Antinomias de una hagiografía

Tzvetan Todorov y el liberalismo de Raymond Aron.

ALLAN ORTIZ MORALES

Hace algún tiempo que con su habitual lucidez Perry Anderson notó la existencia una dinámica particular en la historia de las ideas, en especial en el nicho de las ideas políticas: la tendencia de una especie de “monogamia” intelectual, en la cual el estudio de las premisas políticas en perspectiva histórica, se encontraba marcado por la fidelidad  ideológica del propio autor con respecto del tema que analiza. Por ello, sería frecuente el estudio “intramural” del mundo de las ideas políticas, que no necesariamente permitiría la comprensión de la totalidad del espectro. Por supuesto, Anderson estaba consciente que esa dinámica es perfectamente capaz de producir análisis brillantes y profundos, pero advirtió que en la lógica amigo-enemigo, característica de la Guerra Fría y el mundo que heredó, fue capaz de desfigurar muchísimos contenidos intelectuales, y transformarlos en simples panfletos. Quizá el estudio de diferentes ámbitos, de la derecha a la izquierda en el mundo de las ideas, sería un ejercicio capaz de abrir una venta por la cual un poco de luz y aire fresco se colaran en el estrecho universo político en el cual los intelectuales habitualmente construyen sus moradas. Sobra decir que ello no implica un “fin de la ideología”, sino un esfuerzo por comprender un mundo político diverso y poliédrico, pero fundamentalmente contradictorio. 

La figura de Aron, y principalmente sus ideas políticas, es retratada de forma hagiográfica en el extraño libro de Tzvetan Todorov, La experiencia totalitaria (Galaxia Gutenberg, 2010). El texto intenta construir perfiles del siglo XX y su relación con los regímenes comunistas existentes, su historia, cultura, e ideología; para Todorov todos monolíticamente totalitarios. No me interesa discutir el sorprendente y decepcionante libro en su totalidad, lleno de generalizaciones, prejuicios, lugares comunes y esencialismos ahistóricos por decenas -baste un ejemplo: “el comunista medio no es un fanático, sino un arribista cínico que hace lo que hay que hacer para acceder a una posición privilegiada y asegurarse una vida de mejor calidad” (p.27). Cualquiera que sea el valor de la obra de Todorov, me interesa de momento únicamente el contenido y análisis de las memorias de Aron publicadas en 2003, que el intelectual búlgaro consigna como ejemplo del liberalismo del siglo XX. Así como Todorov no oculta su escepticismo con respecto a la ideología que rechaza, yo tampoco oculto el mío.  

El Raymond Aron maduro, del que dan testimonio sus memorias y la investigación de Todorov, es un intelectual europeo prominente. Profesor de la Sorbona, de la École Practique des Hautes Études y del Collège de France, un eminente liberal que “se reunió en Francia, en Europa y en América con los políticos más destacados de su tiempo, que quisieron escuchar sus opiniones.” (p. 87). Estamos ante un intelectual consejero, por tanto, un hombre político, acostumbrado al debate y comentarista habitual y respetado de los eventos de la vida francesa y europea en general, aunque en distintos momentos sea retratado como un personaje ajeno a la política, como un aislado Robinson Crusoe del mundo intelectual. Todorov no duda en convertirlo en icono del liberalismo, un “Sísifo” de la libertad individual dispuesto a cargar siempre con la duda, con el escepticismo y la incerteza: no hay lugar para la verdad absoluta, todas las visiones de mundo deben respetarse en nombre de la libertad individual, por ello, es un paladín de la “universalidad moral y científica” (p. 101), de la tradición de la libertad racionalista del sujeto individual; pero observemos con atención algunos detalles. 

Desde 1950 el célebre intelectual francés escribe en la revista del Congrès pour la Liberté de la Culture, organismo de carácter antitotalitario del cual participarían otros autores franceses de renombre como Léon Blum, David Rousset, Francois Mauriac y Albert Camus. Pero la libertad por la cual clama el órgano anticomunista es una libertad asociada al terrorismo y la brutalidad, el Congrès pour la Liberté era un think thank financiado por la CIA (p.89). Aquí tenemos la primera antinomia de Aron, un intelectual, un “Sísifo” -como no duda en llamarlo Todorov- de la libertad de pronto se encuentra involucrado en una relación simbiótica con un órgano que entre los años 1950 y 1966, momento en que Aron se desvinculó del Congrès, fue responsable violentos golpes de Estado en el tercer mundo. Los casos de Irán y Guatemala lo atestiguan, por no hablar de las tentativas de intervención en Cuba. Aquí encontramos un primer malestar en la narración de Todorov: ¿Cómo es posible que un intelectual tan brillante, decidido a pensar y luchar por la libertad se encuentre asociado a la brutalidad de un imperialismo genocida? ¿Era consciente Aron, del vínculo que lo unía con dicha brutalidad? ¿O acaso su lucha contra el “totalitarismo” soviético justificaba semejantes violencias? ¿Se podría conciliar con la ideología liberal ser partícipe de una dinámica legitimadora de la Guerra Fría? Aron señala que una democracia “no puede y no debe llevar a cabo una cruzada para expandir sus instituciones”. Una reflexión profundamente llamativa, aunque de alguna manera genera ruido si leemos entre líneas algunos de los aspectos de su pensamiento y vida política.  

Resulta contraproducente que Todorov señale que “el tema colonial llama la atención de Aron con menos frecuencia”; es probable que incluso haya algo de desprecio y escepticismo de su parte por las luchas que enfrentan los países del tercer mundo de forma desesperada por sacudirse un dominio colonial que se cuenta por siglos o décadas. Aron “Tiende a solidarizarse con Francia” y “en 1946, cuando ha empezado la insurrección vietnamita, no quiere condenar abiertamente a las tropas francesas que la combaten” (p.90). Encontramos de frente la segunda antinomia, la libertad por la cual claman los países del tercer mundo, o no es importante, o no es sustancial. Resulta evidente a estas alturas que el liberalismo de Aron tiene una dimensión profundamente eurocéntrica. E incluso, cuando se decide apoyar la causa de los países coloniales, como en el caso de Argelia, su argumento, de acuerdo a Todorov, es el siguiente: “mantener la colonia, sobre todo en tiempos de conflicto, cuesta más de lo que aporta” (p. 91). Parece que no importan las libertades políticas de pueblos enteros sometidos a regímenes coloniales violentos -los ejércitos de ocupación francesa son tristemente célebres por sus métodos represivos-, sino, simplemente hay que tomar en consideración el simple cálculo político; cuando se trata del tercer mundo la libertad y el liberalismo se reducen a ello. Podemos imaginar a que se refiere exactamente cuando Todorov cita que, en sus memorias, Aron confiesa que cree que el político no debería ser “humanitario y condescendiente, sino valiente y brusco” (p. 94.). Sorprende que Todorov lo cite -son palabras duras- sin reflexionar en lo anterior con profundidad: “humanitario y condescendiente” no fue el cuadro que pintaron los decadentes imperialismos del siglo XX en África y Asia; cuanto menos, el suyo, es un liberalismo insuficiente. 

Vista de cerca, la trayectoria de Aron posee esas ambigüedades. Más de un matiz posee la libertad pensada y anhelada por este intelectual-Sísifo. No puedo dejar de notar que, quizá, eso que llamaba liberalismo, no era más que un espejismo ideológico de una Guerra Fría. Sus antinomias son inquietantes, pero no para Todorov el hagiógrafo.

ALLAN ORTIZ MORALES

Estudiante de Historia, Universidad de Costa Rica