A corte medido
RICARDO MILLÁN
La resaca del contrabando de nancite sigue intacta. Es más, me atrevería a jurar que todavía no adquiere esa denominación, sino que se encuentra en su estado inmediatamente anterior, cuando aún el alcohol circula en medio de mis neuronas y la tengo viva. No hay de otra, me sobrepongo y echo a andar por el camino polvoriento. La luz del sol todavía no cae directa sobre mis espaldas, pero ni una sola nube se atisba en el horizonte, motivo adicional para presagiar, desde ya, mi futuro arrepentimiento, dentro de unas horas, por los tragos de más de anoche en La Tranquera.
Pedro, el gordo encargado de la finca, ya tiró sus medidas. Ese escaso desplazamiento lo dejó exhausto, jadeante, y como es la costumbre, ya suda copiosamente en la frente y en el cuello; sé muy bien que para las nueve ya tendrá la camisa completamente empapada y adherida a sus pliegos acantósicos de carne y grasa. Son diez de ancho por seiscientos de fondo. Como es su costumbre, la piedra de agua para sacarle filo a los machetes está ya junto con los garrafones que contienen algún líquido pardo y turbio que pretende evitar que muramos deshidratados, aunque no necesariamente intoxicados. Ahí, en la improvisada ranchería, pasquín en mano y risa burlona esbozada, él se sentará a disfrutar de nuestra agonía.
Mi terreno no es del todo plano; quizás sea el más columpiado. Con la excusa de estar nuevito, este desgraciado siempre me deja la parte por donde pasa el río, hay más piedras y el pastizal es más alto, y por lo tanto, más grueso y duro. La semana pasada pude contar que tengo que desgastarme unos tres machetazos extra cuando el tallo es muy grueso. Habiendo repetido dos grados de la escuela gracias a mi terrible desempeño en las matemáticas, lo de los cálculos no es lo mío, aunque puedo presagiar que esas tres brazadas multiplicadas por unos diez bodoques apiñados de fibra y celulosa en cada metro, por toda la extensión que me corresponde, resultará en muchísimo esfuerzo.
Ese malnacido de Carlos, el marido de mi madre, me había echado de la casa hacia tan solo tres meses. En todo caso, estaba seguro que un tiempo más ahí, y hubiera sido él o yo. Ya mis primeros pasos como peleador de calle me habían dado cierta reputación, a pesar de mis escasos 12 años, y estaba dispuesto a dejar el pellejo, y los dientes también, en la arena, si le volvía a levantar la mano a ella. Con el trabajo en el campo, uno o se hace hombre rapidito, o se lo lleva puta. Y por supuesto que yo no estaba para darle el gusto.
Son las diez y el sol ya apreta. Me seco el sudor que me recubre la cara con el paño húmedo y aterrado del polvo. Doy un sorbo al agua, para ese entonces caliente, apestosa, metálica, que nos trajo el miserable de Pedro. Mientras mis labios resecos, agrietados, se dan el lujo de bañarse en alguna especie de líquido no salado o destilante, y mi saliva espesa y filante se diluye, pienso una vez más en mamá. En sus súplicas, rezos, imploraciones, y una vez resignada, en las encomendaciones a todos los santos. Siento un peso en la consciencia porque, a la fecha, y por culpa de ese maldito, de ese maldito, guaro de caña, no le he podido enviar los cincos que le prometí cuando me vine. Doy un trago más, y algo adentro en el pecho se me constriñe, aunque no tengo más que un poco de tos como respuesta.
Para las once, el de más experiencia, ese garañón indomable que se las sabe todas, va saliendo a cobrar los veinticinco mil que le corresponden por su rectángulo. Ya terminó con su terreno, y no alcanzo a ver más que la mirada burlona y lastimera que me echa, quizás por estar metiéndome en cosas de machos, o tal vez por no llevar chapeada ni la mitad de mi parcela. Y así, uno a uno, los más rápidos nos van dejando a los más lentos, a los pobres diablos que inevitablemente nos rostizaremos la piel, una vez más, bajo el sol guanacasteco.
El chaspinazo del machete contra una de las piedras cercanas al río, con ese rebote metálico, cual onda expansiva en todo mi cuerpo, y que arremete con particular predilección por mis tímpanos, me recuerda el odio que siento por Pedro. Ya para ese momento la resaca sí es resaca, pura, maligna e inclemente. Mi lengua garrobil, acanalada, áspera, me recuerda que ya ni agua putrefacta me queda, el mundo parece girar a mi alrededor, y las náuseas regresan. El hilo agrio que sale de mis entrañas se evapora casi al instante de caer sobre la tierra ardiente, mientras mis plantas de los pies duelen y queman, ya pletóricas entre la hinchazón y unas ampollas que crecen, casi por generación espontánea, sobre las llagas del día anterior.
Por ahí de las cinco, extenuado, corté el último arbusto. Mis manos estaban magulladas y callosas, mis antebrazos rayados en todas las direcciones, mi espalda contracturada, y mi ánimo, lo que quedaba de él, destrozado. Otro día más en que me tocaba regresar al cuartucho de la tía Josefina mientras veía el atardecer, como perdedor absoluto, aunque con el dudoso consuelo de los pocos pesos que Pedro me entregó, en medio de sus reclamos por haberlo hecho esperar durante tanto tiempo. Sabía, en todo caso, que ya tenía dos semanas de atraso con el alquiler y esto apenas iba a solventar parte de la deuda.
Mi plan sería darme un baño al llegar a la casa y recuperar las energías en el camastro que hacía de espacio de descanso. Mañana terminaríamos con el suplicio, y con todas las hectáreas que el señor de la barriga frondosa había acordado. Ya a unos cien metros de distancia de mi aposento quise evadir a Eladio, el borrachín del pueblo, aunque no hubo manera. Lo último que recuerdo es cuando me gritaba desde la puerta de la cantina: “Mariano, hombre, no se agüeve, venga y pasa a tomarse unos fresquitos que usted ha trabajado mucho”.
RICARDO MILLÁN
Psiquiatra
Profesor asociado, Universidad de Costa Rica