Bueni
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Étienne Souriau decía que a los animales no les falta épica, sino que les falta Homero o Turoldo. Decía, además, que los animales viven la esteticidad de su existencia y que, a diferencia de los humanos, no la cantan.
Existe, en efecto, una abundante presencia de hechos estéticos en la naturaleza. Y podría decirse que hay, también, una especie de estilo en la naturaleza: conjuntos de formas unidas por conveniencias recíprocas.
Nuestras consideraciones biologistas, decrepitamente racionalistas, sin embargo, nos impiden ver que en el mundo de los animales existe todo eso y más. Existe, por ejemplo, una cierta eticidad. Hay animales virtuosos, buenos. Animales cuya conducta individual, cuyas decisiones y maneras de relacionarse con otros, genuinamente, podrían considerarse nobles.
Así era Bueni, una gata buena, una gata dulce.
Vivió mucho tiempo en las calles, por el barrio.
Vivió al garete.
Libertariamente.
Durante mucho tiempo le llevé comida casi todos los días al edificio de apartamentos donde hacía las veces de ocupa. Un 11 de junio del 2022, tras constatar que había perdido mucho peso, decidimos capturarla y llevarla al veterinario.
Nos dijeron que tenía leucemia y se quedó en nuestra casa.
Murió un 2 de junio del 2023, una noche de luna.
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Hace muchos años, en una clase de Física, escuché hablar sobre las mareas terrestres: una combinación de factores gravitacionales que provoca sutiles abultamientos en la superficie terrestre y que, incluso, pueden detonar eventos telúricos catastróficos. De entrada parece algo rigurosamente fantástico, casi inverosímil: masas de tierra y piedra que se hinchan ante los caprichos orbitacionales de la Luna y que suscitan temblores y erupciones volcánicas. Pero más allá de la confianza excesiva, acaso dudosa, que sentimos respecto a nuestra corteza terrestre, lo cierto es que a la Luna le conferimos humores y abusivas intromisiones en nuestros asuntos. Y le conferimos, además, una importancia simbólica de jerarquía capital.
Ciento veinte años antes de Cristo, Luciano de Samósata relató un curioso viaje: unos navegantes griegos se topan con un violento tifón que eleva su barco por los aires y lo lleva hasta el ámbito lunar. En 1638 Francis Godwin imaginó que unas cigüeñas conducían a su héroe hasta el reino de los selenitas y, pocos años antes, Johannes Kepler concibió el primer relato desencantado de la Luna: en Somnium no hay reinos fabulosos ni habitantes extraños, tan solo los ásperos y angustiosos paisajes desérticos que hoy contemplamos en las fotografías de la Nasa.
No hace falta remontarse hasta los antiguos para constatar que la Luna nos genera una extraordinaria fascinación.
No hace falta hablar de afectadas experiencias con licántropos ni hace falta aludir a disparatados métodos de anticoncepción basados en los ciclos lunares.
Es común, aún en sociedades contemporáneas, que las personas expliquen los cambios de ánimo a partir de la influencia de la Luna. En un pasaje de una novela de Fabián Dobles, por ejemplo, hay una niña que sufre un trastorno psiquiátrico. Una suerte de rabietas, arrebatos de furia descontrolada. La propia niña lo define en estos términos: “Es que me da luna”.
Es común, por otro lado, que nos sintamos conmovidos ante la repentina aparición de una Luna Llena al sortear una curva y que luego la azotemos con ruinosas metáforas. Y digo ruinosas metáforas porque no todos nacimos para ser Leopoldo Lugones, quien la definió como una anciana de las mitologías que cruza los desiertos llena de más allá y de nostalgia.
Thoreau se refiere a ese mundo oculto, menos profano, que habita la luz lunar. Ese mundo inexplicablemente no asumido, esa vida tranquila y deliberada de las moradas llenas de rocío. Y nos habla de cómo, en vez de zorzales, allí hay atajacaminos y de cómo, en vez de mariposas, allí hay luciérnagas.
Thoreau nos recuerda que cuando salimos al bosque a caminar bajo la luz de la Luna, sin más, imperan otros sentidos. El caminante, dice, se guía por el sentido del olfato y también por el oído. Las acequias y las quebradas estacionales nos resultan más próximas o, mejor dicho, más vitales. Y en los campos perduran ciertas resonancias de jornadas y faenas.
En sus diarios Thoreau anotó que era imposible caminar por los bosques de Concord sin escuchar un hacha. Salvo en la noche, por supuesto, bajo la luz de la Luna, donde opera la vida en potencia como en una semilla o como en un otoño donde las gruesas capas de hojas podridas, de forma discreta, silente, echan a andar la industria de los bosques.
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Desde Platón hasta Lacan.
Desde el Ecce homo frente a Pilatos hasta la lista de Schindler.
Sabemos, pues, que solo la carencia promueve el deseo y únicamente el deseo por sí solo es capaz de suscitar el amor.
Enterramos a Bueni bajo la luz de la luna. El mundo, de cierto modo, volvía a ser un corazón en el sentido que lo entendía Aristóteles o Harvey: como la parte más cálida de un animal. El mundo era un corazón que palpitaba mareas terrestres casi imperceptibles.
Solo a partir de los signos de la propia fragilidad y de la fragilidad de los otros podemos alcanzar la ternura y la bondad. Y Bueni, ya lo dije, era una gata buena, una gata tierna, una gata frágil.