre la salud. No podía esperarse nada diferente de un sistema plutócrata. Un rico Mc Pato en una fábula que dejó de ser tal para reflejar la perversión del sistema.

Hoy, de nuevo, Trump culpa al mundo de sus pésimas decisiones. Sus discursos han sido de decir que el mundo está en contra de Estados Unidos, cuando históricamente ha sido lo contrario. Guerras por doquier según el Destino Manifiesto son la prueba de la historia. Esta vez Trump la emprende contra la Organización Mundial de Salud, acusándola de todo lo que se imagina y más. Las amenazas un día sí y otro también contra quien sea por lo que tsea es la norma. Lo único que podría vencer a Trump es el miedo a la soberbia que lo caracteriza si le achacan a él el agravamiento de la pandemia y consecuente descalabro económico, su carta para ser reelegido.  

La historia parece repetirse. No conozco una administración estadounidense que no haya hecho una guerra. Y si bien la administración Trump no ha hecho guerras en su forma convencional, otros tipos de guerras como el bloqueo económico y las sanciones comerciales, las amenazas, el aislamiento, entre muchas otras, son formas de guerra que daña países. El reciente movimiento naval de Trump en las aguas caribeñas cercanas a Venezuela nos recuerda la invasión del vaquero Reagan en la Isla de Granada en 1983, so pretexto de la presencia cubana, como táctica electoral para ser reelegido en 1984.  La decisión de Trump de ofrecer recompensa y la captura de Maduro por narcotráfico nos recuerda también cuando Bush padre hizo lo mismo contra Noriega como preludio para la invasión en Panamá en 1989. ¿Qué se dijo en ese entonces? La salida de Noriega se acabará el narcotráfico en Panamá. ¿Se acabó? Por supuesto que no, siguió peor.

La indolencia de Trump no tiene parangón cuando a petición de Venezuela de levantar las sanciones momentáneamente para enfrentar mejor la guerra contra el coronavirus, simplemente Mike Pompeo, un evangelista sionista, se atrevió a canjear la salida de Maduro a cambio de esa petición. Es decir, el Fondo Monetario Internacional no le puede dar dinero a Venezuela ni la Casa Blanca lo hará. Ante eso, China con una genuina voluntad de ayudar, aunque también con un deseo de contrarrestar todas aquellas voces que, en un principio, criticaron a China por la gestión inicial de la crisis; hay también un deseo de extender su  poder blando y poder inteligente, empezó a enviar masivamente ayuda a muchos países afectados fuertemente por la pandemia. Y a esa misión se unió Rusia y Cuba con contingentes de médicos en Europa y Venezuela.

Nos paralizan tanto las emociones y las realidades. En el año 2000 el Y2K que, supuestamente paralizaría al mundo tecnológico, no fue así. El mundo del 11 de setiembre del 2001 trajo una gran incertidumbre sobre los alcances del terrorismo clásico incluido el terrorismo de Estado, y situó a Estados Unidos con una preeminencia guerrera sin precedentes. Hoy el mundo del coronavirus, microscópico, con un gran poder sobre cualquier bien superior del ser humano, entre éstos la vida, está matando a cientos de miles de personas; no es posible derrotarlo con ejércitos convencionales, sino con el concurso de todos donde la enorme diferencia está en cooperar o perecer.

ANTONIO BARRIOS OVIEDO

Profesor