La base del malestar se encuentra en la fórmula del bienestar: reflexiones a partir de Chile

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Los disturbios y el malestar que han estallado en Chile han resultado desconcertantes para mucha gente. Chile es uno de los países económicamente más exitosos de América Latina, fruto de un conjunto de políticas usualmente alabadas como “el modelo” o incluso “el milagro” chileno, y que han sido ampliamente recomendadas al resto de los países de América Latina. Y, de pronto, boom.

Tanto la teoría como el análisis económico consideran que el bienestar de una sociedad depende de la cantidad y calidad de bienes y servicios a los que tengan acceso sus habitantes. A mayor ingreso, mayor capacidad consumo para satisfacer necesidades y gustos y, por tanto, mayor bienestar. Pues bien, a lo largo de las últimas décadas, Chile logró aumentar el ingreso de sus habitantes a niveles superiores a los de casi cualquier otro país de América Latina. ¿Y entonces?

Entonces nos toca entender que el consumo y el bienestar son algo más complejo que lo que a veces suponemos. A fines de los años setenta, en The Joyless Economy, Tibor Scitovsky se preguntaba por esta aparente paradoja: en Estados Unidos y en Europa, los niveles de consumo y bienestar material habían aumentado espectacularmente desde fines del siglo XIX y, sin embargo, los niveles de satisfacción de las personas eran prácticamente los mismos. ¿Por qué teníamos una economía exitosa pero insatisfactoria? – se preguntaba Scitovsky. Hoy, la pregunta se repite en Chile: ¿por qué el milagro resulta, de pronto, tan amargo?

Permítanme un rodeo. El bienestar de los seres humanos no depende solamente de su consumo sino, y fundamentalmente, de sus relaciones con las demás personas. Somos bichos sociales y, como bien analizó Adams Smith en su Teoría de los Sentimientos Morales, nos importa importarle a los demás: nos importa el aprecio, el respeto, la valoración de los demás. Pero, además, las sociedades humanas son organizaciones que jerarquizan a sus miembros, que los ordenan o ranquean de muy diversas formas.

En las economías de mercado una de las formas más importantes en que las sociedades ranquean a sus miembros, es por su nivel de ingreso, lo que les da acceso a las mercancías que pueden comprar en el mercado. Pero ya Marx había advertido que, si bien las mercancías tenían un “valor de uso” o una utilidad para satisfacer necesidades o deseos de las personas, eran al mismo tiempo objetos misteriosos tras los que se ocultan las relaciones sociales predominantes. El consumo mercantil tiene, pues, esas dos caras: por un lado, nos ayuda a satisfacer nuestros deseos y necesidades y, por otro, nos clasifica, nos ordena, nos ranquea con respecto a los demás.

Una idea planteada por Veblen a fines del siglo XIX en su “Teoría de la clase ociosa” fue retomada medio siglo después por James Duesenberry para formular su hipótesis del ingreso y el consumo relativo. Dicho en sencillo, no nos importa solamente el nivel absoluto de nuestro ingreso y nuestro consumo, sino que nos importa nuestro ingreso y nuestro consumo comparados con los de los demás. Más recientemente, en Choosing the Right Pond, Robert Frank propone entender el consumo como una competencia posicional en que las personas calibran sus expectativas y deseos de consumo de acuerdo con el consumo de los demás. Queremos estar a la altura de los vecinos y nos sentimos mal si no lo logramos. Lo que nos da prestigio, reconocimiento, identidad o valor social, no es nuestro nivel absoluto de ingreso o consumo sino nuestro consumo con respecto a los demás o, si se quiere, nuestra capacidad relativa de consumo.

De acuerdo con Juliet Schorr, esto hace del consumo un juego de suma cero, porque el objetivo no es el nivel de consumo absoluto, sino su nivel relativo: las mejoras de algunos serán percibidas como las pérdidas de otros. Schorr sugiere, además, que la competencia posicional no se da por igual en todo tipo de bienes y servicios. Hay algunos que son socialmente más visibles y que por eso sirven mejor para evidenciar los distintos rangos de ingreso. Estos se constituyen en “bienes de estatus” como los automóviles, la ropa, las joyas, la vivienda y otros, que identifican la capacidad económica de quienes los consumen. Los bienes privados permiten esto mucho más que los bienes públicos o de consumo colectivo, a los que se accede no por capacidad de compra, sino como un derecho.

Luego de este largo rodeo que nos permite entender el ingreso y el consumo como criterios relativos de bienestar, podemos regresar a Chile y entender mejor cómo el milagro se convirtió de pronto (aunque no fue tan de pronto) en una pesadilla.

Lo primero, como ya mencionamos, es que “el modelo chileno” sin duda ha sido exitoso en generar crecimiento económico, traducido en un aumento del nivel de ingreso promedio. De hecho, en los últimos treinta años, el ingreso per cápita de Chile ha crecido a una impresionante tasa anual del 3,4%, lo que significa que el ingreso por persona en Chile se duplica cada 20 años. Esto no solo es envidiable, sino que también ha significado un aumento hasta del ingreso de los hogares que viven en pobreza, que hoy son menos pobres que hace treinta años.

Sin embargo – segunda cosa – lo cierto es que, si bien Chile logró aumentar los niveles de ingreso promedio, lo hizo sin reducir significativamente los niveles de desigualdad. Mientras que los niveles de desigualdad de otros países miembros de la OCDE como Dinamarca, Finlandia, España o Eslovenia son notablemente bajos, con índices de Gini inferiores a 30, en el caso de Chile ocurre todo lo contrario, su índice de desigualdad apenas se ha reducido ligeramente a partir de 1990, pasando de 52 a 47, que sigue siendo un nivel exageradamente alto e igual al promedio latinoamericano.

En tercer lugar, tenemos una de las peculiaridades del modelo chileno – una de las que les ganó el mote de “modelo neoliberal” y que quiso ser exportada a otros países – y es el fuerte sesgo privatizador que ha caracterizado a Chile. En forma sistemática, Chile promovió un esquema en el que muchos servicios tradicionalmente públicos, pasaron a ser bienes y servicios privados, gestionados desde la lógica mercantil. La privatización afectó sectores como la educación, las pensiones y la seguridad social, la salud, el transporte y hasta el agua.

Siguiendo el argumento de Schorr, mediante la privatización, Chile no solo dificulta a muchos chilenos el acceso a estos bienes y servicios sino que los convierte en nuevos símbolos de consumo posicional, nuevos símbolos de estatus que reflejan y reproducen la desigualdad. Esto es cierto incluso en presencia de subsidios públicos, como ocurre con los vouchers educativos: se mantiene la presión para que las familias tengan que pagar por la educación de sus hijos, y las que más pagan no solo obtienen mejor educación, sino que obtienen “la evidencia posicional” de tener a sus hijas e hijos en una escuela de estatus. Lo mismo ocurrirá con el resto de los bienes públicos privatizados, que recuperan la señal de la mercancía y se vuelven símbolos de capacidad económica y reconocimiento social. Quienes desean acceder al símbolo sin tener el ingreso, terminan fuertemente endeudados.

Por eso es tan sintomático que el estallido chileno arrancara con el aumento de precios en un servicio público tan importante como el del Metro; pero también por eso el estallido no cesa cuando se suspende ese aumento. El descontento va mucho más allá y remite a ese malestar que resulta cuando el bienestar está tan desigualmente distribuido; y, sobre todo, cuando herramientas fundamentales de construcción de equidad e identidad siguen administrándose como bienes y servicios privados.

Finalmente – y por eso vale la pena escribir estas palabras desde aquí – lo que ocurre en Chile no solamente tiene que ver con Chile. También en Costa Rica hemos logrado una modernización económica con aumentos notables del producto y el ingreso promedio: en los últimos treinta años nuestro producto por habitante se duplicó en términos reales, pero en esos mismos treinta años los salarios mínimos reales solo crecieron un 40%. Todavía más claro: en los últimos treinta años, el 20% de los hogares más ricos, aumentaron su participación – su tajada – en el ingreso nacional, pasando de percibir un 43% a un 51% del ingreso total; por el contrario, el 80% restante de la población costarricense vio cómo, aunque sus ingresos absolutos mejoraban, la tajada que les toca del ingreso nacional cayó del 57% al 49%, lo que los hace relativamente más pobres. La base del malestar se encuentra en la fórmula excluyente del bienestar.

En América Latina, en Chile... y en Costa Rica, el reto sigue hoy tan pendiente como ayer: no solo se trata de crecer, se trata de crecer reduciendo las desigualdades. De cualquier otra forma, como en la torre de Babel, las mismas palabras significarán lo contrario para unos y para otros: para unos el modelo será un milagro, pero para otros, será condenación eterna. Y reventará.

Leonardo Garnier

@leogarnier