Afantasmamiento
David Cooper decía que la bondad es una forma de saber. Una forma superior de saber, si se quiere. Tenemos miles de años de narrativa cristiana y amor al prójimo. Tenemos humanismo, socialismo y jipadas sensentayochescas. Tenemos libros de autoayuda, eslóganes new age, falsa cortesía corporativa (“Buenos días, es un gusto atenderle”) y galimatías de recursos humanos. Y sin embargo, no es osado considerar que la nuestra, en definitiva, es una época en la que la bondad no goza de genuino aprecio.
En uno de sus maravillosos cuentos, Swedenborg habla de Melanchton, un teólogo que intenta demostrar el carácter fútil de la caridad. Una vez muerto, a Melanchton se le asigna una vivienda ilusoria que es exactamente igual a su casa en la tierra. Sin la menor posibilidad de percatarse de su muerte, el téologo continúa sus trabajos y concluye que, para ingresar al cielo, al alma le basta solo con la fe.
Los ángeles, que ya habían advertido sus altaneras consideraciones, deciden enviar personas que lo interrogan. Pero Melanchton persiste en su obcecada soberbia.
Lentamente, su casa comienza a disiparse. Los muebles entonces se afantasman hasta desaparecer. Las habitaciones se hacen insoportablemente pequeñas. Uno de los aposentos, en el fondo, se llena de gente sin rostro que no hace otra cosa más que adorarlo. Y a través de las ventanas, a lo lejos, en vez del entorno habitual, Melanchton divisa infinitos y ominosos médanos.
En vano, intenta reformular su tesis y acude a brujos y hechiceros. Pero al final, abatido y degradado, Melanchton termina convertido en un sirviente de demonios que vaga por los médanos.
Quizás pueda parecer excesivo pero estoy convencido de que nuestras ciudades, de un modo o de otro, se han articulado como espacios que no admiten la bondad ni la caridad. Se trata de espacios hostiles. Entornos cáusticos que se afantasman como la casa de Melanchton. Desde los remotos años en que se poblaron a fuerza de incursiones contra los indios bravos, o de sometimiento tributario y moralizante contra los campesinos enmontañados, hasta las fatigosas jornadas de hoy en buses, presas, parques, aceras, sitios web de Hacienda y vagones de Incofer.
Mike Davis decía que las ciudades son espacios para la posibilidad. Las nuestras, por el contrario, son espacios para la necesidad. Todo agrede. Todo complica. Te cobran. Te quitan. Te joden. Te roban. Te atraviesan el caballo. Y por si fuera poco, si te quejás, la narrativa oficialista te conmina para que actués bajo los preceptos absurdamente optimistas del bicentenario.
Hace poco un amigo me pasó un artículo que plantea que los pájaros son mucho más complejos de lo que imaginamos. Piensan, aman, recuerdan, sufren… Curiosamente, en aquel momento, yo estaba leyendo una libro de Jennifer Ackerman que se titula The genius of birds. Mientras lo leía pensaba en el comemaíz, ese gorrión criollo cuyo canto hace que el subdesarrollo sea más dulce. Recordaba que los pajareros siempre me decían que el comemaíz, a diferencia de otros pájaros de alpiste, no admite el cautiverio: dejan de cantar, se afantasman y, por último, mueren. Y pensaba, por supuesto, en cuánto nos parecemos al comemaíz y en cuánto se parecen nuestras ciudades a las jaulas de los pajareros.