Amar a Marte
JURGEN UREÑA
Hace algunos días, durante el mes de febrero, misiones espaciales de Estados Unidos, China y los Emiratos Árabes llegaron a Marte. De esa manera se confirmaba que la exploración de nuestro planeta más cercano, tanto en la distancia como en lo emocional, será el mayor objetivo de la carrera espacial de nuestro tiempo.
Llegar a Marte es hoy lo que en los años sesenta fue llegar a la Luna. Es ciencia y competencia, curiosidad y espectáculo. El planeta rojo está ahora en el centro de mira de agencias espaciales experimentadas como la estadounidense, cuyo rover Perseverance es el quinto que envían a Marte, al lado de la misión china Tianwen-1 y de Hope: la primera misión interplanetaria de una nación árabe.
¿Por qué nos importa Marte? Para responder a esa pregunta podríamos recurrir a un artículo titulado ¿Por qué nos importa Troya?, escrito en 1970 por el venezolano Arturo Uslar Pietri, que proponía encontrar en los relatos y en la estética del pasado una forma de comprender nuestra condición humana. En palabras de Uslar Pietri, "sin ese delicado y frágil equilibrio o desequilibrio que llamamos belleza, seríamos poco menos que hormigas entregadas a una teckné sin mensaje."
De acuerdo con algunos científicos, nos importa Marte porque representa el mejor escenario para desentrañar los enigmas de la vida. Otros se refieren a la colonización marciana como un proceso indispensable para la preservación de la especie humana. En ambos casos se olvida la inmensa producción cultural que le debemos al entrañable planeta rojo, así como la posibilidad de orientarnos a partir de esa herencia.
Un planeta rojo de seres verdes
Durante siglos, Marte fue un objetivo casi indiferenciable en el espacio. Una pequeña luz entre muchas otras. Casi nada. A finales del siglo XIX el estadounidense Percival Lowell estudió la superficie marciana desde el observatorio que construyó con ese propósito en Arizona y expuso sus teorías en tres textos científicos: Marte (1895), Marte y sus canales (1906) y Marte como la morada de la vida (1908).
Inspirado en la construcción del Canal de Suez, Lowell concluyó que los canales que observaba en la superficie marciana eran la obra de ingeniería de una civilización mucho más avanzada que la nuestra. Así, bajo la sombra que usualmente produce el final de un siglo y el inicio de otro, comenzó a calar en el imaginario popular la idea de un planeta rojo habitado por seres verdes de inteligencia superior.
Dos libros fundacionales abrieron las puertas de la imaginación marciana: La guerra de los mundos (1898) y Una princesa de Marte (1917), escritos por H.G. Wells y Edgar Rice Burroughs, respectivamente. El primero utilizó la invasión marciana como un espejo crítico del colonialismo británico. El segundo se inclinó por el relato de aventuras con tintes antropológicos, instalado en un planeta desértico, poblado por criaturas monstruosas y tribus enfrentadas entre sí.
Hacia la mitad del siglo XX llegaron las Crónicas marcianas (1950) del estadounidense Ray Bradbury. En esta serie de relatos se muestra el proceso expansivo del American way of life en el planeta rojo, mediante oleadas de cohetes plateados y gestos cotidianos que irrespetan abiertamente las tradiciones nativas. Después de esta revisión de la conquista del Viejo Oeste en clave pop, Marte nunca volvió a ser el mismo.
Cine, radio y cha cha chá
El cine y el desbordamiento del imaginario marciano surgieron uno al lado del otro. Esto explica la existencia de una película pionera de la ciencia ficción como la soviética Aelita (1924), en la que un grupo de humanos es sometido a los caprichos de una princesa déspota y marciana.
En 1938, el actor Orson Welles convirtió La guerra de los mundos en un programa radiofónico de noticias. Entonces la ficción saltó a la realidad: los teléfonos de la policía y de los principales periódicos recibieron innumerables llamadas de ciudadanos aterrorizados, que intentaban protegerse de los ataques marcianos y corrían por las calles de Nueva Jersey y Nueva York.
Una década después, la Guerra Fría se proyectó sobre el territorio marciano. Fue así como surgieron, en los Estados Unidos, películas teñidas de una profunda paranoia anticomunista como Marte, el planeta rojo (1952) y El terror del espacio exterior (1958). Mientras tanto, en los salones de baile latinoamericanos se escuchaban las notas del puertorriqueño Tito Rodríguez, que cantaba alegremente "los marcianos llegaron ya y llegaron bailando cha cha chá." Así, mientras unos entraban en pánico otros salían a celebrar la anunciada invasión extraterrestre.
Como podría suponerse, la televisión no se mantuvo al margen. Uno de los capítulos insignia de la famosa serie Dimensión desconocida se titulaba, ingeniosamente, ¿Podría ponerse de pie el verdadero marciano? (1961). El año siguiente, una compañía estadounidense dedicada a la producción de cartas y caramelos lanzó al mercado Mars Attacks: una serie de 55 piezas coleccionables que en 1996 inspiró la producción de la película homónima, dirigida por el excéntrico Tim Burton.
¿Existe vida en Marte?
En 1965, la sonda espacial Mariner 4 envió a la Tierra 21 fotografías de la superficie marciana. De manera muy decepcionante, esas primeras imágenes de Marte no estaban a la altura de sus muchas mitologías y sólo mostraban un paisaje similar al de la Luna: lleno de cráteres y vacío de signos de civilización.
Las sondas espaciales de la NASA continuaron merodeando al planeta rojo entre los años 1965 y 1971. El resultado fue, esencialmente, el mismo: no había rastro de robots constructores, de arañas gigantes o criaturas de baja estatura con los cerebelos expuestos. De todos modos, a esas alturas del siglo XX los marcianos eran tan reales y tan nuestros como Frankenstein o el Hombre invisible.
En 1971 el cantante David Bowie escribió Life on Mars?, un tema musical hilvanado por callejones sin salida que fue definido por BBC Radio como "un cruce entre un musical de Broadway y un cuadro de Salvador Dalí." Años después, Bowie comentó que Life on Mars? era "una canción de amor".
¿Es posible dejar de amar a Marte? Seguramente no, aunque a menudo olvidamos la profunda influencia que el planeta rojo ha ejercido sobre nosotros. Una influencia generosa y benigna, a contracorriente de aquello que imaginaron diversos intelectuales de los siglos XVIII y XIX, cuando Marte era poco más que un punto inalcanzable en el espacio.
Hoy sabemos que existe vida en Marte, pero no una vida similar a la nuestra sino, más bien, nuestra vida. Durante décadas nos hemos proyectado en la superficie marciana y hemos imaginado en ese lugar a unos seres a imagen y semejanza nuestra. Tal vez, si logramos comprender a Marte como el gran espejo que ha sido durante más de un siglo, podamos apreciarnos y apreciar un poco más la vida que nos ofrece la Tierra. Eso, en este momento de nuestra historia, no es poco.
JURGEN UREÑA
Cineasta