Rojo carmín

HELEN AMRHEIN

Creo que el cerezo silvestre

florece más temprano que el común.”

Hiroko Oyamada

Agujero

No quedó nada. No es que antes hubiera mucho, pero había. Cuatro paredes desvencijadas bajo un techo de metal herrumbrado se sostenían mutuamente bajo el peso de las piedras que engañaban al viento. Nada fuera de lo común en aquel barrio sin árboles ni aceras. Un barrio como miles de otros iguales; parido de la precariedad y la necesidad de sus habitantes. Las cámaras trataban de enfocar lo que había sido la casa de aquella mujer, que ahora apenas se lograba adivinar bajo el barrial y los escombros. La mujer con la mirada aún desencajada por la zozobra nos guiaba por los cuartos inexistentes de lo que fuera su hogar. Fue tan rápido, dice con aquellos ojos negros que miran como cuchillos. La lluvia impenitente, el viento como un presagio y, de pronto, el ruido de la montaña que ya no pudo sostenerse. Los gritos, la huida, el agua arremolinada, los árboles desenraizados. Mis hijos. Nada nuevo en esta época de guerras y asesinatos televisados a la hora del almuerzo. La mujer insistía. Esta era la esquina donde estaba la cocina, allí la mesa, allá la cama. Esta era mi casa y la de mis tres hijos. El mayor tiene casi cinco y el menor ya cumplió el año. No, el padre no sé dónde está. No, no sabe nada de lo que nos ha pasado. Cuando el menor nació le dio un ataque de nervios, usted sabe. Tanta responsabilidad. Sí, se fue sin decir nada, ni siquiera se despidió. Hasta el perro dejó botado. Luego de un tiempo logré un préstamo para comprar aquí, pero ahora no sé qué voy a hacer con mis niños. No quedó nada, ni ropa siquiera. El perro no lo encontramos, debe estar muerto. Clavé la mirada en aquel aparato que servía de conector entre ese mundo tan distante y el mío. No pude evitar mirarla, con la curiosidad de quien anhela comprender cómo es la vida en Marte. Era evidente que la mujer se había vestido con lo que le habían prestado. Ni una lágrima, tampoco esa voz lastimera de la víctima suplicante. Había algo en aquella escena que no encajaba. Qué era aquello que estaba fuera de la desolación acostumbrada. La cámara la enfocaba y el periodista repetía las palabras de la mujer como si los televidentes habláramos otro idioma. Hasta que de pronto lo vi. En medio de los escombros, de la ropa prestada, de los niños moquientos y el pelo apegostrado bajo el emplasto de barro, la boca de aquella mujer era un faro deslumbrante en la oscuridad. Los labios delineados con delicadeza servían de contención a la pintura rojo carmín; un brochazo de color en medio de aquel mundo de lodo y agua sucia. Mi primera reacción fue de rechazo ¡qué descaro! Me le quedé viendo con una leve sonrisa asomada bajo mis labios despintados, con ese amago de superioridad de quien ha descubierto el truco de un prestidigitador de tercera, hasta que, atónita, comprendí que allí frente a mí, en esa pantalla plana último modelo, estaba esa mujer en medio de una vida destrozada por el destino. Esa mujer en la que ese rojo perfecto de sus labios latía sin certezas, pero con la fe inquebrantable en que el mañana existía.

helen amrhein

@hdelrin

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