Crónica de la Ciudad de México

DANIEL BOJORGE

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Hoy es el día treinta y cinco de mi estancia en México. Ha llovido durante casi todo el día dándole un aire todavía más grisáceo a los enormes edificios. La mayoría de estos, para un costarricense acostumbrado a las nimiedades arquitectónicas de una de las tantas Repúblicas Unitarias del Nuevo Mundo, son un milagro de concreto. En algunos de los casos (quizás los más sorprendentes de todos), los cuerpos geométricos cuentan con un recubrimiento de espejos que dan la sensación de estarse poniendo tristes. 

Y seguramente lloran hasta el margen de la calle. 

Yo he estado leyendo El laberinto de la Soledad, de Octavio Paz. Lo más probable es que sea un intento demasiado abstracto para comprender eso que llaman “lo mexicano”. Paz, casi por obligación mecánica del engranaje histórico de la Antigua Nueva España, describe la influencia colonizadora en los ojos mexicanos. La soledad es, entonces, resultado inexorable contra la vida: El mexicano lucha, calla, arde y se resigna a vivir. 

Por más que la figura de Paz sea un recordatorio de esa burguesía aristocrática de la vida cultural mexicana del siglo XX, en algo tiene razón: Al mexicano le duele vivir. Y le duele mucho. Tanto, que es mejor no expresarlo. 

Debe ser por eso que aquí la vida se resuelve a través de fiesta. Se festejan los ganes, las pérdidas. Lo cotidiano y lo trascendente. Se festeja a la Muerte. 

Ayer vi la muerte en un par de ojos. 

En uno de los tractos de la glorieta que circunscribe la Fuente de Cibeles existe una serie de restaurantes de corte mediterráneo con influencia, sobre todo, ítalo-española donde los atardeceres se rompen en colores que dan un aire madrileño a esa pequeña sección capitalina [“Yo no envidio los goces de Europa”, creo que iba así]. 

Allí, a la hora de la comida, músicos llegan a buscar alguna propina por su arte. Además, vendedores ambulantes llegan a ofrecer cuanto artificio uno pueda imaginar. Pero dentro de la dinámica que he reducido con anterioridad a apreciaciones poco precisas sobre la realidad (le llaman “escribir”, creo), hubo una mujer que me llamó poderosamente la atención: Una vendedora de flores. En una caja traslúcida guardaba gardenias, lirios y un par de calas. Sin embargo, llamó mi atención una flor de color naranja que estaba, digamos, rezagada de esta postal exóticamente tercermundista que parecía sacada de un poema de Darío. 

Le pregunté a la señora el nombre de esa flor cálida. “Cempasúchil”, me dijo con una voz que hacía caer las palabras como en un pozo de profunda indiferencia. No le compré nada, probablemente por la costumbre costarricense de restarle importancia a la fecunda labor que enrojece la faz de los hombres. 

Se fue de la misma manera espectral como llegó a la mesa. 

De regreso a mi hotel busqué información sobre la planta.

Especie de la familia Aesteraceae, nativa de México… se utiliza en las festividades del Día de Muertos para decorar altares y tumbas; de allí su nombre «Flor de muertos»”

Y entonces no pude dejar de pensar en los ojos cafés de esa señora. Su historia se repite en la vida de millones de habitantes de esta ciudad: Frío, dolor, pobreza, unos cuantos pesos de vez en cuando y quizás sí, soledad. 

La misma tristeza que tiene la Línea Siete del Metro (Rosario-Barranca del Muerto) estaba en aquella caja, en aquellas flores que intentaron cubrir de belleza y elegancia a la Muerte, de su flor.

Con razón que en esta Gran Ciudad donde la identidad se disuelve en mares de gentes, los edificios lloran por los desterrados hijos de Eva. 

Y yo sigo aquí unos cuantos días más. Quizás, con más soledad de la cuenta.

Miguel Hidalgo, enero 2020.

DANIEL BOJORGE

Docente y Escritor

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