Del 48, la literatura y héroes de la paz

KENNETH CALDERÓN

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El 2021 trajo a la vitrina nacional un Héroe de la Paz esencial Costa Rica. Tal pontificación generó un breve (brevísimo) debate en el ágora tica, en donde los pronunciamientos que catalogaban tal proceder como una ocurrencia que atentaba contra la historia (como disciplina científica) y los valores democráticos, se cruzaron con algún apologeta de la designación; nada nuevo debajo del sol.

Traer la figura de Figueres a los medios es, obviamente, retomar el debate entorno al 48. Como ya la investigación histórica ha demostrado, sabemos que en la década de los 40 existía un ambiente propicio para la catástrofe fratricida. A esta altura es baladí creer que la pureza de las elecciones fue lo que motivó el enfrentamiento armado, claro está, fue el hecho evocado para justificar el levantamiento militar pero, como es evidente a la distancia del tiempo, había un proyecto político detrás del mismo.

La paradójica denominación de Héroe de paz al principal gestor de la Guerra, la utilizo como pretexto para abordar uno de los temas poco tratados: la literatura del 48. Especialmente me interesa una lectura de la dimensión afectiva que se puede rastrear en algunos pasajes de la conocida Trilogía del desencanto, y luego hacer un breve balance.

El ’48 y la literatura

A pesar de que la Guerra del 48 y el agenda de los vencedores, orientó la dinámicas políticas y sociales de la segunda mitad del siglo XX, su influencien en la novela costarricense ha sido reducida. Del puñado de textos podemos perfilar un breve canon del 48. Normalmente se considera la novela Alma nativa (1960), de Solano Rojas, como la primera en ser publicada, le sigue Los leños vivientes (1962) de Fabián Dobles. En el recuento se incluye la trilogía del desencanto, o de la revolución traicionada, como la denomina Cortés: Los Vencidos (1977) de Gerardo César Hurtado, El Eco de los Pasos (1979) de Julieta Pinto, y Final de Calle (1979) de Quince Duncan. A la lista anterior se debe agregar las novelas Hasta encontrarnos de nuevo (2008), de Sergio Muñoz, y 1948 (2018) de Luis Manuel Chacón. La escasa muestra literaria sorprende, si consideramos la magnitud de la catástrofe.

La trilogía del desencanto: El retorno de lo reprimido

Partimos considerando a la literatura como un depósito de la memoria social-afectiva; además de ser una forma de reflexión del pasado, donde el hecho de evocarlo, no solo interesa por la información  que provee acerca de lo ocurrido, sino que permite reconstruir el sentido y el valor de los sucesos. Estimando lo anterior, me interesa proponer una lectura de la trilogía del desencanto como una memoria del dolor (término que tomo del psicólogo social Ignacio Dobles), es decir, un texto que funciona como un lugar que hace retornar las voces silenciadas por la historia oficial, un espacio que visibiliza a las víctimas y revela los traumas desencadenados por la tragedia. Aunado a lo anterior, me parece pertinente remitir las palabras de Canclini (2008), cuando menciona que “toda memoria tiende a autorizar determinadas voces y silenciar otras, sin embargo un espacio de aparición permitiría la existencia y manifestación de voces alternativas” (p.29-30), ese espacio , en este ejercicio, se gestará a través del texto literario: las narraciones silenciadas retornando en la literatura en busca de justicia.

Como anotan Lira y Loveman, citados por Dobles (2009), “el olvido es imposible y la memoria inevitable, aunque sea sometida a supresión y represión durante cierto tiempo”. Casi treinta años después del conflicto aparece la trilogía del desencanto. En estas obras, además de articular una crítica al modelo socialdemócrata, ya desgastado en los finales de los setentas, podemos rastrear en estos textos ciertas huellas del trauma psicosocial (en el sentido que lo propuso el psicólogo social Martín-Baró), es decir, un trauma comunitario, que reside en las relaciones sociales aberrantes y deshumanizastes como, evidentemente fue, la Guerra Civil del 48.

Los Vencidos: la sangre reclama justicia

La primera novela que menciono es Los Vencidos (1977), de Gerardo César Hurtado. Del relato retomo la escena donde Miguel Suárez, protagonista de la obra, es testigo del crimen del Codo de Diablo, símbolo de la represión institucional y la percusión política llevada a cabo por los vencedores.

El asesinato del Codo del Diablo ocurrió el 19 de diciembre de 1948, en Siquirres. Los ejecutados extrajudicialmente fueron Federico Picado, Tobías Vaglio, Lucio Ibarra, Octavio Sáenz, Narciso Sotomayor y Álvaro Aguilar. Los autores del crimen nunca cumplieron alguna condena por sus actos, como lo demostró la historiadora Silvia Molina (2017), a través de la revisión y balance de los archivos judiciales de 1948 al 1951, “los imputados no permanecieron en el territorio nacional, y cuando quedaron bajo las órdenes de las autoridades, estas los dejaron libres, pese a las denuncias interpuestas ante los órganos judiciales por los familiares de los fallecidos y a la presión de la opinión pública” (p.31). Los Vencidos visibiliza y problematiza este crimen, que exigió, en la década de 1970, un lugar en el debate público. Como Ovares y Rojas (2018) sostienen, Hurtado, al emplear el nombre de las víctimas, convierte la narración en una denuncia política. El olvido de aquél crimen será enfrentado al traer la memorias silenciadas a aquél presente. Ahora bien, al retomar el crimen y, a través de la narración, reconstruir el pasado se “cumple la función de devolverles a los sujetos la identidad e historicidad negadas, además de ser medios de denuncia y condena social; es un ejercicio de producción de significado” (Canclini, 2008, p.36). El retorno de la memoria buscando dar sentido al hecho histórico.

Por otra parte, la novela también reflexiona acerca del olvido y la memoria. Lo anterior se registra en el diálogo entre Magdalena y Miguel, ubicado temporalmente antes del crimen:

Miguel: -No. No he podido porque se presentan infinitos problemas a la hora de enfrentarme a la realidad.

Magdalena: - La realidad que te sobrepasa.

Miguel: - Más, todavía, en este país olvidado.
Magdalena: - ¿Olvidado?

Miguel:- Sí, aquí nos olvidan (…). Las cosas en este lugar se olvidan, como si no nos conociéramos unos a otro.

Magdalena: - Así es nuestra nación, así es nuestro pueblo.
Miguel:- Un lugar para resignarse a morir. (Hurtado, 1984 p.121)

Un lugar para resignarse a morir: una realidad que sobrepasa a Miguel, y a toda una generación. El crimen del Codo de Diablo, paradigma de la violencia, la impunidad y la tragedia del 48, no se resignó a morir en el olvido y reaparece en la novela-memoria: la sangre reclamando justicia.

Ecos de los pasos: las imágenes sepultadas

En el año de 1979 Julieta Pinto publicó Ecos de los pasos. En la novela se entrelazan dos historias que, aunque temporalmente distintos, comparten al mismo protagonista, Ernesto (profesor universitario y ex combatiente del 48 en el bando liberacionista). El presente de la obra relata el encuentro de Ernesto con Carlos Fonseca Amador (fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional), que se encuentra preso en Costa Rica. En el pasado de la novela, evocado como recuerdo, se narran los inicios de Ernesto en el ejército revolucionario, algunos acontecimientos de la Guerra, y la entrada triunfal en la capital.

Es evidente que la obra critica y denuncia los caminos que tomaron los victoriosos, interpretándolos como una traición a los principios ideológicos fundantes. Con respecto a lo anterior, el contrapunto del personaje Fonseca Amador, provee mucho para este análisis, pero, nuevamente, retomo la dimensión afectiva. El Ernesto del 48, después de que su amigo Herminio se culpabilizara de la muerte de dos compañeros, reflexiona acerca de sus actos:

Y éste era el producto de la guerra, de la acción armada que no sabían en qué iba a terminar. Recordaste los guardias caídos pocos días antes, las manchas rojas extendiéndose por las caminas y por primera vez fuiste consciente de que tenían también familia y que esas familias lloraran su muerte como la iban a llorar los parientes de los compañeros de Herminio. (Pinto, 2005, p.81).

Reconsideremos la catástrofe social: la víctimas no solo fueron los caídos, los exiliados o encarcelados (lo cual ya es aberrante), sino también sus familiares, los que lloraban a sus muertos, las que sufrieron violaciones, o los condenados al ostracismo. Costa Rica sufrió el resquebrajamiento de todo su tejido social, no fue un descarrío excepcional.

En el capítulo X registra una de las huellas imborrables. Mientras Ernesto y Herminio hacen guardia en la torre de una iglesia, el cuerpo de Herminio se desvanece sobre su amigo: Herminio muere por un disparo. En la escena siguiente Ernesto es acuerpado por José (Figueres):

La voz de José sobresalió entre todas las demás.
-Siempre caen los mejores.

La voz te sacudió como el impacto de una bofetada y el murmullo que luchaba por salir de tu interior, se convirtió en un llanto de dolor y rabia. (Pinto, 2005, p.114).

El escena anterior retrata el dolor, la huella imborrable de la muerte de una persona cercana. En uno de los testimonios que Manuel Solís documenta en “Memoria descartada” (2013), aparece una historia parecida: “un hombre que tomó repentinamente las armas, concede haber sentido inmensa culpa al enterarse de la muerte de un amigo a quien convenció de unirse a la lucha” (p.36). La culpa, y el dolor absorben a los sujetos, y en ellos se incuban odios que terminaban por rebasarlos. Ese pasaje de culpa, dolor y odio lo vive el personaje:

Creíste que la única alternativa era tomar una ametralladora y disparar contra todo los que estaban en el gobierno. Quienes eran capaces de matar a ser humanos como Herminio, no merecían vivir. Después la razón te hacía reconocer el absurdo y era el dolor lo que te absorbía. (Pinto, 2005, p.121).

Por otra parte, uno de los capítulos más interesantes de la novela es el XVI, en donde Pinto retoma, sin mencionarlo, el crimen del Codo del Diablo. Un joven de apellido Campos, llega al campamento buscando a José, que se encontraba con Ernesto en una de las tiendas. El muchacho narra como unos soldados esposaron a seis presos del ejercito enemigo, los montaron en un motocar y los acribillaron al lado de la línea del tren. Esa escena no corresponde a una línea temporal de los hechos, ya que la Guerra se desarrolló entre marzo y abril de 1948, y el asesinato sucedió en diciembre de ese año, lo que me interesa es el afán de recrear el evento y su valor simbólico. En esta secuencia, la conversación que sostienen José y Ernesto es muy reveladora:

Ernesto: - ¿Quién ordenaría semejante atrocidad? -te atreviste a preguntar, ahogado por la indignación.

José: - Ernesto, no podemos averiguarlo por ahora (…) Esta es una secuela de toda lucha armada y ya me preguntaba como no había sucedido algo así antes (…) Somos muchos hombres y no podemos responder por todos. Hay locos que están con nosotros, solo para tener la ocasión de matar y así y todo los necesitamos.
Ernesto: - Pero ¿van a quedar sin castigo?
José: - Todo vendrá a su debido tiempo. No es el momento todavía.

(…)
Ernesto: - No puedo quedarme José, y hacerme cómplice de semejante crimen.
(José) Dio un manotazo sobre la mesa:
José: - ¿Y que la revolución quede en manos de la gente que ha cometido este crimen? (…)
(José) Caminó hacia el rincón donde se encontraba Campos.
José:- Mira, muchacho, te exijo que no hables una palabra de esto a nadie, entendés, ¡a nadie! Y yo te prometo solemnemente que los autores serán castigados a su debido tiempo. (Pinto, 2005, p. 150-152).

Es evidente que el crimen del Codo del Diablo resonaba en la memoria social, y tomó forma de relato. En este caso “el retorno opera en acciones concretas de individuos”, como anotó Benjamín. Las acciones concretas: la construcción de un relato verosímil del crimen del Codo del Diablo; y sugerir que las cabezas de la Junta, sabían quiénes fueron los responsables. Las voces narrativas de Pinto y Hurtado, en esta dimensión, se convierten en portadores de la memoria (Dobles, 2009), una memoria que urgía reaparecer en la historia, y que se revela como denuncia: los autores del crimen nunca fueron castigados a su debido tiempo.

Final de Calle: la herida filial

Como hemos insistido: el trauma trasciende a los individuos y llega a infringir una herida en las relaciones. Lo anterior es observable en Final de calle (1979) de Duncan.

El narrador de ésta novela inicia el relato con un episodio de represión que sufre un grupo de estudiantes. Entre los agredidos está Daniel López, hijo de Carlos López, empresario costarricense y excombatiente de ejército liberacionista del ’48. Indignado por el abuso de poder, Carlos inicia una búsqueda por justicia, pero se topará con la realidad: en ese sistema, no existen instancias para obtenerla. De igual forma que en la novela de Pinto, Duncan emplea dos épocas diferentes para construir sus texto: por un lado el relato del 70, donde un Carlos adulto busca justicia para su hijo; y por el otro, la narración del ’48, donde el joven Carlos se enlista en el movimiento revolucionario.

Como sabemos, la Guerra trajo consigo una insólita polarización social y familiar. Estas escisiones familiares, y generacionales, se puede ver en el relato-rastro del enfrentamiento entre el Carlos joven y su padre, Don Caliche, cuando el primero parte con rumbo a los cerros donde estaba Figueres:

Saliendo de la pulpería:
“un tubo de hierro mordió mi nuca:
-Estáte quieto o te rajo la vida, bastardo - era la voz de don Caliche-, mal hijo (…)

Era un marichi y me encañonaba. Era mi padre mariachi el que me amenaza (…)
-Devolvéte o te rajo la vida bastardo, mal hijo, traidor… ¿Te ibas con los sediciosos, no?

(…)
- Papá -le dije-, una vez me dijiste que uno debe vivir como piensa, y estar dispuesto a que le rajen la vida por sus ideas. Me dijiste que eso era ser hombre. Pues bien: voy a pelear con don Pepe.Voy a sumarme a sus fuerzas: así que pegame un tiro si querés, pero no me echo atrás.

Pero no disparó. Fue bajando el arma poco a poco mientras yo me iba alejando.
- Si te vas con los sediciosos -dijo-, yo voy a pelear del otro lado: y solo le pido a Dios que nos encontremos de frente. (Duncan, 1981, p.18-19)

La escena ilustra una herida familiar causada por el fanatismos maniqueo de ambos bandos. La documentación de los testimonios de sobrevivientes y víctimas demuestran cómo las redes familiares se tensaron y resquebrajaron. Como anota el sociólogo Manuel Solís (2013): “Sabemos de padres e hijos que tomaron partidos opuestos y también de familias que se compactaron en disputas contra otras.” Estas traiciones familiares tuvieron un costo físico y emocional: “por lo menos en una oportunidad la represalia tomó la forma de violencia en contra de un familiar desleal” (p.42).

Es importante destacar el afán de verosimilitud de la narración. La obra se basa en más de cuarenta entrevistas de personas que participaron activamente en el conflicto. El mismo Duncan lo destaca en el prólogo: “Final de calle es ante todo una novela. Intenta ser fiel a los hechos, tal como lo cuentan los sectores populares protagonistas, sin dejar de ser una interpretación (…) la fuente principal es pues lo que la gente cuenta a viva voz” (Duncan, 1981, p.9).  Schlenker (2014) habla de los “hilos de una trama histórica” que aprieta a los individuos. Acción que califica como “un acto violento que no permite que el sujeto atrapado deshaga los nudos y, menos aun, que incluya en la urdimbre sus propios hilos” (p.352). El autor propone invocar a “ese otro que habita fuera de la Historia a recordar desde el relato literario lo que quiere/debe recordar” (Schlenker, 2014, p.352), es decir, insertar en el relato de la Historia los hilos de las otras voces y sus memorias. Duncan propone tejer, con esas voces, las otras historias silenciadas por la narrativa oficial.

Del olvido a la una hagiografía nacional

El hecho que el canon sobre la Guerra de ‘48 sea tan breve, y que se tuviera que esperar casi sesenta años para tener dos novelas que abordaran directamente del conflicto (las de Muñoz y  Chacón), habla de la eficacia de los mecanismos de represión (en los años posteriores al conflicto) y los discursos ideológicos que operan en función de la autoimagen nacional (la excepcionalidad tica, la Acardia tropical, etc), que han invisibilizado a las otras voces.

Estos apuntes quizás puedan sugerir que en estas obras, al retomar las voces silenciadas, está, al menos latente, la búsqueda de justicia y de reparación simbólica de las víctimas. Esto es relevante, a sabiendas que nunca se tuvo “un periodo de duelo para saber la muerte de los seres queridos que dieron la vida durante la década de 1940”( Diaz, 2016, p.329). Como ya ha demostrado el historiador Diaz (2016), “los gobiernos posteriores 1948 nunca hicieron una pausa para recordar a los caídos, un acto que, por sí mismo, hubiera ayudado a sanar muchas heridas emocionales producidas por el conflicto político” (p.329).Como se ha propuesto, es necesario retomar estas narrativas, y trabajar el duelo nacional que, como ha sugerido Ricoeur, involucra la justicia. Evocar el acontecimiento implica una memoria que exige “el reconocimiento que solamente puede darse mediante el debate; la justicia debería ser una consecuencia de este reconocimiento” (Canclini, 2008, p.29), pero ese reconocimiento se enfrenta al gran obstáculo de la falta de un espacio público donde ese diálogo sea posible.

Después repasar estas líneas desde la literatura, pensar en reconocer como Héroe de la paz al principal gestor de la catástrofe del 48 es cuestionable, y, aunque De la cruz tiene razón en que no debemos ser mezquinos con Figueres, darle tal título es un exceso. Ya sea por politiquería, por ignorancia (la arrogante y porfiada) o simple ocurrencia para amenizar el café de la tarde, el congreso, con este hecho, oficializa el paso de una historiografía a una hagiografía nacional: claro está, no hay santo a qué rezarle.

KENNETH CALDERÓN

k.calderonespinoza@gmail.com