La ambigua semántica de olvidar: una brevísima ética de la memoria.

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Olvidar en el presente es una paradoja.

¿Cómo es siquiera posible olvidar en esta, la época de la memoria prostética? Quiero decir, en el tiempo de los avatares y las extensiones de la recordación, es acaso plausible admitir que “lo olvidamos”. 

Más fácil es olvidar todos juntos, olvidar colectivamente, que olvidar aisladamente; de preferencia olvidamos para protegernos del exógeno recuerdo que nos denuncia, para protegernos de la violencia, para perdonarnos y para no vernos interrumpidos por trivialidades pero sobre todo olvidamos religiosamente para permanecer vivos.

Ninguna corrección es plausible si no pensamos en ella, he ahí la razón de ser de los monumentos que nos erigimos: objetivada, la memoria puede ostentar abandonar su trabajo de recreación permanente. Una forma de combatir la memoria es el silencio de aquello que no puede, que no debería silenciarse. El silencio no es una mera ausencia; puede ser el acto de eludir la responsabilidad de mantener la memoria que sostiene al mundo. Olvido, memoria y responsabilidad se imbrican y forman el sustento más sólido en el que se edifica nuestra misma condición de ser.

Hay una etapa de pacificación, una consolación laxa, secular e ignota que poco sabe de su extraña manera de hacernos sentir mal y bien al mismo tiempo, esa del: -bueno, que se llame como se llame, se quiera llamar o que lo llamen. Y a mí qué.- Que se encoje de hombros y deja un sosegado y engañoso peso de la absoluta nadería de no querer recordar.

Olvidamos que todos venimos de otra parte, olvidamos el eterno compromiso con la gravedad que nos sostiene, usualmente nos olvidamos de pagar, olvidamos nuestra estatura, nos olvidamos del pez que se tragó a Jonás y, sobre todo, queremos olvidar que alguna vez nos hayan echado la culpa. 

Hay un “aquello” ya muy lejano, que supera el solo padecimiento, la degradación, el dolor y la experiencia de los límites (lo cual debería ser lo irrenunciable para la memoria), del que nos queremos alejar. Pero es lo que se quiere olvidar, lo que la sociedad quiere dar por concluido, porque entre las densas penumbras de ese “aquello” no puede dejar de encontrarse a ella misma.

Paradójicamente quienes deciden recordar son los sobrevivientes, en la medida en que no aceptan el olvido. Sin embargo son de una condición espectral, invisibles para no reconocerlos, traslúcidos. Duele oírlos, con sus historias personales y esa odiosa manera de llorar en público. La insoportabilidad de la memoria los vuelve silencio.

Esta fingida disolución es, parafraseando a Cernuda, la gracia que sonríe por olvidar el tormento, también es la violencia del origen, que usualmente también olvidamos, y el miedo que le tenemos al olvido que es la tumba. Nos imponemos permanentes amnistías, aboliciones de la memoria. La comunidad, en cambio, se sostiene en una memoria mítica, incondicionada a la necesidad de pactos que hablan más de relaciones de fuerza que de verdad.

Me pregunto ¿es acaso el olvido una forma reflexiva de mentirse? Pero la respuesta necesita de una comunidad inconfesable de no guardarnos duelos, de no tenernos lástima. La memoria, entonces, no adquiere otro sentido que recordar que se es. Responsabilidad de ser que no pasa por conservar la vida como prioridad excluyente, sino en vivir la vida. Un vivir que tiene como condición la presencia del otro en quien reconocemos la muerte. La muerte del otro es la única muerte reconocible y la única que nos enseña de nuestra propia muerte. La comunidad, la comunicación, solo es posible a través de ese reconocimiento.

El pérfido destino de dirigirse licencioso hacia el olvido es la repetición calumniosa de las más bajas sombras, las ausencias más sentidas y las disonancias más ásperas. No es lo mismo olvidar, por ejemplo “que no llueve ni una sola vez en el Quijote”, que olvidar que las equivocaciones dañan, si son características.

Siempre descubrimos tardamente la verdad, como si no recordáramos su infinito principio de conservación, frente al espejo: la verdad no se crea ni se destruye, solo se transforma. Olvidamos y la verdad se transforma frente a nuestros ojos, como la bestia peluda de los carnavales. Olvidamos colectivamente y recordamos en privado.

Y si olvidamos habrá de venir otro que haya entendido esto más temprano que nosotros, con un verbo evocativo, docto en maleabilidad y prestidigitación y sabrá sustituirnos la memoria a la que queremos renunciar. Todo basado en la fugacidad del pensamiento, en el paroxismo de la relatividad y en los irreconocibles rasgos de la época.

La garantía del olvido estimula la preparación de cualquier crimen que se arrogue la voluntad de borrarse.

No hay otro olvido que el olvido del hoy; solo puedo olvidar el ayer si persiste en el hoy. Lo olvidado no puede volverse a olvidar. Se puede, sí, olvidar que se ha olvidado. La memoria es un acto de confianza, de responsabilidad por el presente. Sin garantía previa de inmunidad ni de impunidad.

LUIS CARLOS OLIVARES

luigyom@hotmail.com